Anagrama, 2000. 424 páginas.
Tit. Or. Happy like murderers. Trad. Antonio Resines y Herminia Beria.
Creo que llegué a este libro a través de Martin Amis, cuya prima fue asesinada por Fred y Rose West. Su hija habÃa desaparecido y sospecharon de sus padres. Excavaron el el jardÃn y se encontraron una cantidad enorme de huesos, todos de las vÃctimas de la pareja. Eran unos asesinos en serie. El libro nos habla de la vida de la pareja, sus trabajos, lo que se sabe de los crÃmenes, todo con abundante documentación.
Ya son varios libros y artÃculos en los que me encuentro de que la frase tÃpica de ‘siempre saludaba’ el asesino en serie que parece una persona normal pero luego esconde en su interior a un asesino es mentira. A muchos psicópatas se les ve venir de lejos. Pienso en la figura del solitario del que los vecinos decÃan que era un hombre violento. También lo eran Fred y Rose, sólo que nadie le dio la mayor importancia.
Se compara el libro con ‘A sangre frÃa’ y nada que ver. Aquà no hay pulso narrativo, se detiene en detalles irrelevantes y aburridos, la narración más que avanzar se arrastra y el libro se me hizo eterno. Como digo muchas veces aburrir contando historias que ya tienen interés de por sà es una habilidad especial.
Otras reseñas: Felices como asesinos y Felices como asesinos.
Se deja leer.
Anna-Marie empezó a fumar en verano, entre el final del curso en el colegio de St Paul y su ingreso en el Instituto Linden, cuando tenÃa once años, en 1975. Durante mucho tiempo le habÃa liado cigarrillos a su padre cuando le apetecÃan. Y siempre guardaba un paquete de diez No. 6 en el gran maletÃn marrón que le habÃan regalado por pasar de curso. Era la única estudiante de la escuela que llevaba un maletÃn. Todos los demás tenÃan una cartera en condiciones. Llevaba el pelo tan corto que parecÃa un chico y era tan grande que le pusieron el mote de «Tanque». Una chica grandota y corpulenta que arrastraba su enorme maletÃn marrón, como de médico.
Ir al colegio permitÃa a Anna salir de su casa, asà que rara vez hacÃa novillos. Le gustaba el colegio, pero a menudo no iba. TenÃa muchas faltas de asistencia porque Rose se inventaba con frecuencia excusas para retenerla en casa. Según iban creciendo, recompensaban a los crios por no ir al colegio en vez de por asistir a él. SolÃan animarles a que no fueran. «Si no quieres ir, no vayas.» Siempre habÃa que cuidar de los niños pequeños y ocuparse de las faenas de la casa, o a veces a Rose se le habÃa ido la mano y a Anna se le veÃan los cardenales. En todo el tiempo que fue al colegio sólo una vez abrigó alguien sospechas sobre sus circunstancias familiares, y eso fue al terminar primaria. El profesor de educación fÃsica se preocupó cuando llegó con la enésima nota diciendo que no podÃa hacer deporte. TenÃa cardenales en las piernas. El profesor la obligó a bajarse los calcetines y le vio los cardenales grandes y negros. Le permitieron pasarse la clase sentada? y durante el resto del dÃa no se volvió a hablar del asunto. Pero acababa de llegar a
Cromwell Street aquella tarde cuando sonó el timbre. Era una de esas personas contra las que siempre la estaba previniendo su padre. Allà fuera habÃa gente que no podÃa hacerte más que daño. Gente que llamaba a la puerta, que se plantaba delante de ella. Cuando la mujer se hubo marchado le dieron la peor zurra de su vida. Una de las peores palizas. La mujer elegantemente vestida dijo ser asistente social y Rose reaccionó diciendo: «Adelante, pase», y toda la vaina. La hospitalidad personificada: adelante, pase. Al final la asistente salió por la puerta muy tranquilizada y no regresó nunca. «Muy bien, todo está en orden, señora West.» Una de las peores palizas. Eso le enseñó a Anna-Marie una lección sobre los asistentes sociales: no podÃan ayudarla, y si intentaban hacerlo lo pagarÃa ella. Asà que eso era lo que habÃa. En realidad, estaba prisionera. Rose llevaba la llave maestra colgada al cuello con un cordón. Ellos sabÃan a qué hora acababa el colegio y exactamente el tiempo que se tardaba en volver andando a casa a través del parque. Si no estaba delante de la puerta a las cuatro y cuarto en punto, querÃan saber por qué. Nunca llevaban gente a casa. Estabas encerrada bajo llave. Si ibas a la tienda te seguÃan.
Era raro que a Anna le compraran ropa nueva. Se vestÃa sobre todo con lo que heredaba de Rose. Detestaba los vestidos estampados de flores gigantescas que le daba, pero no tenÃa más opción que ponérselos. Sólo cuando le habÃa dado una buena paliza, o Anna hacÃa algo que le gustara, le compraba Rose alguna cosa, un lápiz de labios o una cajetilla de cigarrillos o algo de ropa.
Un dÃa, durante los primeros meses de 1975, cuando Anna estaba en lo que serÃa su último trimestre en primaria y por tanto aún no habÃa cumplido los once años, le presentaron a algunos de los hombres de color de Rose, los de los nombres raros. TenÃan apodos en vez de nombres: «Bonnie», «Sonny», «Sheepy», «Sun-coo», «Duke Boy», «Bigger».1 HabÃa visto a aquellos hombres hacer cola, esperar turno con Rose. Matar el tiempo hasta que llegaba el momento de hacer lo que quiera que hicieran con Rose. TenÃa cierta idea de lo que hacÃan. Lo mismo que ella llevaba tres años haciendo por obligación con su padre. HabÃa sido sometida a sus designios. Pero no era más que una idea. HabÃa oÃdo cosas. Ruidos y sonidos extraños que salÃan de la habitación especial de Rose, pero no habÃa visto nada hasta el dÃa que su padre la obligó a mirar. Quitó de la puerta la placa que decÃa: «Habitación de Rose.» Quitó el tornillo de madera, echó un primer vistazo con el ojo pegado al agujero y luego la obligó a mirar. Se rió sin hacer ruido, agitando los hombros, y la obligó a pegar el ojo al agujero y a mirar lo que ocurrÃa dentro. Rose estaba desnuda sobre la cama con un hombre negro bastante viejo. TendrÃa unos treinta años. Y le estaba haciendo cosas a Rose que sabÃa que ella no tardarÃa en verse obligada a hacer con aquel hombre. Con aquel hombre y con otros. Su padre no le dijo nada en ese momento, no entonces, pero ella lo sabÃa. Además de tener relaciones sexuales con su padre en las casas adonde iba a trabajar y en la furgoneta, y con Rose cuando y donde ella querÃa, iba a tener que hacerlo con los hombres de Rose, con los amigos negros de Rose. La habÃan forzado a practicar sexo oral con Rose en más de una ocasión, y mientras estaban en ello Rose se dedicaba a estrujarle y arañarle los pechos. TenÃa las uñas bastante largas y la arañaba hasta hacerle sangre. La cogÃa de la piel de la base del cuello y se la retorcÃa hasta dejarla casi sin respiración. HabÃa sexo cuando su padre lo reclamaba y habÃa sexo cuando Rose lo reclamaba, y ahora sabÃa que habrÃa sexo con Bonnie y Sonny y Suncoo y Bigger y con los hombres negros con nombres raros siempre que a ellos se les pasara por la cabeza.
TenÃa que hacerlo con los hombres negros de Rose una vez por semana. HabÃa alrededor de cinco habituales y en ocasiones alguno nuevo. A veces le tocaba primero a Anna y luego a su madrastra. Y a veces entraba primero su madrastra y Anna esperaba fuera. Rose estaba siempre en la habitación cuando Anna estaba con ellos y tocaba a Anna, y su padre siempre miraba por el agujero de la puerta. Moviendo los pies al otro lado de la puerta y espiando. Luego le pedÃa que le hablara de ellos. Le preguntaba cosas sobre ellos. Sobre su tamaño, sobre aquella cosa enorme y sobre qué se sentÃa.
Durante este periodo Rose iba a los locales de Gloucester y sus alrededores al menos dos o tres veces al mes. Rose y Fred no salÃan mucho juntos porque siempre acababan discutiendo. Asà que salÃa
ella y si ligaba con alguien se lo llevaba a casa o, lo más probable, iba a donde él viviera. TenÃa que decirle a Fred lo que iba a hacer una vez cerrados los bares. Esa era una norma inviolable. TenÃa que decirle si iba a volver a casa o estarÃa fuera hasta la mañana siguiente. No siempre estaba dispuesta a ir. A menudo se mostraba remisa. Estaba cansada. Era agotador cuidar de una casa y cuatro crios. Para cuando terminaba de lavarlos, alimentarlos y cambiarlos y de hacer la compra, estaba reventada. En cuanto se sentaba a tomar una taza de té o cualquier otra cosa empezaba a quedarse dormida. Fred la regañaba si la descubrÃa. Le daba patadas; la ahogaba en agua caliente o té. O los niños cuando estaba en casa, o aquellos hombres cuando salÃa. Era agotador. La mandaba salir noche tras noche. Le daba la vara diciéndole que si no hacÃa esas cosas por su marido, era una mala esposa. En aquellos tiempos, siempre que Rose salÃa estaba presentable. Se vestÃa bien, se ponÃa un poco de maquillaje y algo de bisuterÃa, que Fred no hacÃa más que comprarle y que a él le gustaba que se pusiese. Normalmente salÃa sin bragas y se sentaba con las piernas descaradamente abiertas. Odiaba que Anna-Marie llevara pantalones y le decÃa que debÃa dejar que le diera el aire.
A partir de 1976, cuando Anna-Marie tenÃa doce años, Rose la vestÃa a veces y la maquillaba y se la llevaba consigo a correr la noche. Le ponÃa un poco de colorete y un toque de lápiz de labios y un vestido que la hacÃa parecer mayor de lo que era. No un putón, pensaba Anna por aquel entonces, sólo mayor de lo que era. Mayor y bastante guapa. Esto ocurrió una noche de verano cuando tenÃa doce o trece años, y recordaba que estaban riendo y bromeando. Anna se reÃa y Rose se reÃa y Fred reÃa entre dientes y las miraba. No tenÃa miedo. Los tres se montaron en la furgoneta Bedford verde que Fred tenÃa por aquel entonces. Las llevó a un pub que habÃa en el campo a las afueras de Gloucester y las dejó allÃ.
Anna pidió Gold Label, una cerveza muy fuerte a base de cebada. Pagaba Rose. ReÃa y bromeaba y hablaba con unas cuantas personas. Compró unas patatas fritas. Todo muy tranquilo. Anna recuerda que bebió Gold Label. Rose insiste en que fue Malibu con cola. Pero tanto da. Anna se emborrachó. Se cogió un pedal.
Incluso a los doce años era ya una buena bebedora. Iba a los bares con las chicas de su pandilla. Andaba por la calle comportándose como una furcia con los soldados y a Rose le descorazonaba que una chica tan joven perdiera asà el tiempo. Aguantaba bien la bebida, pero estaba muy borracha y se le doblaban las rodillas cuando echaron a andar en dirección a Gloucester. Qué cosa tan rara. Pero Anna estaba borracha de cerveza Gold Label, que es muy fuerte, asà que no preguntó por qué volvÃan a casa a pie. No habÃan recorrido mucho trecho cuando Anna vio cómo la furgoneta Bedford de su padre se detenÃa delante de ellas y notó que el humor de Rose experimentaba un cambio de lo más drástico. Las puertas traseras de la furgoneta se abrieron y la metieron dentro. Rose le golpeó en la espalda con los puños. «Si te crees que vas a ser amiga mÃa, ya puedes ir cambiando de idea. Qué te has creÃdo, joder.» _Anna llevaba puestas una falda azul claro y una blusa. Ropa que Rose habÃa escogido para ella sólo un par de horas antes y que la habÃan hecho sentirse como si una hermana mayor la hubiera invitado a ir a la ciudad. HabÃan bromeado y se habÃan reÃdo. La metieron como un fardo en la parte de atrás de la furgoneta y su padre se acercó y empezó a pegarla. Rose le arañaba los pechos hasta hacerla sangrar y su padre la pegaba. Y todo dentro de la furgoneta, donde a menudo tenÃa relaciones sexuales con ella. Y ése era el secreto que compartÃan. En la furgoneta habÃa un colchón y las herramientas estaban todas ordenadas y nunca estorbaba nada. Se encendÃa una luz púrpura en el panel de control y empezaba todo. Besos con lengua. Los detestaba. Rose la golpeaba y le retorcÃa los pezones y su padre la pegaba. No podÃa creer lo que estaba ocurriendo. La depravación y los insultos. No les habÃa hecho nada malo, a ninguno de los dos. No era más que una niña. Rose estaba sarcástica y la insultaba y la provocaba y se reÃa y le sobaba los pechos y la pellizcaba. Después la sujetó mientras su padre la violaba.
Cuando todo hubo terminado, se limitaron a volver a casa, a Cromwell Street, donde habÃan dejado a los otros niños solos, sin nadie que cuidara de ellos. Anna consiguió llegar al cuarto de baño, se lavó las heridas y se metió a gatas en la cama.
Sus sentimientos estaban en lo más hondo de su ser, decÃa. No
podÃa reflejar sus verdaderos sentimientos sobre el papel. Su informe escolar dirÃa que ese año habÃa faltado a clase cincuenta y dos veces.
No hay comentarios