Gordon Burn. Felices como asesinos.

junio 4, 2020

Gordon Burn, Felices como asesinos
Anagrama, 2000. 424 páginas.
Tit. Or. Happy like murderers. Trad. Antonio Resines y Herminia Beria.

Creo que llegué a este libro a través de Martin Amis, cuya prima fue asesinada por Fred y Rose West. Su hija había desaparecido y sospecharon de sus padres. Excavaron el el jardín y se encontraron una cantidad enorme de huesos, todos de las víctimas de la pareja. Eran unos asesinos en serie. El libro nos habla de la vida de la pareja, sus trabajos, lo que se sabe de los crímenes, todo con abundante documentación.

Ya son varios libros y artículos en los que me encuentro de que la frase típica de ‘siempre saludaba’ el asesino en serie que parece una persona normal pero luego esconde en su interior a un asesino es mentira. A muchos psicópatas se les ve venir de lejos. Pienso en la figura del solitario del que los vecinos decían que era un hombre violento. También lo eran Fred y Rose, sólo que nadie le dio la mayor importancia.

Se compara el libro con ‘A sangre fría’ y nada que ver. Aquí no hay pulso narrativo, se detiene en detalles irrelevantes y aburridos, la narración más que avanzar se arrastra y el libro se me hizo eterno. Como digo muchas veces aburrir contando historias que ya tienen interés de por sí es una habilidad especial.

Otras reseñas: Felices como asesinos y Felices como asesinos.

Se deja leer.

Anna-Marie empezó a fumar en verano, entre el final del curso en el colegio de St Paul y su ingreso en el Instituto Linden, cuando tenía once años, en 1975. Durante mucho tiempo le había liado cigarrillos a su padre cuando le apetecían. Y siempre guardaba un paquete de diez No. 6 en el gran maletín marrón que le habían regalado por pasar de curso. Era la única estudiante de la escuela que llevaba un maletín. Todos los demás tenían una cartera en condiciones. Llevaba el pelo tan corto que parecía un chico y era tan grande que le pusieron el mote de «Tanque». Una chica grandota y corpulenta que arrastraba su enorme maletín marrón, como de médico.
Ir al colegio permitía a Anna salir de su casa, así que rara vez hacía novillos. Le gustaba el colegio, pero a menudo no iba. Tenía muchas faltas de asistencia porque Rose se inventaba con frecuencia excusas para retenerla en casa. Según iban creciendo, recompensaban a los crios por no ir al colegio en vez de por asistir a él. Solían animarles a que no fueran. «Si no quieres ir, no vayas.» Siempre había que cuidar de los niños pequeños y ocuparse de las faenas de la casa, o a veces a Rose se le había ido la mano y a Anna se le veían los cardenales. En todo el tiempo que fue al colegio sólo una vez abrigó alguien sospechas sobre sus circunstancias familiares, y eso fue al terminar primaria. El profesor de educación física se preocupó cuando llegó con la enésima nota diciendo que no podía hacer deporte. Tenía cardenales en las piernas. El profesor la obligó a bajarse los calcetines y le vio los cardenales grandes y negros. Le permitieron pasarse la clase sentada? y durante el resto del día no se volvió a hablar del asunto. Pero acababa de llegar a
Cromwell Street aquella tarde cuando sonó el timbre. Era una de esas personas contra las que siempre la estaba previniendo su padre. Allí fuera había gente que no podía hacerte más que daño. Gente que llamaba a la puerta, que se plantaba delante de ella. Cuando la mujer se hubo marchado le dieron la peor zurra de su vida. Una de las peores palizas. La mujer elegantemente vestida dijo ser asistente social y Rose reaccionó diciendo: «Adelante, pase», y toda la vaina. La hospitalidad personificada: adelante, pase. Al final la asistente salió por la puerta muy tranquilizada y no regresó nunca. «Muy bien, todo está en orden, señora West.» Una de las peores palizas. Eso le enseñó a Anna-Marie una lección sobre los asistentes sociales: no podían ayudarla, y si intentaban hacerlo lo pagaría ella. Así que eso era lo que había. En realidad, estaba prisionera. Rose llevaba la llave maestra colgada al cuello con un cordón. Ellos sabían a qué hora acababa el colegio y exactamente el tiempo que se tardaba en volver andando a casa a través del parque. Si no estaba delante de la puerta a las cuatro y cuarto en punto, querían saber por qué. Nunca llevaban gente a casa. Estabas encerrada bajo llave. Si ibas a la tienda te seguían.
Era raro que a Anna le compraran ropa nueva. Se vestía sobre todo con lo que heredaba de Rose. Detestaba los vestidos estampados de flores gigantescas que le daba, pero no tenía más opción que ponérselos. Sólo cuando le había dado una buena paliza, o Anna hacía algo que le gustara, le compraba Rose alguna cosa, un lápiz de labios o una cajetilla de cigarrillos o algo de ropa.
Un día, durante los primeros meses de 1975, cuando Anna estaba en lo que sería su último trimestre en primaria y por tanto aún no había cumplido los once años, le presentaron a algunos de los hombres de color de Rose, los de los nombres raros. Tenían apodos en vez de nombres: «Bonnie», «Sonny», «Sheepy», «Sun-coo», «Duke Boy», «Bigger».1 Había visto a aquellos hombres hacer cola, esperar turno con Rose. Matar el tiempo hasta que llegaba el momento de hacer lo que quiera que hicieran con Rose. Tenía cierta idea de lo que hacían. Lo mismo que ella llevaba tres años haciendo por obligación con su padre. Había sido sometida a sus designios. Pero no era más que una idea. Había oído cosas. Ruidos y sonidos extraños que salían de la habitación especial de Rose, pero no había visto nada hasta el día que su padre la obligó a mirar. Quitó de la puerta la placa que decía: «Habitación de Rose.» Quitó el tornillo de madera, echó un primer vistazo con el ojo pegado al agujero y luego la obligó a mirar. Se rió sin hacer ruido, agitando los hombros, y la obligó a pegar el ojo al agujero y a mirar lo que ocurría dentro. Rose estaba desnuda sobre la cama con un hombre negro bastante viejo. Tendría unos treinta años. Y le estaba haciendo cosas a Rose que sabía que ella no tardaría en verse obligada a hacer con aquel hombre. Con aquel hombre y con otros. Su padre no le dijo nada en ese momento, no entonces, pero ella lo sabía. Además de tener relaciones sexuales con su padre en las casas adonde iba a trabajar y en la furgoneta, y con Rose cuando y donde ella quería, iba a tener que hacerlo con los hombres de Rose, con los amigos negros de Rose. La habían forzado a practicar sexo oral con Rose en más de una ocasión, y mientras estaban en ello Rose se dedicaba a estrujarle y arañarle los pechos. Tenía las uñas bastante largas y la arañaba hasta hacerle sangre. La cogía de la piel de la base del cuello y se la retorcía hasta dejarla casi sin respiración. Había sexo cuando su padre lo reclamaba y había sexo cuando Rose lo reclamaba, y ahora sabía que habría sexo con Bonnie y Sonny y Suncoo y Bigger y con los hombres negros con nombres raros siempre que a ellos se les pasara por la cabeza.
Tenía que hacerlo con los hombres negros de Rose una vez por semana. Había alrededor de cinco habituales y en ocasiones alguno nuevo. A veces le tocaba primero a Anna y luego a su madrastra. Y a veces entraba primero su madrastra y Anna esperaba fuera. Rose estaba siempre en la habitación cuando Anna estaba con ellos y tocaba a Anna, y su padre siempre miraba por el agujero de la puerta. Moviendo los pies al otro lado de la puerta y espiando. Luego le pedía que le hablara de ellos. Le preguntaba cosas sobre ellos. Sobre su tamaño, sobre aquella cosa enorme y sobre qué se sentía.
Durante este periodo Rose iba a los locales de Gloucester y sus alrededores al menos dos o tres veces al mes. Rose y Fred no salían mucho juntos porque siempre acababan discutiendo. Así que salía
ella y si ligaba con alguien se lo llevaba a casa o, lo más probable, iba a donde él viviera. Tenía que decirle a Fred lo que iba a hacer una vez cerrados los bares. Esa era una norma inviolable. Tenía que decirle si iba a volver a casa o estaría fuera hasta la mañana siguiente. No siempre estaba dispuesta a ir. A menudo se mostraba remisa. Estaba cansada. Era agotador cuidar de una casa y cuatro crios. Para cuando terminaba de lavarlos, alimentarlos y cambiarlos y de hacer la compra, estaba reventada. En cuanto se sentaba a tomar una taza de té o cualquier otra cosa empezaba a quedarse dormida. Fred la regañaba si la descubría. Le daba patadas; la ahogaba en agua caliente o té. O los niños cuando estaba en casa, o aquellos hombres cuando salía. Era agotador. La mandaba salir noche tras noche. Le daba la vara diciéndole que si no hacía esas cosas por su marido, era una mala esposa. En aquellos tiempos, siempre que Rose salía estaba presentable. Se vestía bien, se ponía un poco de maquillaje y algo de bisutería, que Fred no hacía más que comprarle y que a él le gustaba que se pusiese. Normalmente salía sin bragas y se sentaba con las piernas descaradamente abiertas. Odiaba que Anna-Marie llevara pantalones y le decía que debía dejar que le diera el aire.
A partir de 1976, cuando Anna-Marie tenía doce años, Rose la vestía a veces y la maquillaba y se la llevaba consigo a correr la noche. Le ponía un poco de colorete y un toque de lápiz de labios y un vestido que la hacía parecer mayor de lo que era. No un putón, pensaba Anna por aquel entonces, sólo mayor de lo que era. Mayor y bastante guapa. Esto ocurrió una noche de verano cuando tenía doce o trece años, y recordaba que estaban riendo y bromeando. Anna se reía y Rose se reía y Fred reía entre dientes y las miraba. No tenía miedo. Los tres se montaron en la furgoneta Bedford verde que Fred tenía por aquel entonces. Las llevó a un pub que había en el campo a las afueras de Gloucester y las dejó allí.
Anna pidió Gold Label, una cerveza muy fuerte a base de cebada. Pagaba Rose. Reía y bromeaba y hablaba con unas cuantas personas. Compró unas patatas fritas. Todo muy tranquilo. Anna recuerda que bebió Gold Label. Rose insiste en que fue Malibu con cola. Pero tanto da. Anna se emborrachó. Se cogió un pedal.

Incluso a los doce años era ya una buena bebedora. Iba a los bares con las chicas de su pandilla. Andaba por la calle comportándose como una furcia con los soldados y a Rose le descorazonaba que una chica tan joven perdiera así el tiempo. Aguantaba bien la bebida, pero estaba muy borracha y se le doblaban las rodillas cuando echaron a andar en dirección a Gloucester. Qué cosa tan rara. Pero Anna estaba borracha de cerveza Gold Label, que es muy fuerte, así que no preguntó por qué volvían a casa a pie. No habían recorrido mucho trecho cuando Anna vio cómo la furgoneta Bedford de su padre se detenía delante de ellas y notó que el humor de Rose experimentaba un cambio de lo más drástico. Las puertas traseras de la furgoneta se abrieron y la metieron dentro. Rose le golpeó en la espalda con los puños. «Si te crees que vas a ser amiga mía, ya puedes ir cambiando de idea. Qué te has creído, joder.» _Anna llevaba puestas una falda azul claro y una blusa. Ropa que Rose había escogido para ella sólo un par de horas antes y que la habían hecho sentirse como si una hermana mayor la hubiera invitado a ir a la ciudad. Habían bromeado y se habían reído. La metieron como un fardo en la parte de atrás de la furgoneta y su padre se acercó y empezó a pegarla. Rose le arañaba los pechos hasta hacerla sangrar y su padre la pegaba. Y todo dentro de la furgoneta, donde a menudo tenía relaciones sexuales con ella. Y ése era el secreto que compartían. En la furgoneta había un colchón y las herramientas estaban todas ordenadas y nunca estorbaba nada. Se encendía una luz púrpura en el panel de control y empezaba todo. Besos con lengua. Los detestaba. Rose la golpeaba y le retorcía los pezones y su padre la pegaba. No podía creer lo que estaba ocurriendo. La depravación y los insultos. No les había hecho nada malo, a ninguno de los dos. No era más que una niña. Rose estaba sarcástica y la insultaba y la provocaba y se reía y le sobaba los pechos y la pellizcaba. Después la sujetó mientras su padre la violaba.
Cuando todo hubo terminado, se limitaron a volver a casa, a Cromwell Street, donde habían dejado a los otros niños solos, sin nadie que cuidara de ellos. Anna consiguió llegar al cuarto de baño, se lavó las heridas y se metió a gatas en la cama.
Sus sentimientos estaban en lo más hondo de su ser, decía. No
podía reflejar sus verdaderos sentimientos sobre el papel. Su informe escolar diría que ese año había faltado a clase cincuenta y dos veces.

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