El olivo azul, 2009. 128 páginas.
Incluye los siguientes cuentos:
I
Al final del mar
II
El incendio de Hornero
Silencio
La Esperanza
Los cuerpos del tiempo
Una historia infantil
Memoria del Inquisidor Guevara
Una cena de Pascua
III
Historia de un autor de libros
El demonio de La Grandeza Español
El limpiabotas
Una iluminación
El grito
Las rutinas de Ricardo Fabra
IV
Cuando un bebé llora
Los despertares del padre Nolan
Quejas de un olivo
La última lección
Historia de un naufragio
Epílogo. Hechos de un hombre
El primero es tan, pero que tan bueno, que eclipsa a todos los demás, que en general están muy bien salvo tres o cuatro más flojillos. Al final del mar es un cuento mayúsculo, de primera división, que destaca demasiado. Uno espera la misma calidad en el resto del libro y no la encuentra. El autor consigue en apenas unas páginas una protagonista con un empaque que otros no consiguen en grandes novelas.
Las historias en las que aparece un recurrente Ricardo Fabra me han resultado tiernas, los experimentos como Cuando un bebé llora destacables. En conjunto, muy recomendable.
En la cárcel conoce a Emma Hirtsch, una sindicalista renana acusada de organizar una huelga en una fábrica textil durante la que se degolló al hijo del propietario y a un ingeniero. Ella le enseña alemán y le habla de Rosa Luxemburgo y de la lucha de los desposeídos.
El comportamiento de Sarah Simón en la prisión es ejemplar. Trabaja como voluntaria en la lavandería, acude a los servicios religiosos de los domingos como miembro del coro —aunque susurre más que cante—, pasa sus horas libres en la modesta biblioteca leyendo todo lo que cae en sus manos. Las presas comunes se olvidan de ella. Las presas irlandesas murmuran y maldicen a la sindicalista renana a la que acusan de manipular a la que antes fue su compañera e incluso de pervertirla y de obligarla a cometer actos contra la naturaleza. Ninguna de ellas se entristece la mañana en que Emma Hirtsch escupe sangre sobre la sábana que plancha. Sarah Simón la cuida en su celda, limpia su débil cuerpo, la acompaña cogida del brazo en los paseos matutinos en el patio, le recita de memoria canciones de Heíne y fragmentos de los Manuscritos de Marx. Sólo ella acude a la misa que se celebra por su alma en la capilla de la prisión.
Varios meses después, en la primavera de 1927; Sarah Simón desaparece de la prisión de Liverpool. Los guardias encuentran en la lavandería el cadáver sin lengua de Lauren Higgins, que acababa de reingresar en la prisión por enésima vez. Las presas irlandesas dicen no saber nada de la fuga. Argumentan que Simón ya no es una de las suyas y escupen al suelo cuando pronuncian su nombre. Una de ellas aconseja a los guardias que investiguen al pastor. Los guardias descubren que en la sacristía faltan las llaves de la puerta auxiliar de uno de los muros laterales. El pastor Howard East confiesa entre sollozos haber mantenido relaciones sexuales con la presa fugada, pero jura que nunca le ha dado ninguna llave y que no entiende cómo podía saber dónde las guardaba. La
intervención del obispo evita una acusación que dañaría el prestigio de la Iglesia, y el pastor es enviado a una remota aldea en Gales.
En el otoño de 1930, el titiritero parisino Frangois Bouvard, conocido entre sus colegas como Dodó, recibe una noticia que le hace sentirse el hombre más afortunado del mundo: su ayudante y compañera Sarah Simón está embarazada de tres meses. Llevan más de dos años recorriendo Francia, Suiza, Austria, Baviera, Bohemia, Galitzia y Eslovenia con un espectáculo titulado «El muro». El espectáculo trata sobre un pintor de murales de origen obrero al que un Ayuntamiento le ha encargado pintar un gran mural sobre la creación y la destrucción del mundo en una de las paredes de un Hogar de Ancianos. Cada noche, por distintas razones, desaparece de la pared lo que ha pintado durante el día, y cada día, por lo tanto, tiene que empezar la obra de nuevo. La pequeña obra, una parábola sobre la lucha de clases representada en varios idiomas, tiene cierto éxito, sobre todo en las fábricas y en las sedes de los sindicatos, y la pareja hace algún dinero. Dodó mira al mar desde el balcón de su pensión de Trieste, ciudad a la que acaban de llegar, y aspira el aire con fuerza. Piensa que por un tiempo deben dejar de deambular por ciudades y aldeas para asentarse y criar a su hijo. Podrían establecerse en el campo, en Lavagnac o en Périgueux, lugares donde la vida es mucho más barata que en París. El trabajaría en la vendimia y como carpintero, y mientras tanto prepararían otro espectáculo, algo alegre, a lo mejor basado en el personaje de Charlot. Más adelante decidirían si volvían a subirse a la carreta o no. El mar, rojo y violeta, está en calma como una cuna que se mece con dulzura. Sarah sale al balcón y abraza a Dodó por la cintura apoyando la cabeza sobre su hombro de espaldas al mar.
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