Francisco Ruiz Ramón. Historia del teatro español.

mayo 28, 2012

Francisco Ruiz Ramón, Historia del teatro español
Alianza, 1971. 540 páginas.

Segunda parte -al comprarlo de saldo quien sabe dónde estará la primera- abarca desde principio de siglo hasta las últimas tendencias. Últimas de 1971, claro. Fineza en la crítica, amplio en su selección de autores, con buen ojo y criterio, abundante en detalles e incluso anécdotas, es toda una joya emplazable para una relectura.

Coincidimos en el elogio a Valle Inclán y García Lorca (y en otros).

Sólo tiene un defecto, que se acaba en 1971 y deja fuera a la nueva hornada de dramaturgos, pero veo que hay una edición de Cátedra de 2007 que es posible que tenga datos actualizados. Me la apunto y de paso se la recomiendo a ustedes.

Calificación: Muy bueno.

Un día, un libro (270/365)

Extractos:
Con Águila de blasón comienza Valle-Inclán ese teatro en libertad, suyo ya e inconfundible, estribado en la libertad de la imaginación, creadora de nuevos espacios dramáticos irreductibles al tipo de «escena a la italiana», que era el predominante y, en realidad, el único en el teatro español coetáneo. Por ello Valle-Inclán no es ya el sucesor del teatro del xix, como lo son Benavente, Marquina y el mismo Unamuno o, más tarde, Pemán, Calvo Sotelo y el inmenso grupo de herederos del xix que estrenan hoy en Madrid. Valle-Inclán es, cronológicamente hablando, por su nueva concepción abierta y libre del espacio dramático, el primer dramaturgo español contemporáneo.
A partir de la primera de sus Comedias bárbaras, sus personajes se liberan no sólo de la psicología, como ya señaló Pérez de Ayala, sino también de toda presión ideológica, de manera que dejan de salir a escena para justificar sólo un problema, cualquiera que sea la índole de éste —social, moral, económico, político—. Los nuevos personajes, con Montenegro a la cabeza, vuelven a encarnar, como resultado de la inmersión del dramaturgo en las fuentes del drama, los impulsos elementales del ser humano en un cosmos primordial, y por ello mismo amenazador, con la ambigüedad del misterio, irreductible a toda casuística moral o a toda determinación psicológica. Como los personajes de Wedekind, de Kayser o de Crommelink 31, los personajes del teatro mítico de Valle-Inclán son movidos por las más oscuras y bárbaras pulsiones de la carne y del espíritu, especialmente por «la impulsión sexual oscura» (op. cit., p. 448).

La parte fundamental —claro— reside en los coros, que subrayan la acción de los protagonistas. No hay argumento en Yerma. Yo he querido hacer eso: una tragedia, pura y simplemente» (O. C, página 1785). En cuanto a La destrucción de Sodoma, poseemos, gracias a Martínez Nadal, datos preciosos que, dado su extraordinario interés, me permito transcribir íntegros:
Era el 16 de julio de 1936 (…) Mientras regresábamos a la ciudad en taxi, me hablaba de sus proyectos, de la trilogía bíblica a la que daba vueltas en la cabeza desde hacía años.
—El drama de Thamar y Ammón me atrae enormemente. Desde Tirso, nada serio se ha hecho sobre ese formidable incesto. Pero tal vez escriba antes La destrucción de Sodoma. La tengo toda entera en la cabeza. Escucha el fin del segundo acto.
Era el momento en que Loth conducía a su casa a los dos ángeles, seguidos, espiados por los jóvenes de Sodoma.
—Al fondo de la plaza, a la izquierda, estará la casa de Loth, con una gran galería abierta en donde se celebrará el banquete. Todo tendrá un aire pompeyano, de una Pompeya vista por Giotto.
Y en ese taxi que regresaba hacia el centro de Madrid su palabra creaba una plaza, una casa, las llenaba de vida y de palabras, de poesía y de sensualidad. En la galería se desarrollaba la conversación de Loth y de su mujer con los dos ángeles, entrecortada por los apartes de sus dos hijas, ávidas de hombres, que se preguntaban si la frialdad de esos dos extranjeros no se debía a la misma causa que la de las gentes de Sodoma. De la galería el diálogo pasaba a la plaza en donde los hombres de la ciudad se congregaban para comentar la llegada de los misteriosos desconocidos y hacer el elogio de su belleza. La escena se desarrollaba en dos planos, a un ritmo acelerado, en un contrapunto en crescendo, que rompía un coro reclamando a grandes gritos la entrega de los extranjeros. En la descripción de esta escena había ecos de las canciones de boda de Bodas de sangre, pero interrumpidas aquí por la aparición de Loth con sus dos hijas en lo alto de la galería. Había entonces la lucha desesperada de Loth para salvar a los dos hombres; ofrecía a los sodomitas la belleza virgen de sus dos hijas a condición que respetaran a sus huéspedes, pero el coro gritaba sin cesar las palabras del Génesis: «Sácalos, sácalos para que los conozcamos.» Aparecían los dos ángeles a la entrada de la casa de Loth, cegaban a los hombres de Sodoma y conducían fuera de la ciudad a Loth, a su mujer y a sus hijas, mientras que en la plaza la multitud buscaba en vano las puertas.
Federico concluía:
—Aquí se oirá el canto lejano de un joven pastor, cortado por la aguda nota sostenida de un violín. Repartidos por toda la escena los actores permanecerán inmóviles en su sitio como si la cinta cinematográfica de un ballet se hubiera parado de pronto. El telón caerá lentamente.
El drama se terminaba con la segunda borrachera de Loth, abrazando a la más joven de sus hijas. La pieza estaba concebida en todos sus detalles.
— ¡Qué magnífico tema! ■—resumía Federico—. Jehová destruye la ciudad a causa del pecado de Sodoma y el resultado es el pecado del incesto. ¡Qué lección contra los decretos de la Justicia! Y los dos pecados, ¡qué manifestación del poderío del sexo!

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