Editorial Seix Barral, 1991. 319 páginas.
Tit. Or. Chromos. Trad. María Teresa Fernández de Castro.
A Ignacio Echevarría le echaron de el periódico El País por no elogiar un libro de la casa. La crítica impresa no es todo lo independiente que nos gustaría. Pero los bitacoreros disfrutamos, de momento, de más libertad. Puede que no compartamos gustos pero sabemos que la reseña es honesta. Por eso, si en Solo de libros recomiendan a Felipe Alfau uno va obedientemente a la biblioteca a ver que puede encontrar de él.
No estaba Locos pero sí estos cromos o estampas de la vida de españoles trasplantados a los Estados Unidos. Si siguen el enlace anterior podrán enterarse de la curiosa vida de Alfau. Nacido en Barcelona vivió en Estados Unidos desde la primera guerra mundial y escribió sólo tres libros, en inglés, que pasaron completamente desapercibidos -con total injusticia- hasta finales de los 80.
El libro comienza con el protagonista hablando con dos de sus amigos; el doctor De Los Ríos y Pedro Guzman O’Moore Algoracid, alias Pete Guz, alias Pedro el Cruel, alias el Moro -el personaje más atractivo del libro. Este último le incita a escribir acerca de los Americanizados, termino con el que designa a los españoles residentes en Nueva York (ver extracto al final). A modo de diablo cojuelo lo lleva a la cima del Empire State para que contemple la ciudad y luego lo arrastra hasta una habitación lúgubre en donde:
Miré cuidadosamente a mi alrededor, manteniendo mi sombra quieta y vigilante detrás y encima de mí, como una cobra. Las manchas y las grietas de las paredes, sobre la piedra desnuda, creaban confusos y extraños dibujos como los que se encuentran en los sarcófagos. Algunos cromos de viejos calendarios colgaban todavía de ellas. Uno representaba a un hombre, con sombrero calañés y chaquetilla, que daba una serenata a una señorita, de peineta y ojos oscuros y muy tristes, en una ventana de rejas profusamente rodeada de flores. El otro representaba una capilla donde un torero moribundo yacía en un sofá; una mujer, con la cabeza descubierta, se reclinaba sobre su pecho ensangrentado; estaba rodeado por los estoicos, austeros y clásicos semblantes de les leales miembros de su cuadrilla, y una llorosa anciana que miraba, con reproche, al altar y al anciano sacerdote que, negando su comprensión y su consoladora bendición pero consciente de las obligaciones de su oficio, administraba los últimos sacramentos. Cromos que algún día habían resplandecido con brillante colorido, pero que ahora se encontraban desvaídos, profanados por excrementos de moscas; cromos desacreditados.
A partir de aquí empieza la novela, que sigue varias líneas argumentales; las andanzas de algunos americanizados, un culebrón con aire de zarzuela que un amigo escritor le va obligando a leer, los extraños pensamientos de un hombre externamente anodino y cuya mente el protagonista parece ser capaz de leer y las elucubraciones científicas de Pedro Guzmán. Para descansar y tomar algo el café Telescopio, dónde la gente bebe directamente de la botella y parece, así, observar los cielos.
Lo mejor, los extraños personajes que pueblan el libro y en la cima ese mefistotélico director de orquesta mitad español, mitad irlandés y mitad moro que es Pedro Guzmán, que pronuncia las frases más brillantes del libro. Lo peor la novela dentro de la novela de estilo decimonónico y cursi (lo dice el autor) interesante a ratos pero cargante los más.
Es una pena que el libro haya tardado cuarenta años en publicarse, porque era muy moderno para la época y esa virtud ha palidecido un poco con la espera. Ese ha sido uno de los problemas que he tenido mientras lo leía; no me hacía a la idea de que estaba leyendo algo con sesenta años de antigüedad y mi cerebro insistía en juzgarlo como si acabara de salir al mercado.
Con todo ha sido una excelente recomendación de nuestros vecinos blogosféricos y en cuanto devuelva este libro tengo la intención de leerme las otras dos obras que escribió el autor. Una sorpresa muy agradable.
Escuchando: Amor sin tregua. Tonino Carotone .
Extracto:[-]
Era una palabra de su propia cosecha. En un principio la empleó para referirse a los españoles que residían en las Américas e incluía en ella a los latinoamericanos, pero gradualmente el significado fue variando y ahora la aplicaba a los españoles residentes en Nueva York y, por asociación, a otros extranjeros, especialmente a los de origen latino, en idénticas circunstancias. Implicaba cierta actitud y conducta del emigrante incapaz de soportar la presión de la mayoría, se refería más a una conducta física y espiritual que a su condición. Y, conociendo al Moro como creo que lo conozco, pienso que no era en absoluto un término halagador.
—Este Americanizado es un bicho raro; sí, señor, muy raro. Durante un tiempo se adaptó de manera normal, pero más tarde su adaptación exagerada le volvió camaleónico… ¡y qué imitamonos! Mientras estuvo en su país gozó de excelente salud, pero en cuanto aprendió un poco de inglés empezó a consultar la lista de médicos y psicoanalistas. Tú debes saberlo… —se dirigió al apacible doctor De los Ríos—. Sí, contrae con facilidad toda suerte de enfermedades desconocidas, y las usa de coartada para justificar su tradicional pereza, ya que se imagina no es aceptada en el nuevo ambiente. Quiere ser un tipo normal y al final sólo consigue hundirse en compañía de la mayoría conquistadora. Es un individuo vencido, con falsas ideas sobre la mediocridad, frustrado en su derrota, y único al avergonzarse de su condición de extranjero, en un intento de congraciarse con los demás. Sí, este Americanizado es único. Aprende a tratar con bondadosa condescendencia a los animales, a las minorías y a los extranjeros (siempre que no sean compatriotas), y a hablar de cooperación. El consejo generosamente dispensado, tanto si gusta como si no, le llena a rebosar de bienestar y benevolente superioridad. Él, que en su infancia fue criado con vino, aprende a dar golpecitos en la espalda y a estrechar las manos a la más mínima provocación del alcohol. Se convierte en librepensador, pero cita la Biblia y come pescado los viernes, con la excusa de que está más fresco. Créeme, un verdadero fariseo. En el intento de huir de sí mismo, siempre tropieza con espejos y procura sacar ventajas de su prisión imaginaria. No tiene ni idea de todo esto.
Se volvió hacia mí:
—Deberías escribir un libro sobre los americanizados, alguien debería hacerlo, aunque hace tiempo que no escribes (en cualquier caso no podría tratar sobre tu gente de España).
Has estado demasiado tiempo fuera y has olvidado mucho, no sabes de qué va, tampoco podrías nacerlo sobre los americanos (no sabes bastante); nunca podemos entender a los demás. Yo no podía entenderlos cuando llegué por primera vez, y cada día los entiendo menos. Nos conocemos, hablamos, pero nadie sabe de qué se trata (confusión total). Mi inglés era abominable cuando llegué y cada día lo hablo peor, imposible; no puedo entender ni una maldita frase.
Sé de muy buena fuente que su inglés era perfecto, aunque guardaba amorosamente un acento invencible y una inverosímil sintaxis. Continuó:
—Escribir sobre los americanos sería presunción desconsiderada, y además, la competencia es formidable, tanto en calidad como en cantidad —hizo un gesto señalando la biblioteca pública, cuya proximidad tenía probablemente algo que ver con el giro de la conversación, o mejor dicho, del monólogo—. Bueno, si se uniesen todos los editores, anualmente publicarían tanto que podrían llenar esa biblioteca de arriba abajo, sí, está fuera de toda discusión…
Estaba a punto de intercalar algo, cuando me interrumpió a mitad de camino.
—Otra cosa seria sobre los americanizados. A estas alturas debes de ser una autoridad sobre el tema.
El doctor De los Ríos le interrumpió levantando una mano: —Deja en paz a este muchacho. Moro infiel. No quiere meterse en líos, y hasta ahora se las ha arreglado muy bien. No le tientes…
—Naturalmente, la redención debía venir de tus manos, señor Jesucristo —era la contrarréplica habitual al mote de Moro. Se dirigió a mí—: Si quieres librar tu alma de un crimen intelectual, aléjate de sus manos santurronas. No te dejes arrebatar el derecho a condenarte. Además, ¿existe algo más astuto y apropiado y más descaradamente oportunista en estos venturosos días de latinoamericanización de Estados Unidos? En estos tiempos de política de buena vecindad que tuvieron su origen en el tango, se fortalecieron con los dai-quiris, el ron, la coca-cola y el tequila, se ampliaron con la rumba y la conga y terminaron con el grito del ay, ay, ay —tarareó y dio unos pasos de baile, a pesar de su pierna inválida, ajeno a la perplejidad que despertaba en los transeúntes y señaló con el bastón la Sexta Avenida. Entonces se puso serio y la crítica sobre el Americanizado se agudizó.
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