Llegué a esta autora a través de sus conferencias en la fundación March, originales y con enjundia (lo que no es fácil hablando de arte contemporáneo). El libro es igual, no es un estudio sobre Warhol y sus antecedentes. Es un conjunto de ensayos articulados alrededor de su figura, que arranca con la icónica muerte de James Dean y acaba con la triste segunda muerte en un hospital del propio Warhol. En medio, con un aire más poético que erudito -pero con innumerables referencias- un recorrido por las figuras más relevantes del arte Pop y su rey (o reina de inglaterra) indiscutible: Andy Warhol.
A destacar el hincapié en el enlace con la tradición clásica de los bodegones. También -entre muchas otras cosas- el análisis de la frase de Warhol «todo lo que necesitas saber sobre el cuadro está ahí, en la superficie», que dicha por él invita, precisamente, a pensar lo contrario. Una supuesta apariencia que escondía una puesta en escena muy cuidada.
. Warhol lo explicita de un modo muy claro: lo que él está viendo en 1963 está allí, pero no todos lo ven y es algo, además, que suele pasarle con frecuencia porque tiene un ojo adaptado a los tiempos. Todo eso que va apareciendo ante su mirada es absolutamente radical, ésa es su intuición, y sabe además que a partir de ese instante y ese lugar lo inesperado no podrá basarse en un misterio antiguo -la pasión insondable—, sino en el poder de la sorpresa: lo asombroso no había hecho más que empezar.
Así, la pregunta que cabría hacerse frente a la aparente incapacidad de Greenberg para detectar la radicalidad del Pop es si no estaría relacionada con su propia carencia de ese ojo moderno que Warhol tenía, si no llegó a atisbar la transferencia del misterio a la sorpresa porque su vista estaba sumergida en un sueño entonces ya fuera de contexto.
Warhol es consciente de que algo está sucediendo, eso parece obvio, y comprende que todo aquello que parecía producto de la imaginación para el chico de Pittsburgh que vive en Nueva York, existe como tangibilidad en el Oeste, está pasando como rutina en ese lugar. Aquello que le fascina, los espacios fríos, los personajes sin sombras, los grandes anuncios en el intento último y desesperado de llenar el vacío -o paliarlo al menos-, existe allí, rodeando a ese Hollywood en construcción al que él llama «limbo». ¿Qué ciudad en el mundo anuncia -publicita— su nombre a través de grandes letras situadas sobre unas colinas, llenando lo que la tradición hubiera dejado vacío?
En este detalle nimio podría hallarse parte de las respuestas: la ciudad se representa a través de su propia representación —unas letras con el nombre— y, de este modo, Hollywood deja de existir fuera del propio territorio de la puesta en escena. Todo será distinto de lo que se esperaría: los grandes anuncios, el famoso teatro chino escuálido, el centro sucio y sólo poblado por turistas, las colinas invadidas por letras… Todo está plagado de objetos que sólo aparentan existir y la propia ciudad tras el paseo queda reducida a un nombre sobre el paisaje.
Desde luego Hollywood no engaña a Andy —sabe que es «real» sólo a medias- y, a su vez, Andy no engaña a Hollywood -comprende que tampoco su obra acaba por ser del todo «real», como se esperaría de un pintor figurativo-. Hollywood, que conoce los secretos de la representación, detecta en la obra de ese artista algo que no es lo que parece y aquí surge el desencuentro inevitable, como a menudo sucede en todas las historias de amor.
Y como un amante, más molesto que ofendido por haber sido descubierto en su engaño, Warhol comenta en POPism la crítica negativa que tuvo su exposición en California: «Me divierte mucho pensar que Hollywood llamó al Pop Art puesta en escena. ¿Hollywood? Bueno, cuando se ven las películas que se hacen allí… ¿es que eso es real?».
Sin embargo, visto desde la óptica actual, esa crítica habría sido la más perspicaz —por lo menos el comentario que Warhol ofrece de ella—. Mientras las revistas neoyorquinas se
los californianos detectaban la trampa: esos objetos no eran reales, eran una puesta en escena. Seguramente el ojo entrenado de aquella mirada, constantemente apremiada por la necesidad de distinguir al protagonista de un extra un grupo de personas de un decorado pintado, se encontró frente a unas obras que parecían realizadas por un consumidor y olfateó que se trataba de una trampa. Esos obje- se presentaban como reales -una lata, la foto de una estrella…— y sacados directamente de la publicidad, pero era sólo una apariencia. La operación warholiana era mucho más compleja y Hollywood, experto en puestas en escena, lo intuyó.
Se podría decir que Andy y Hollywood —su estética- estaban hechos el uno para el otro -y de ahí los reproches mutuos-. En todo caso, llamar «puesta en escena» a esas cosas que pasaban por ser «reales» parece una visión muy acertada y, desde luego, un modo lúcido de enfrentarse con lo que se ha dado en llamar Pop. Los objetos de Warhol no son reales y se diría que ni siquiera pretenden serlo: como los decorados de los teatros buscan la complicidad del espectador para aceptar como «real» lo que está viendo mientras dura la función. Contrariamente a los que presenta la publicidad, no esperan siquiera crear una apariencia de verosimilitud -basta con mirar los anuncios clásicos de Campbell, tan llenos, tan atestados de deseo que quitan el apetito, cualquier clase de apetito, y compararlos con las latas de Andy, tan vacías, sin nada dentro que llevarse a la boca.
Con su procedimiento compositivo Warhol ha creado lo que podría ser la quintaesencia del nuevo modo de acercarse al mundo y procede de una manera semejante a la paradoja californiana: vaciar lo lleno, llenar lo vacío. Es verdad que en sus latas seriadas invoca la idea de abundancia que explotan la publicidad y los supermercados, pero al tiempo se trata de objetos previamente aislados y suspendidos en el aire, como si de un truco de Hollywood se tratara, flotando, sin apoyarse en ninguna repisa. No se detecta siquiera el atisbo espacial donde el publicista de Campbell habría colocado la sopa y los abundantes sandwiches. Claro que es peligroso generalizar porque hay muchas versiones de Campbell, se podría argumentar —las que se componen de paneles independientes formando un todo y las que organizan un bloque compacto sobre el lienzo, por ejemplo—. Pero incluso estas últimas, de lecturas espaciales más ambiguas, siguen teniendo un extraño regusto de decorado, como el público pintado de Ciudadano Kane, cuyo truco intenta paliarse añadiendo presencias de espectadores reales.
Los objetos de Andy habían vaciado la publicidad y habían llenado el lienzo. Lo habían saturado sin dejar el espacio convencional por el cual la pintura respira, y ese trucaje, esa puesta en escena espacial, tenía por fuerza que ser reconocida por Hollywood. Todo funcionaba para ajustarse al sueño de la modernidad: los objetos habían sido aislados primero y reunidos después pero, como sucediera en los retratos dobles de Hockney, entre ellos
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