Edzard Ernst. Un científico en el país de las maravillas.

diciembre 30, 2024

Edzard Ernst, Un científico en el país de las maravillas
Next door, 2018. 236 páginas.
Tit. or. A scientist in wonderland. Trad. Fernando López-Cotarelo.

Autobiografía de Edzard Ernst, científico e investigador que se dedicó a investigar las medicinas alternativas, en principio con simpatía, pensando que algo válido se podría encontrar en ellas y que acabó decepcionado al ver que ningún estudio de los que hacía demostraba eficacia alguna.

Algo había oído de esta historia aunque, después de leer este libro, me he dado cuenta de que no me había enterado ni de la mitad. La combinación de investigador competente + defensor de las medicinas alternativas es evidente que acabaría explotando. Uno puede, de buena fe, creer que terapias como la homeopatía funcionan. Y querer investigar para demostrarlo. Lo que demuestra una honestidad brutal es enfrentarte con todo el mundo para defender la verdad.

Que pongan a dirigir a la primera cátedra de medicina alternativa del mundo a un investigador que la iba a reventar desde dentro, y de buena fe, es algo tan irónico que parece sacado de una serie de televisión, pero sucedió. Y en este libro lo cuenta de primera mano y es un placer leerlo.

Bueno.

Por ejemplo, si un remedio vegetal alivia los síntomas del resfriado durante unas horas pero, a la vez, provoca una reacción alérgica grave en un porcentaje elevado de la población, ningún profesional sanitario responsable lo recomendaría para uso general.
En relación con este asunto, había además otro razonamiento que convenía considerar, uno que yo secretamente confiaba en que pudiera poner de mi lado a los terapeutas alternativos: si sus afirmaciones de que la medicina alternativa es segura eran correctas, mis investigaciones lo confirmarían. Pensé que era un objetivo digno de perseguirse y que tal planteamiento contaría con el apoyo del mundo de la medicina alternativa. El razonamiento me parecía irrebatible; pero ¿logró convencer a los terapeutas alternativos? En pocas palabras, me temo que la respuesta es no.
A lo largo de los años tuve que habituarme a un incesante runrún de críticas hostiles, agresividad e incluso ataques personales. Mucha gente, sin importar su formación, nivel, conocimientos o experiencia, consideraba que sabía mucho más que yo. A veces la cosa rozaba el absurdo: había momentos en que la obstinación con la que los críticos trataban de imponer sus opiniones parecía inversamente proporcional a su comprensión del tema de que se tratase. Yo conocía mi materia en profundidad, había cursado dos titulaciones superiores, contaba con años de experiencia clínica, cientos de publicaciones e incluso una docena de galardones científicos; pero nada de eso impedía que personas sin ningún tipo de cualificación, conocimientos ni experiencia manifestasen con prepotencia y con malos modales sus opiniones mal informadas sobre la investigación en general y sobre mi trabajo en particular. Un goteo constante de cartas, llamadas telefónicas y mensajes de correo electrónico se encargaba de recordarme, sin paños calientes, que yo era un impostor,
un incompetente, que obraba de mala fe, que era un ignorante, un imbécil, un corrupto y no sé cuántas cosas más. Cuando me reunía con partidarios o practicantes de terapias alternativas, solían dejarme claro que mucha gente estaba en radical desacuerdo conmigo, y más de una vez su nivel de agresividad llegó a un punto en que temí por mi seguridad.
Tengo que admitir que esto era una experiencia totalmente nueva para mí y lo viví un poco como un choque cultural. En Viena me habían tratado de Herr Professor, alguien a quien nadie osaría criticar —al menos no de forma abierta—. Pero cuando me convertí en profesor de Medicina Complementaria en la Universidad de Exeter la cosa cambió de manera radical. Ahora hasta el último pelagatos pretendía corregirme, reinterpretar mis resultados o cuestionar mi trayectoria profesional, mi actitud, mi integridad o mis capacidades intelectuales.
Al principio esta marea de críticas me resultó perversamente refrescante, me llegaba como un contraste placentero con el ambiente puritano de Viena. Y dado que yo propugnaba el pensamiento crítico, lógicamente no había razón para que yo mismo no pudiera ser objeto de crítica. De hecho, al principio hasta le veía el lado cómico: por ejemplo, era gracioso que los homeópatas me atacasen con vehemencia por no tener ninguna titulación oficial en homeopatía, cuando en el Reino Unido (y en muchos otros países) no se exige absolutamente ninguna cualificación para practicar la homeopatía.
Durante mis primeros diez años en Exeter hice todo lo que pude para evitar una confrontación abierta, no importaba cuánto me exasperasen las calumnias. Pero más tarde, cuando las críticas se transformaron en interferencias constantes, ataques públicos, amenazas y denuncias formales ante las autoridades de la Universidad, poco a poco empecé a cansarme. Las críticas, para poder ser tomadas en serio, deben tener un mínimo de coherencia lógica y de base real; si carecen de ambas cosas, no merecen denominarse críticas.

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