Círculo de lectores, 1999. 250 páginas.
Leo tarde este libro, regalo de mi amigo Luis, por culpa de las votaciones del esclavo lector, y debería haberlo hecho antes. Esta curiosa mezcla de memorias, relatos y columnas periodísticas de difícil clasificación me ha dejado muy buen sabor de boca.
Personal y bien escrito, nos permite conocer un poco más del autor, de muchas de sus amistades (a destacar Fernado Fernán Gómez) y compartir -o disentir mentalmente- sus opiniones. Les dejo extractos escogidos.
Wenceslao Fernández Flórez después de la guerra, la génesis del bosque animado:
Hasta los perros -la pareja de dálmatas, el doberman altivo, los perritos madrileños ladradores- tienen también prisa para correr al corralito diminuto -que ha puesto el Ayuntamiento en Valle de Súchil- donde tranquilizar la corriente mingitoria que han contenido durante la noche (sobre ese corralito, ahora cerrado por obras, la casa donde vivió Wenceslao Fernández Flórez: había abajo una vaquería, con vacas vivas asomando: y le decía yo que podía recordarle su Galicia). «Han ganado los míos, me han prohibido todo, ya no puedo escribir», decía el viejo monárquico que había pasado la guerra oculto en una Embajada. Pobre Wenceslao, tan inteligente, tan crítico, tan regeneracionis-ta, qué miedo había pasado en la guerra, escondido («Una isla en el mar rojo»). «Ahora escribo una obra lírica, para que me dejen…» Sería El bosque animado.
Como hipótesis no está mal, yo me reconozco en mi amor por la tecnología:
El niño seguiría aún prefiriendo el otro misterio, el de la galena tocada en los puntos sensibles por la aguja en que terminaba una espiral, de donde salían las voces, las músicas del mundo inmediato, pero lejano: más allá de la calle. El niño se hacía él mismo estos receptores de galena, siguiendo los esquemas de los periódicos, con un material de ferretería y horadando una caja de puros.
Los chavales -voz en desuso; viene del gitano- descifran ahora los miniordenadores, organizan la electrónica de sus grupos musicales. Para encontrar una decisión semejante en otras clases de edad hay que saltar por encima de varias generaciones y llegar a sus abuelos -o más- que, con algunos millones de células nerviosas muertas en el camino, son capaces de acudir con tozudez y satisfacción a los instrumentos domésticos. Los grupos intermedios son más reacios. Se les oye frecuentemente repudiar la técnica en razón de un humanismo; sobre todo si son intelectuales y aprecian en sí mismos la existencia de un hálito al que llaman talento -a veces, con razón- y al que atribuyen una condición gaseosa que podría estropearse o desaparecer si aceptasen la mediación de un instrumento.
Y con él llegó el escándalo, el mejor público del porno, los niños:
Alvaro de Retana escribió una novelita sicalíptica, o «verde», que se llamaba A Sodo-ma en tren botijo (Retana: dijeron de él que durante la guerra había celebrado orgías vestido con casullas tomadas de alguna iglesia saqueada. Le condenaron a muerte, luego le indultaron, menos mal). Llamar Sodoma a Alicante era una exageración, o mucha exageración. Esas novelitas, y otras claramente pornográficas, las vendían a la puerta de los institutos de Segunda Enseñanza, o Bachillerato, y las hojeaban los guardias que estaban para evitar disturbios entre SEU y FUE, durante la República: pero el puesto de pipas, caramelos y pornografía era legal para los niños. Todavía me escandalizo del escándalo cuando leo una catástrofe en provincias porque una empresa mandaba publicidad de vídeos y novelas pornográficas a los niños. ¿A quién se le va a mandar, si no? La idea de las libertades, entonces, era distinta. Probablemente equivocada: para los niños, no.
Recordando compañeros con ternura:
Pobre Demetrio, pobre amigo mío. «Asesino en su juventud», decía su informe: y era que un cochero le había golpeado con el látigo; al tirar de ese látigo, el cochero cayó al suelo y se mató. Juventud un poco enloquecida: a su primera esposa, una gitanilla casi infantil, la secuestró del Retiro, donde actuaba, la llevó al cura preparado y les casó; aún estaban en esa luna de miel escapando de gitanos, como en un drama de Lorca, cuando la esposa niña murió.
Pobre Demetrio… No le dejaban casi comer: compraba a veces queso y me lo daba a mí, en aquella redacción de la calle de la Madera: y espiaba cómo el niño rojo y hambriento lo saboreaba. O hacían en su casa empanadillas para mí. Pobre, pobre amigo. La última vez que le vi, en su ático modestísimo de la calle de Campomanes del que ya no salía, apenas podía hablar de la congestión; y tenía mucho miedo a morir, porque había amado tremendamente los placeres de la vida. Vine de París, le vi aterrado y perdido, me marché, y se acabó Demetrio para siempre. Menos mal que le habían sacado los demonios del cuerpo y no se lo podrían llevar.
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