RBA, 2013. 354 páginas.
Tit. Or. Everything and more. Trad. Joan Vilaltella Castanyer.
David Foster Wallace, genial y malogrado escritor de ficción se embarca en este libro a una historia del concepto del infinito desde los griegos hasta Cantor. Aparece en las paradojas de Zenon, es base del cálculo vía los infinitesimales y reaparece con la revolución del rigor en forma de número con propiedades particulares aunque no exento de polémica.
Me ha sorprendido el gran conocimiento que demuestra el autor de los conceptos matemáticos, que no están para nada en un nivel divulgativo sino bastante riguroso, en ocasiones creo que alguien que no conozca el tema de antemano es fácil que pueda perderse. Hay fórmulas y demostraciones, algunas a nivel de libro de texto.
El estilo es también curioso, alejado de los tópicos al uso, aunque sin llegar del todo a la retranca experimental que Foster Wallace usaba en sus escritor.
Muy recomendable (y durillo).
To apeiron también hacía referencia al caos ilimitado y sin naturaleza propia del que surgió la creación. Anaximandro (610-545 a. C), el primero de los presocráticos que usó el término en su metafísica, lo define esencialmente como «el sustrato ilimitado del que provino el mundo» (Edwards, v. 3, p. 190) . Y aquí «ilimitado» significa no solo sin fin e inagotable, sino informe, desprovisto de cualquier frontera, distinción o cualidad específica. Algo así como el vacío, pero de lo que está desprovisto inicialmente es de forma.2 Y esto, para los griegos, no es nada bueno. Aquí está una cita definitiva de Aristóteles, esa fuente de citas definitivas: «La esencia del infinito es la privación, no la perfección sino la ausencia de límite» (Física, III, 7, 208a). La cuestión es que al abstraer todas las limitaciones para obtener el °°, también se elimina lo más importante: sin límite implica sin forma, y eso significa el caos, la fealdad, un lío. Téngase, pues, presente el hecho ático cuatro: el ubicuo y esencial esteticismo del intelecto griego. El desorden y la fealdad eran el malum in se definitivo, la señal segura de que algo iba mal con un concepto, del mismo modo en que la desproporción y el desorden eran inaceptables en el arte griego.3
Pitágoras de Samos (570-500 a. C.) es crucial en todos los sentidos para la historia del <*>. (En realidad, es más exacto decir «la Divina Hermandad de Pitágoras» o por lo menos «los pitagóricos», porque en relación con el °° no es tan importante el hombre como la secta.) Fue la metafísica pitagórica la que combinó explícitamente el to apeiron de Anaxi-mandro con el principio de límite (peras en griego) que otorga estructura y orden —la posibilidad de forma— al vacío primigenio. La Divina Hermandad de Pitágoras (D. H. P.), que, como es bien sabido, fundó una religión entera del número, postuló este límite como matemático, geométrico. Es la acción del peras sobre to apeiron la que da lugar a las dimensiones geométricas del mundo concreto: to apeiron limitado una vez da lugar al punto geométrico, limitado dos veces da lugar a la recta, tres veces da lugar al plano, y así sucesivamente. Por extraño o primitivo que esto pueda parecer, era extremadamente importante, y también lo eran los pitagóricos. Su cosmología basada en el peras implicaba que la génesis de los números era la génesis del mundo. Sí, la excentricidad de la D. H. P. es legendaria, igual que sus reglas estacionales para el sexo o el odio patológico de Pitágoras hacia las legumbres. Pero fueron las primeras personas que consideraron, y adoraron, los números como abstracciones. El puesto central del número 10 en su religión, por ejemplo, no estaba relacionado con los dedos, sino con el estatus del número 10 como la suma perfecta de 1 + 2 + 3+4.
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