Lengua de trapo, 2006. 128 páginas.
Segunda parte (relativa) de aquel libro infierno y como indica su nombre se dedica a purgar su vida haciendo un repaso sobre los siete pecados capitales que ha podido cometer. Si en el infierno tenÃa al diablo como interlocutor en esta ocasión es su sombra la que le va señalando sus errores y el autor-protagonista va justificándose y reflexionando acerca de los diferentes temas que van surgiendo.
Una especie de terapia en clave de ficción que interesa aunque no sea del todo cierta, y que provoca, por mÃmesis, pensamientos similares en el lector, o al menos asà ha sido en mi caso, con un proceso de purga paralelo.
No me ha gustado tanto como el primero pero tiene su aquel. La pena es que no podré leer el tercero, que cierra la trilogÃa, El árbol del paraÃso, porque no está en ninguna parte.
Bueno.
Como el escritor que se afana por destacar, por ser «alguien», por desmarcarse de la grey (egregio, que deberÃa ser sinónimo de marginado o antisocial, se ha convertido en un elogio). En nuestra sociedad competitiva se habla despectivamente del rebaño y de la manada, emblemas de la solidaridad (piensa en los búfalos que forman un cÃrculo para defenderse de los depredadores, en los lobos que cazan en equipo…). Y la mayorÃa de los escritores (por no decir todos) se dejan arrastrar pasivamente, perezosamente, por esa soberbia individualista, por ese soberbio individualismo que tan útil les resulta a los opresores. No quieren escribir bien, sino mejor que sus colegas o, cuando menos, de forma distinta. Más que la eficacia, la precisión, la claridad, buscan la «originalidad» y la «elegancia». El «estilo», en una palabra, en el mal sentido de la palabra. No el verdadero estilo, que consiste en burlar las acomodaticias expectativas del lector, sino ese supuesto estilo personal que te hace reconocible y «distinguido», es decir, distinto… No es casual que esa cumbre de la narrativa universal que es el Quijote sea una obra estilÃsticamente «descuidada»: Cervantes tenÃa demasiadas cosas que decir como para distraerse escuchando su propia voz. Todo lo contrario que esos escritorzuelos que dedican un dÃa entero a pulir una página, buscando en la supuesta «perfección formal» un remedio para la mediocridad, un envoltorio atractivo para sus bagatelas… Más que luminosos, la mayorÃa de los escritores quieren ser brillantes; más que profundos, llamativos. Más que comprendidos y amados, quieren ser conocidos y admirados. Dicen que quieren cambiar el mundo, y lo que quieren es cambiar de estatus.
—No es mi caso.
—Claro que es tu caso. Podemos discutir, en todo caso (valga la redundancia), en qué medida lo es. De hecho, estás aquà para averiguarlo.
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