Típico libro de saldo con la biografía de Byron. Como he comentado otras veces, estos libros suelen ser una birria, pero no es el caso. No es que tenga profundidad ni excesiva calidad literaria, pero hay un poco de todo y, sobre todo, muchas reproducciones de cuadros de la épica y grabados. Supongo que la colección se quería vender por los ojos, lo que es una ventaja, porque al contrario que cierto tipo de prosa los cuadros no caducan.
Hay un conato de biografía, algunas anécdotas (no podía faltar el viaje a España y la visita a las corridas de toros), el contexto artístico (aquí entran los cuadros), sus obras, una antología de páginas escogidas, análisis de los personajes, más cuadros (esta vez ilustraciones de sus obras), y un apartado de críticas e influencias de la que dejo testimonio en la parte que nos toca.
No esperaba nada de él y al final me ha resultado simpático.
Calificación: Bastante decente.
Extractos:
Anécdota:
Cómo curar un complejo de inferioridad
Durante su juventud, Byron solía dedicarle gran atención a su aspecto físico. Más adelante, con el transcurso de los años, se hizo más abandonado; pero en la época en que empezaba a ser conocido, cuando aún no estaba seguro de sí, la perfección de sus facciones (de las que se enorgullecía hasta lindar en el narcisismo) representaba para él una compensación de la enfermedad que le dificultaba el andar. Antes de acudir a una recepción estudiaba largo tiempo ante el espejo la expresión que mejor podía realzar sus rasgos. Su pose favorita, en los años mozos, era adoptar un aire de «inefable desdén», que, en términos menos elegantes, podríamos definir como «algo maloliente en la nariz». Tal arrogancia enmascaraba en realidad una patética falta de seguridad en
sí mismo; pero la gente no podía saberlo, y muchos lo reputaban de odioso. El aire altanero se acentuaba por el hecho de que para ocultar su caminar defectuoso solía permanecer inmóvil, como petrificado, incluso en las más movidas reuniones, examinando a los invitados de arriba abajo. Frecuentemente masticaba tabaco; no porque encontrase en ello placer alguno, sino porque de esa forma perdía el apetito cuando se imponía una dieta severa para conservar la esbeltez. Su régimen consistía en galletas secas y agua de Seltz. A veces observaba esta dieta para causar impresión a la gente, como en el suntuoso almuerzo que le ofreció su amigo Samuel Ro-
gers, en Londres, para presentarle a su futuro biógrafo Tilomas Moore. Byron, sentado, en medio de la mayor atención de los presentes, rechazó todos los platos: la menestra, el pescado, el asado y ©I vino, y pidió en cambio sus galletas secas con su agua de Seltz. Comprobado que no tenían esto, dijo que se daría ipor satisfecho con patatas condimentadas con aceite. Los comensales le observaban maravillados. El hechizo se rompió cuando se supo que Byron, después de abandonar la casa de su anfitrión, se dirigió directamente a su club de St. James Street, donde se resarció con un almuerzo a base de carnes y toda clase de guarniciones y bebidas.
Canto a su hija Ada, la primera programadora:
No ya Harold, sino Byron en persona, llora afligido por aquella niña, su hija, que crece lejos de él, como una extraña.
CANTO III (115-118)
¡Oh, hija mía! Este canto inicióse con tu nombre, y también con tu nombre, estimada Ada, quiero cerrarlo. No puedo verte ni oirte, pero nunca hubo padre que se identificase tanto como yo con su hija. Tú eres la amiga que consolará mi sombra cuando hayan pasado los años: nunca verás mi rostro; pero mi voz resonará en tus sueños futuros, llegando hasta tu corazón, cuando el mío haya sido invadido por el frío de la muerte. Entonces oirás todavía esta voz paternal que escapará de mi fosa para hablarte de su amor. Desarrollar tu joven inteligencia, estar al acecho para recoger tu primera sonrisa, seguir el progreso de tu infancia, ver cómo comprendías, poco a poco, los objetos que te maravillan aún, mecerte ligeramente sobre mis rodillas, imprimir en tus labios el beso de un padre, ¡sin duda todas estas dulzuras no fueron creadas para mí!… ¡Infeliz! Mi corazón se hubiera extasiado con ellas… Rodeado por las desgracias que le afligen, resiente una emoción vaga e indefinible, pero que creo reconocer como expansión de esta necesidad.
¡Aunque el odio te hubiera sido prescrito como deber, sé que me amas! En vano se te prohibirá pronunciar mi nombre como si fuese una de esas siniestras palabras, presagio de desgracia y vergüenza; sé que me amarás aun después de
que la muerte nos haya separado; en vano se empeñarán en exprimir de tus venas toda la sangre transmitida por tu padre; esa sangre te será más preciada que la misma vida, y no podrás cesar de quererme.
Eres hija del amor, aunque nacida en días de amargura y crecida en los trances del dolor; tales fueron los elementos del corazón de tu padre, y tales son los tuyos; pero el fuego que conserva la vida se templará, y entonces la esperanza alegrará tus días. ¡Paz a la cuna en donde reposa tu infancia! Desde las llanuras del mar y las cumbres de las montañas que son mi asilo, quisiera enviarte todas las bendiciones que pudieras haber atraído hacia tu padre, si le hubiese sido imposible no apartarse nunca de tu lado.
Repercusión en España, con palabras del otrora famoso López Ibor (hace poco escuché una entrevista con su hijo):
Eco de Byron en España
En conjunto, en España, la personalidad y la obra de Byron fueron magistralmente sintetizadas p o r Menéndez Pelayo: «Byron realizó su aparición triunfante a raíz de los éxitos de Walter Scott, y a guisa de luminoso y terrible meteoro, había deslumhrado a sus atónitos contemporáneos, dejando en pos de sí tal rumor de gloria y escándalo, tal fama de calavera, de dandy, de héroe, de carbonario, de pecador público, de personaje satánico, endemoniado y sublime, que es hoy empeño nada fácil reducir a sus justas y humanas proporciones a este grandísimo poeta, cuya leyenda, elaborada en gran parte por él mismo, ha llegado hasta nosotros entre apoteosis y exageraciones igualmente fantásticas y absurdas». Por su parte, Unamuno, buen conocedor del Caín byroniano resume en pocas palabras su significación por boca de Joaquín, el protagonista de Abel Sánchez: «Fue un terrible efecto el que aquel libro me hizo. Sentí la necesidad de desahogarme, y tomé unas notas que aún conservo… ¡Con qué razón culpaba Caín a sus padres el que no hubieran cogido de los frutos del árbol de la ciencia en vez de coger de los del árbol de la vida. A mí, por lo menos, la ciencia no ha hecho más que exa-
cerbarme la herida. Hasta que leí y releí el Caín byroniano, yo, que tantos hombres había visto agonizar y morir, no pensé en la muerte, no la descubrí. Y entonces pensé si al morir me moriría con mi odio, si se moriría conmigo o me sobreviviría; pensé si el odio sobrevive a los odiadores, si es algo sustancial y que se transmite; si es el alma, la esencia misma del alma». Martín Alonso, a su vez, explica que lord Byron, tanto en su vida como en su obra, se nos muestra en todo momento como un auténtico «aventurero, apasionado, ardiente y de formas poco cuidadas». Portugal, España, Italia, Grecia y Turquía le tuvieron como atento viajero. Su quehacer, en con junto, como ya se habrá percatado el lector, refleja a menudo su propia existencia. Tanto en Childe Harold como en Lara, en El Corsario, en Caín o en Don Juan, «el poeta se identifica con sus héroes fuertemente individualizados, a veces antisociales y a veces también disolutos y descreídos». C I á si c o por sus procedimientos poéticos, Byron vive a su manera un romanticismo «excéntrico, luminoso y terrible. Mezcla en sus versos la ironía corrosiva del XVIII y un apasionado sentimentalismo romántico». Merece ser traído a estas páginas el juicio de López Ibor, desde el punto de vista psiquiátrico: «El neurótico se siente aislado, sin comunicación cordial, en el mismo plano de tú a tú, con los demás. La neurosis es una tentativa fallida de remendar un desgarro. La psicología adleria-na habla de que la neurosis es un arrangement, un arreglo, que hace el hombre con su complejo. Pero existen otras actitudes ante el complejo de inferioridad que no son neuróticas. Byron, transfigurando su alma dolorida en cataratas líricas, expresivas del dolor del mundo, superaba el complejo de su cojera por una vía no neurótica». Eugenio d’Ors habla del esfuerzo realizado con el lenguaje. Dicho esfuerzo estético—dice—coincide, cosa curiosa, con el romanticismo. Pero «mientras los románticos alemanes andaban, en la obra como en el atuendo, hechos unos lázaros; mientras los Teófilos Gautier de vario pelaje y procedencia enar-bolaban los chalecos rojos del más dudoso gusto, a lord Byron, el hacer de Satán no le impedía ser un dandy, y el romper con las leyes de la moral no le obligaba a romper las leyes de la prosodia. Es muy curioso el ver en las conversaciones de Goethe con Eckermann, el gran aprecio en que, por sus cualidades técnicas y de oficio, tiene el genio de Weimar por el gallito del Trini
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