Azorín. La ruta de Don Quijote.

mayo 20, 2022

Azorín, La ruta de Don Quijote
Cátedra, 1985, 2005. 168 páginas.

Vuelvo a la carga con Azorín, autor sobre el que tengo sentimientos encontrados. A veces me carga su lirismo exagerado pero otras me conmueven sus retratos sutiles y llenos de humanidad. Este libro se publicó por entregas en El imparcial, siendo un encargo de recorrer, en el centenario del Quijote, la ruta que siguió el famoso Hidalgo.

Más que en los paisajes el escritor se centra en los tipos humanos que se va encontrando. En algunos casos no parece que hayan pasado 300 años; las fondas son tan incómodas como entonces y los pueblos viven de lo mismo. En otros la figura de Don Quijote (y la de Sancho) actúan como reclamo publicitario. ¿Alguien se animaría, más de cien años después, a repetir el recorrido?

Quizás por ser artículos pensados para la prensa la prosa de Azorín es bastante fresca y precisa, alejada de florituras verbales. Los personajes que aparecen parecen herederos de los del Quijote, y en general ha sido un placer recorrer esta ruta de la mano del autor.

Muy bueno.

La casa es vetusta; tiene un escudo; tiene de piedra las jambas y el dintel de la puerta; tiene rejas pequeñas; tiene un zaguán hondo, empedrado con menuditos cantos. Y cuando se pasa por la puerta del fondo se entra en un patio, a cuyo alrededor corre una galería, sostenida por dóricas columnas. El comedor se abre a la mano diestra. He subido sus escalones; he entrado en una estancia oscura.
—¿Quién es? —ha preguntado una voz desde el fondo de las tinieblas.
—Yo soy —he dicho con voz recia.
Y después, inmediatamente:
—Un viajero.
He oído en el silencio un reloj que marchaba: «tic—tac; tictac»; luego se ha hecho un ligero ruido como de ropas removidas, y al fin una voz ha gritado:
—¡Sacramento! ¡Tránsito! ¡María Jesús!
Y luego ha añadido:
—Siéntese usted.
¿Dónde iba yo a sentarme? ¿Quién me hablaba? ¿En qué encantada mansión me hallaba yo?
He preguntado tímidamente:
—¿No hay luz?
La voz misteriosa ha contestado:
—No; ahora la echan muy tarde.
Pero una moza ha venido con una vela en la mano. ¿Es Sacramento? ¿Es Tránsito? ¿Es María Jesús? Yo he visto que los resplandores de la luz —como en una figura de Rembrandt— iluminaban vivamente una carita ovalada, con una barbilla suave, fina, con unos ojos rasgados y unos labios menudos.
—Este señor —dice una anciana sentada en un ángulo— quiere una habitación; llévale a la de dentro.
La de dentro está bien adentro; atravesamos el patizuelo; penetramos por una puertecilla enigmática; torcemos a la derecha; torcemos a la izquierda; recorremos un pasillito angosto; subimos por unos escalones; bajamos por otros. Y al fin ponemos nuestras plantas en una estancia pequeñita, con una cama. Y después en otro cuartito angosto, con el techo que puede tocarse con las manos, con una puerta vidriera, colocada en un muro de un metro de espesor y una ventana diminuta abierta en otro paredón del mismo ancho.
—Este es el cuarto —dice una moza poniendo la palmatoria sobre la mesa.
Y yo le digo:
—¿Se llama usted Sacramento?
Ella se ruboriza un poco.
—No —contesta—, yo soy Tránsito.
Yo debía haber añadido:
—¡Qué bonita es usted, Tránsito!
Pero no lo he dicho, sino que he abierto el Quijote y me he puesto a leer en sus páginas «En esto —leía yo a la luz de la vela— descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo…». La luz se ha ido acabando; llamo a gritos. Tránsito viene con una nueva vela, y dice:
—Señor: cuando usted quiera, a cenar.
Cuando he cenado he salido un rato por las calles; una luna suave bañaba las fachadas blancas y ponía sombras dentelleadas de los aleros en medio del arroyo; destacaban confusos, misteriosos, los anchos balcones viejos, los escudos, las rejas coronadas de ramajes y filigranas, las recias puertas con clavos y llamadores formidables. Hay un placer íntimo, profundo, en ir recorriendo un pueblo desconocido entre las sombras; las puertas, los balcones, los esquinazos, los ábsides de las iglesias, las torres, las ventanas iluminadas, los ruidos de los pasos lejanos, los ladridos plañideros de los perros, las lamparillas de los retablos… todo nos va sugestionando poco a poco, enervándonos, desatando nuestra fantasía, haciéndonos correr por las regiones del ensueño…

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