Antonio Di Benedetto. Cuentos completos.

noviembre 23, 2023

Antonio Di Benedetto, Cuentos completos
Adriana Hidalgo, 2007. 706 páginas.

Excelente edición que recopila no solo todos los libros de cuentos del autor (Mundo animal, Cuentos claros, Declinación y ángel, El cariño de los tontos, Absurdos y Cuentos del exilio) sino que también incorpora otros cuentos aparecidos en antologías y revistas y cuatro cuentos inéditos.

Llegué hace tiempo a Di Benedetto de la mano de Bolaño, cuyo cuento Sensini está inspirado directamente en él. Y me quedé con la boca abierta con cuentos como Nido en los huesos que al releerlo todavía me ha estremecido. Libros como éste hay que leerlos de a poco, para no empacharse y disfrutar de algunas de sus joyas (dejo muestras).

Me han gustado más sus primeros cuentos que los últimos, aunque en estos el oficio sea mayor. Y la influencia de Kafka que se me hizo empalagosa en Piñera, aquí está mejor llevada. Tenemos clásicos como Aballay, sobre un gaucho que no baja del caballo como aquellos estilitas, epopeyas surrealistas como Onagros y hombre con renos o miserias cotidianas como Enroscado.

Un cuentista excepcional y muy poco conocido -injustamente. Si lo leen no se arrepentirán.

Muy bueno.


AMIGO ENEMIGO
Eran de mi padre y quedaron para mí. Quizás nunca los tocaré. Son dos cajones de libros de química antigua que alternan con cabalísticos, astrológicos y quirománticos. Con los de química no quería hacer nada bueno: falsificar vinos y licores. Creo que lo hizo, porque son más efectivos que cualquiera de los otros, el adivinador de la lotería, por ejemplo. Han venido conmigo a todas las pensiones porque no me atrevo a venderlos ni a tirarlos. Tienen algo de mi padre o él tenía algo de ellos, y yo nada tengo de él, excepto esto.
Excepto esto y la mudez. No era mudo él, no. Pero fue por él. Yo tenía diecinueve años y estaba enamorado. Entré en el baño y ahí estaba mi padre, en la bañera, bajo la lluvia, sí; pero colgado del caño de la flor.

El pericote, que de tan joven podía confundirse con un ratón, entró de día, en la siesta, quizás en fuga de alguna persecución infantil. Los chicos se bañan ahí al fondo, en el canal, bajo el sauce. Pasan las horas desnudos, alborotando. Hacen puntería sobre alguna lata o sobre algún animalejo. Escarban las cuevas. De vez en cuándo muere alguno, alguno de los chicos, se entiende, que muere ahogado.
El pericote se iría, sí, apenas digerido el miedo al amparo de los cajones surtidos de cábalas de mi padre. Mi padre habría dicho: «Pobreza; anuncia la pobreza». Yo, de pensarlo, tendría que haber preguntado: «¿Aún más?».
Proseguí convocando el sueño, que, despreocupado de mí, hacía las cosas a medias: no me tomaba del todo.

Por esa imposibilidad de participar en la conversación, uno, claro, se exime de atender y nadie se molesta por ello. Rovira, un periodista que acostumbra contar cosas y que me contó esta historia, decía algo para todos. Yo percibí distintamente sólo la palabra «Hamelín» (o «Hameln», no memoro bien) y las demás no, como si se mira la tela y se descuida el marco. Pero no hice nada con ella, porque no la había buscado ni me interesó nada más que por el sonido.
Después, sólo después, yendo a la habitación, en unos instantes se me presentó todo lo que pude recordar entonen, que es todo lo que sobre eso puedo recordar. «El tesoro de la juventud» y «El flautista de Hamelín». Un viejito de melena larga y blanca que toca un cornetín y multitud de ratas que pasan junto a él y se arrojan a un río. Con el dibujo una poesía —⁠«del escritor inglés…»⁠— que habla de flauta, no de cornetín, y dice que las ratas siguieron, como encantadas, al flautista, y seguían y seguían y cayeron todas al agua y el pueblo se libró de la plaga. Pero había más tarde una venganza y no sé de quién, si de las ratas sobre el flautista o del flautista sobre la gente del pueblo, porque no le pagaron.
Quizás, me dije, el pericote esté todavía en mi pieza. Quizás venga su compañera o alguna otra que le guste y hagan cría. Quizás de este modo desde mi pieza podría lanzar sobre toda la pensión, sobre toda la ciudad, una plaga de pericotes. Pero yo no quería hacerle mal a nadie. Pensaba nomás.

Esa noche el pericote estaba allí, dentro de un cajón. Tarde, en mi desvelo, meditando otras cosas de la infancia, lo escuchaba roer su alimento nuevo: los libros de mi padre.
Le di un puntapié al cajón, pero después siguió. Seguí yo también, escuchándolo.
Esos libros me resisten, mas quiero conservarlos. No quería que el pericote se los comiera. Le llevé pan, miga. La introduje por las rendijas y esa noche no escuché sus dientes moliendo papel. Siempre le llevé migas, pero no todas las noches se conformó con las migas. No obstante, algo hacía yo por la salvación de los libros.
Tomaba las sobras de la mesa del comedor. No me gusta lo bastante nada más que la corteza del pan. Dejo la blanca y pesada pulpa. Más aún desde que una señora atemorizaba a su niño —⁠delante de mí, la malvada⁠— diciéndole que no comiera miga, que engorda, que la miga es el alimento de los tontos y de los mudos.
Siempre he prescindido de la miga, pero antes nunca cargaba con ella en mis bolsillos. La muchacha lo sabía y me preguntó por qué lo hacía ahora. Quise ser humorista y le escribí en mi cuadernillo: «Es para mi hijo». Pero no le hizo gracia. Otra noche se acordó de mi respuesta al verme recogiendo migajas sobrantes de todos los pensionistas y me preguntó cuántos años tenía ya mi hijo. No supe qué contestarle, porque deseaba seguir la broma y no se me ocurría nada ingenioso. Pero ella estaba festiva y sin esperar respuesta a la primera pregunta me hizo una segunda: «¿Cómo se llama su hijo?». Ahí, con su café, hablaba Rovira. Contaba de las guerras o de alguna guerra. Yo anoté en mi cuadernillo, para la muchacha: «Guerra».
—¡Je! Se llama Guerra. Un nene que se llama Guerra.
Entonces me fue fácil, también por el éxito, la respuesta a la primera pregunta: «Tiene los años de la humanidad y todavía más». Pero ella ya no me entendió.

Yo escribía algo, una carta, y crujió la tapa del cajón puesto arriba. Era la tapa del cajón de arriba presionada desde adentro y astillándose segundo a segundo.
No podía ser alguna fórmula de mi padre, debía de ser el pericote, que yo tenía olvidado, olvidado ya por tres días, con la emoción de haber recibido esa carta de mi hermana, al cabo de tantos años. No estaba solo, no.
No estaba solo en el mundo, no; pero en ese momento, en la pieza, tan tarde, sí, y sin voz, que me hizo tanta falta cuando asomó y sacó la cabeza gorda de bestia cebada, cuando puso afuera —⁠engendro asqueroso⁠— medio cuerpo desmesurado y dos patitas todavía minúsculas. Era un monstruo repelente y fiero que me miraba como en reclamación, como anunciando castigo, venganza, y allí voy por ti mientras te revuelves en la impotencia de tu propio espanto.
No podía salir aún porque la panza le resultaba, seguramente, demasiado voluminosa, y un escaso lapso de tregua a mi pavor, vergonzoso pero justificado, me sirvió para escapar de la silla y subirme a la cama.
Forcejeó más y se arrojó, se arrojó hacia mí; cayó como un derrame de leche condensada, de puro gordo y graso, de pura miga y papel. Y grande, deforme, pelando dientes, avanzaba, avanzaba, arrastrado, gomoso, hasta que sentí en mi mano la lapicera y se la lancé como un puñal. Se le clavó en el lomo y vi la sangre brotar en un chorro mugriento, curvo, decadente pero continuo en su manar.
Desfallecí. Caí en mi lechó, boca arriba, abandonado, vencido. El miedo y el asco me forzaban a la lasitud fatal y me forzaron, ¡oh, maravilla!, me forzaron un aliento de voz que yo no sabía qué era y creí sería, deseé que fuese, Una flauta. Y mi arroyito de voz era el terror afinándose en música al paso por una flauta.

Ha quedado el rastro de sangre hasta el canal. Yo no pude verlo, nunca podría verlo. Y sin embargo lo veo. Lo veo desplazándose como una bola lustrosamente inmunda con un lapicero hundido en un hoyo de tinta roja.


En la mañana parte temprano. Esquiva a la mujer.
Al regresar, le prescribe con severidad: «Para Segura, no estoy».
De ese modo lo elude, hasta que Segura lo atrapa y entonces arguye:
—Tuve que andar saliendo. Cosas.
Segura desconfía y le concede una tregua, pero no resiste mucho tiempo la falta de papeles y quiere saber qué ha pasado con su cuentista.
—No ha pasado nada, Segura. Nada. Sólo que hay cosas que no pueden ser y eso es todo.
—¡Cómo que no pueden ser…! Usted podía. Usted puede, y no debe parar.
Don Pascual hace un ademán que pretende borrar o frenar la seguridad del periodista, y declara:
—Tarde me equivoqué, tarde lo supe. De viejo me agarraron con ganas las ilusiones de ponerme a escribir. Qué me iba a imaginar lo que cuesta ser escritor; todo lo que hay que pensar y el tormento que es inventar para que, al final, uno descubra que la imaginación se le ha puesto tan fácil que trabaja sola y empieza a soltar monstruos. Demasiado peligroso, digo yo.
Todavía don Pascual reniega un poco, y como Segura amaga salir con otro argumento, le espeta con firmeza:
—Yo-no-es-cri-bo-más-cuen-tos-de-é-sos. ¡Entiéndalo bien y quíteselo de la cabeza!
Ante la embestida, Segura, prudente, se retrae, y don Pascual se aplaca y se arrepiente. Propone un principio conciliatorio:
—Para ser escritor, ¿no es cierto?, hay que tener vocación. Y bueno, pongamos que, a mí, me faltó vocación.


RINCONES
Creo que era amor y, sin embargo, no perseveramos.
A los diez años de ese encuentro/desencucntro, me di de frente con ella al entrar a una oficina.
Hablamos. Yo me había casado, ella no, pero no insinuó que me culpara de su soltería.
Quiso defenderse de lo que ya había pasado, y dejó caer un cargo trivial:
—No te entendía, Pedro. Tu carácter tan complejo…
Dejó colgado el reproche caduco y se recompuso para confesar su propia debilidad:
—Bueno, si yo tampoco entiendo las cuestiones más simples.
Opiné que ella perseveraba en dañarse con su excesiva modestia. Lo aceptó, a su manera:
—No sé… Soy así. Siempre me encontrarás en los rincones…
Enseguida, esa mañana, nos dejamos ir.
Después, al descender de un autobús, otro autobús tronchó su cuerpo.
Lo supe por un diario de la tarde. Acudí con el pequeño cortejo de sorprendidos y dolientes que ella podía concitar.
Alguien había ejercido la piedad de Componer, aunque toscamente, su faz muy malherida. Pero nadie tuvo la compasión de cubrir el óvalo de vidrio del ataúd, para que no nos detuviéramos ante el rostro mancillado.
Ya no era ella.
Ahora me deslizo por los rincones. Los rincones que poseen las casas que construyen los hombres y los rincones que tienen los espacios abiertos: calles, plazas, alamedas. La busco.

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