Once relatos sobre el imperio más vasto que nunca existió. El relato que abre el libro apunta a que lo que se cuenta viene después de alguna catástrofe de nuestra civilización y el que lo cierra lo confirma por completo. Así que se podría decir que, de alguna manera, estamos ante una serie de relatos postapocalípticos.
Pero el núcleo de la historia se basa en los juegos de poder, como los gobernantes pasan pero el imperio permanece, relatos sobre seres humanos que transitan como pueden los devenires de su época. Porque estamos ante un libro de lo que podríamos definir como historia-ficción, narraciones sobre algo que pudo haber sido pero no fue pero que es totalmente creíble.
Me ha recordado a Juego de Tronos, que también toma elementos de la historia y los utiliza a placer, pero sin la fantasía y la épica. Hay relatos magníficos, como Acerca de ciudades que crecen descontroladamente o Retrato de una emperatriz. Hay ecos de Shakespeare. Hay belleza y ternura. Hay una gran escritora que no tiene el reconocimiento que merece.
Muy bueno.
Dijo el narrador: —Con muchos nombres la llamaron y muchos orígenes le pretendieron y todo era mentira. Los nombres, porque no fueron más que invenciones de hombrecitos oscuros, ambiciosos y rastreros, que lo único que querían era ascender un escalón más en una miserable repartición oficial o conseguir un lugar entre los adulones de palacio o un poco de dinero extra para satisfacer alguna pequeña vanidad. Los orígenes, porque también fueron trabajosos artificios maquinados para incluir algún personaje influyente en la genealogía de un héroe que la habría fundado en un rapto de locura divina. Faro del Desierto la llamaron, y también Joya del Norte. Estrella, Madre, Guía, Cuna, todas esas palabras que, como verán ustedes, están estrechamente relacionadas, se le aplicaron en designaciones vanidosas y huecas. Que el hermano menor de Ylleädil el Grande, hambriento y aterido, perseguido por los que habían destronado al Emperador Guerrero, había llegado hasta el pie de los montes y había desenvainado la espada imperial para quitarse la vida, pero que en vez de hundir la hoja en su corazón la había clavado en la tierra y había dicho: «Aquí se levantará la nueva capital del nuevo Imperio», eso se dijo. Y también que una virgen desvalida había llegado hasta allí, allí mismo, donde todavía se alza la Fuente de los Cinco Ríos, y había cavado con las manos un pozo en la tierra mojada por las lluvias y se había enterrado viva en el barro mezclado con su sangre antes que permitir que el lascivo Emperador la mancillara. No se dijo cuál era el emperador aunque hubo quienes arriesgaron algunos nombres, todos perfectamente factibles porque no faltaron, y no sólo no faltaron sino que si se los contabiliza bien sobraron, señores lascivos en el trono del Imperio. Pero se sostuvo que este emperador se arrepintió, cosa que ya es bastante menos factible, y levantó un monumento a la niña que se le había escapado de entre los gordos dedos; y que levantó también algunas viviendas para los cuidadores del monumento. Otros fruncen el ceño, tosen, alzan los ojos al cielo y explican cómo Ylleranves el Filósofo también llamado el Narices no por el apéndice que le crece a la gente común y a los emperadores también en el medio de la cara, sino por su olfato para hacer lo que no debía, había reconocido el lugar como el asiento del Jardín de la Belleza Perfecta del que hablan los libros místicos, y había querido poblarlo con una ciudad perfecta en la que viviera una nueva generación perfecta que repitiera la edad de oro del hombre. Claro que el Narices no tuvo tiempo para tanto porque era aún joven cuando por suerte lo cortaron en rebanadas los hombres de su guardia personal y elevaron al trono a Legyi el Corto que no fue peor que Ylleranves porque era difícil ser peor emperador que el Narices, pero que fue casi tan nefasto como él, aunque tuvieron la dicha, él y el Imperio, de que lo casaran con una mujer enérgica, inteligente y justa. Sí, señores, sí, la Emperatriz Ahia’Della que dio al Imperio hijos y nietos y bisnietos tan justos y sensatos como ella, cosa que fue un merecido descanso para todos.
Y esas invenciones, desgraciadamente, se asentaron en crónicas que se escribieron en libros a los que todo el mundo respetó y por lo tanto creyó, solamente porque eran gruesos, difíciles de manejar, aburridos y viejos. También figuraron en leyendas que son esos recitados en los que todo el mundo dice que no cree porque son poco serios y en los que todo el mundo cree precisamente porque son poco serios. Y se cantaron en canciones insidiosas que por fáciles se repitieron en las plazas y en los puertos y en los salones de baile. Y nada era verdad, nada: ni los orígenes novelescos ni los nombres sonoros y fantasiosos.
Yo soy el que les va a contar cómo sucedieron las cosas, porque es a los contadores de cuentos a quienes toca decir la verdad aunque la verdad no tenga el brillo de lo inventado sino la otra belleza, a la que los tontos califican de miserable o mezquina.
¿Ven la ciudad? ¿La ven ahora, tal como es? Empieza en el llano, de pronto, con las espaldas de las casas vueltas a lo que fue un desierto. No tiene puertas de honor ni almenas ni torres ni muros de ronda. Se mete uno por un hueco que es una calle, y asciende. Desde lejos es un cuadriculado irregular y lleno de colores, agujereado por puntos oscuros que son de luz en la noche. Se entretejen las calles y los edificios y los balcones y las fachadas, y los talleres se codean con las mansiones y los comercios con los ministerios y muy pocos de sus habitantes la conocen a fondo. No me arriesgaría a afirmar que es un laberinto. Diría si tuviera que describirla en pocas palabras que una colonia de insectos escapó enloquecida de una telaraña feroz y construyó algo para protegerse. Sube por la ladera, sube con una temeridad desesperada en la que no falta el orgullo. Apoya los cimientos en la piedra o en la arena, no importa dónde: la cuestión es subir hasta lo imposible. Lo consigue, como era de esperar: los montes desaparecen bajo las paredes, los balcones, las terrazas, los parques; crece una plaza oblicua cerrada por arcadas de piedra contra una cuesta abrupta; el tercer piso de una casa es el sótano de otra que se abre a la calle siguiente; la pared oeste de un ministerio linda con las rejas del patio de una escuela para niñas sordas; los basamentos de la casona de un funcionario se convierten en la buharda de un edificio abandonado, mientras una gatera coronada por una archivolta agregada doscientos años después sirve de túnel hacia un depósito de carbón, y un entrepaño hace las veces de crucero de una ventana con escudos de oro en los vidrios, y los tragaluces no miran al cielo sino a una galería con adarajas de cerámica. Una calle que serpentea hacia arriba y otra vez hacia abajo se convierte sin aviso previo en el jardín de una señora viuda; un mercado desemboca en un templo y el pregón del vendedor de objetos de cobre se mezcla con las admoniciones del preste; la sala de moribundos de un hospital abre sus ventanas al despacho de bebidas de un expresidiario; el farmacéutico tiene que atravesar la biblioteca de la Agrupación de Patrones Cargadores para ir a tomar su baño; una palmera frizzata crece en el despacho de un juez de paz y sale hacia la fachada por un boquete abierto en la mampostería. Y no hay vehículos porque nada que sea más ancho que los hombros de una persona puede circular por las calles, lo que quiere decir que los gordos y los levantadores de pesas tienen enormes problemas para salir a pasear y hasta para ir a lo del carnicero a comprar un cordero tierno para la comida del día siguiente.
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