Para el argumento pueden leer su entrada en la wikipedia: La muerte como efecto secundario
Situada en tiempo futuro y lejano, el eje central de la trama es la relación de amor y odio entre Ernesto Kollody, único hijo y cincuentón divorciado, y su padre, que lo ha ridiculizado toda su vida. Su padre ya viejo y enfermo es internado en la Casa de Recuperación, donde prolongarán su agonía; Ernesto logra sacarlo de allí para que muera en paz, atravesando peripecias caricaturescas y trágicas, que éste le contará a su examante
Ana María Shua es posiblemente una de las mejores cuentistas contemporáneas y en el terreno del relato breve una auténtica maestra. Esta novela, sin embargo, me ha dejado bastante frío. Bien el ambiente, ese futuro prácticamente como el nuestro salvo un par de detalles (en vez de futuro podría ser un presente alternativo). También los pensamientos del protagonista, carcomido por la relación con su padre. Todo asfixiante, sin futuro.
Pero la historia me ha parecido de poco recorrido. Ojo que no es mala novela pero del talento de Shua esperaba más. La única reseña que he encontrado por ahí: La muerte como efecto secundario.
Está bien.
MI padre huele a mierda. Entre los olores medicinales y antisépticos, jabonosos, de la sala de Terapia Intensiva, es posible percibir un débil rastro que se va acentuando al acercarse a su cama. Sobre el vientre agujereado, una bolsa de plástico recoge sus excrementos semilíquidos, escasos, de bordes desflecados y de color amarillento. Un tajo horrendo, carnicero, le une el vientre con el ano, ahora inútil.
La operación fue un éxito.
El cirujano estaba de buen humor y nos permitió verlo antes de que ingresara a la sala de Terapia Intensiva: papá estaba despierto, curiosamente lúcido.
-Esta vez te creíste que sonaba -me dijo con increíble alegría. Pálido, despeinado, con cara de cadáver y una voz de campanas al viento.- ¡Falta para que te libres del viejito!
La felicidad le había amainado al día siguiente, en la Sala. No hay soledad como la de Terapia Intensiva. Me dejaron pasar con mi madre. Ella se le acercó con una expresión de extraordinaria dulzura.
-Mi frutilla, mi joya, mi diamante -le dijo, esquivando tubos y cables para besarlo en la cara-. Nunca te olvides de que yo te quiero tanto, tanto.
Papá dio vuelta la cara.
-Sácamela de encima.
Casi a la fuerza conseguí apartar de la cama a mi madre, que se echó a llorar.
-¿Dónde está el hombre que yo quiero? En esa cama hay un viejo asqueroso con feo olor. No me van a engañar, yo lo conozco bien a mi marido: es un muchacho buen mozo que hace chistes.
-Mamita -le acaricié el pelo reluciente de tan blanco-. Míralo. Recién le estabas hablando. Es mi padre.
Mamá me miró severamente, como alguien a quien en un momento de grave dolor se le hace una broma estúpida.
-Tu papá. Y qué. Si un viejo asqueroso es tu papá no quiere decir que también sea mi marido.
Otra vez empezaron a desbordar lágrimas de sus ojos velados por las cataratas, formando charquitos en los diques de las arrugas.
-Alguien me robó a mi hombre. Yo lo voy a encontrar. Hoy abrí el ropero y me tranquilicé porque dejó toda la ropa: entonces piensa volver.
Ella tenía razón. ¿Por qué tenía que creer que ese viejo destrozado era su marido? ¿Acaso esa pobre vieja demente era la madre joven y linda de la que yo estaba tan orgulloso en la escuela? Locura es la lógica estúpida de la vigilia que insiste en que la identidad se sostiene a lo largo del tiempo y las desdichas. Como si yo, sin vos, fuera la misma persona.
Cuando llegó el momento de irnos entendí por qué mi hermana se había negado a entrar. Mientras le acariciaba la frente para despedirme, papá empezó a rogar que no me fuera, que lo acompañara, que no lo dejara solo otra vez. Al mismo tiempo, sin que yo me diera cuenta, enganchó uno de sus dedos artrósicos en el ojal de mi saco. Cuando quise enderezarme estaba atrapado. Agradecí la crueldad de la Sala de Terapia que me obligaba a dejarlo. Una enfermera me ayudó a desprenderme.
Mi hermana en cambio nunca pudo desprenderse de ese gancho que la tenía sujeta desde su nacimiento. Cora había venido a llenar el espacio que se ahondaba entre mis padres y su destino fue enredarse con papá en una madeja de amor y odio que terminó por absorber toda su energía vital. Nunca pudo irse de la casa, nunca pudo inventarse una historia distinta de la que habían planeado para ella, esa vida estéril que al mismo tiempo le reprochaban, refregándole su fracaso.
Papá usó todos sus recursos para ejercer control y poder sobre nosotros: nos atormentaba con la culpa, nos penalizaba con el castigo, usaba el poder de su fuerza física cuando éramos chicos y el de su dinero cuando fuimos grandes. Era capaz de aunar el dominio del torturador y el de la víctima. Nos controlaba usando la mentira, la verdad, la inteligencia y el sabio conocimiento de nuestras debilidades y deseos. También nos quería: apasionadamente. Sólo para él.
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