Alex Ross. El ruido eterno.

marzo 1, 2021

Alex Ross, El ruido eterno
Seix Barral, 2009, 2010. 800 páginas.
Tit. or. The rest is noise. Trad. Luis Gago.

Historia de la música del siglo XX, desde los primeros compositores que empezaron a apartarse del canon romántico hasta los experimentos más vanguardistas de finales de siglo. Biografías, descripciones de las obras, anécdotas, escuelas, nada escapa del ojo del autor que tiene tan buen pulso narrativo que muchos fragmentos se leen como si fueran relatos.

Por una vez estoy de acuerdo con una frase de la contraportada, se lee de forma compulsiva a pesar de la gran cantidad de páginas que tiene. Incluye una web donde se pueden escuchar algunos fragmentos de obra, pero en estos tiempos de internet no cuesta encontrar las obras descritas. Yo personalmente he incorporado a mi lista de reproducción muchísimos autores que desconocía (aunque mis oídos no están preparados para todos).

He aprendido muchísimo y he disfrutado con la lectura, creo que no se le puede pedir más a un libro. Puede que el dodecafonismo no sea de mi agrado, pero leer cómo se gestó la escuela y las broncas de sus fundadores es sin duda estimulante. Excelentes reseñas aquí: El ruido eterno y El ruido eterno

Muy recomendable.

En julio, Shostakovich se puso a trabajar en la Séptima Sinfonía, en la que tenía previsto registrar, casi de un modo estenográfico, las emociones de la batalla. A mediados de septiembre anunció en la radio de Leningrado que había concluido los dos primeros movimientos. «Un gran peligro amenaza a nuestro arte», dijo. «Defenderemos nuestra música.» Los obuses de la artillería alemana estaban aterrizando por entonces en la ciudad, marcando el comienzo de un asedio que se prolongaría novecientos días. Shostakovich tocó al piano para varios amigos compositores lo que había escrito hasta entonces y seguía tocando incluso cuando sonaban las sirenas que avisaban de los bombardeos y el fuego antiaéreo no permitía oír una sola nota. En contra de sus propios deseos, fue evacuado de la ciudad el 1 de octubre y pasó el verano en Kuibishev, la antigua Samara, en la región del Volga.
La Leningrado se estrenó en Kuibishev en marzo de 1942. Luego se abrió paso por todo el mundo, aunque su avance se vio complicado por la guerra. Como publicó The New Yorker en la sección «Talk of the Town» («Se habla en la ciudad»), la partitura se pasó a microfilm, se metió en una lata de aluminio, voló a Teherán, se llevó en coche a El Cairo, voló a Sudamérica y, finalmente, voló a Nueva York. Toscanini se impuso sobre Koussevitzky y Stokowski a la hora de hacerse con los derechos para dirigir el estreno en Occidente, que tuvo lugar el 19 de julio de 1942. La revista Time puso a Shostakovich en la portada, con sus galas de bombero, con el rótulo «En medio de las bombas que estallan en Leningrado, él oyó los acordes de la victoria». El compositor pasó a ser un símbolo propagandístico para la causa aliada, un modelo de valor.
La Leningrado asediada oyó la sinfonía el 9 de agosto de 1942, en las circunstancias más dramáticas imaginables. La partitura la transportó un avión militar en junio y una Orquesta de la Radio de Leningrado severamente diezmada empezó a estudiarla. Después de que se presentaran al primer ensayo tan sólo quince músicos, el general al mando ordenó que acudieran todos los músicos competentes desde las líneas del frente. Los instrumentistas solían abandonar los ensayos para retomar sus obligaciones, que incluían a veces tener que excavar fosas comunes para las víctimas del asedio. Tres miembros de la orquesta murieron de hambre antes de que se celebrara el estreno. Al general al frente de las tropas alemanas le llegaron noticias de la interpretación y se propuso impedirla, pero los soviéticos se le adelantaron lanzando un bombardeo sobre las posiciones enemigas: fue bautizada como Operación Borrasca. Un enorme despliegue de altavoces transmitieron entonces la Leningrado al silencio de la tierra de nadie. Nunca en la historia había entrado una composición musical en el fragor de la batalla de esta forma: la sinfonía se convirtió en un ataque táctico contra la moral alemana.


Muchos compositores del primer período vanguardista fueron testigos de cosas espantosas en su juventud. Lo que Ligeti vio con sus propios ojos resulta prácticamente inimaginable. Nació en 1923, en Transilvania, en el seno de una familia de judíos húngaros. Tres años antes de que naciera, Transilvania pasó a ser parte de Rumanía y Ligeti fue a estudiar al conservatorio de Cluj, que había tenido el nombre de Kolozsvár. En 1940, el gobierno fascista de Hungría recuperó el control de Transilvania y Cluj volvió a ser Kolozsvár. Ligeti fue movilizado a una cuadrilla de trabajos forzados en 1944, llevando en el brazo la cinta amarilla exigida por la legislación antisemita, y trasladó pesados explosivos en el frente oriental. Los nazis se hicieron con el control del país meses después, en ese mismo año, y empezaron las deportaciones a los campos de la muerte. Tras sopesar las probabilidades de morir en combate, recibir un tiro de la SS o ser enviado a los campos, Ligeti desertó de la primera línea del frente. Cayó inmediatamente en manos de las tropas soviéticas, pero una vez más consiguió escapar. Tras un largo viaje a pie hasta su casa descubrió que los rusos se habían hecho ahora con el control y que había unos extraños viviendo en casa de sus padres. Cuando terminó la guerra se enteró de la suerte que había corrido su familia: su padre había muerto en Bergen-Belsen, su hermano en Mauthausen y su tía y su tío en Auschwitz. Su madre, por algún motivo, sobrevivió.
La pesadilla no concluyó en 1945. Ligeti fue a estudiar a la Academia Franz Liszt en Budapest y vio cómo los soviéticos y sus títeres se hacían con el control de Hungría; los mismos matones que habían cometido atrocidades en nombre del fascista Partido de la Cruz Flechada se pusieron a trabajar para los comunistas de Mátyás Rákosi.
En su mayor parte, Ligeti consiguió evitar la detestable tarea de crear propaganda para el Partido. Lo que hizo, en cambio, fue enterrarse en la investigación de la música folclórica, al tanto probablemente de que Bartók había recopilado canciones en las cercanías de una localidad transilvana donde la familia Ligeti había vivido durante un tiempo. En secreto, Ligeti tenía escarceos con la escritura dodecafónica, aunque su entendimiento del método estaba extraído caprichosamente de las páginas de Doktor Faustus, que leyó en 1952. El primer movimiento de Musica ricercata, escrita de 1951 a 1953, no consiste nada más que en la nota La, la que se utiliza para afinar, dispuesta en diversas octavas, hasta que al final se introduce un Re. El segundo movimiento utiliza tres notas, el tercero cuatro, y así sucesivamente. Las doce notas circulan en el último movimiento, pero en el curso de su recorrido el compositor disfruta de una rica diversidad de material, incluida una trilce melodía folclorizante que recuperaría décadas después en su Concierto para violín, un compendio de toda su carrera. Más tarde describió algunas notas punzantes concretas del segundo movimiento como «un cuchillo en el corazón de Stalin».
En 1956, un gobierno reformista de Budapest intentó zafarse del control soviético y las tropas se movilizaron rápidamente para aplastar el levantamiento. Ligeti, incapaz de hacer frente a una nueva oleada de represión, huyó a Occidente, escondiéndose debajo de las sacas del correo en un tren postal y cruzando luego la frontera austríaca iluminado por bengalas militares. Solicitó refugio en Viena, donde formó alianzas con los principales exponentes de la vanguardia europea occidental. En sus años en Hungría había tenido a sus obras por símbolos de libertad creativa —en una noche sangrienta de 1956 se quedó pegado a una transmisión radiofónica del Gesang der Jünglinge de Stockhausen— y a partir de 1957 acudió a Darmstadt en compañía de sus héroes. Pero su íntimo conocimiento de la personalidad totalitaria le hacía recelar de cualquier ideología musical que estuviera demasiado segura de su rectitud. «No me gustan los gurús», afirmó en una ocasión en una entrevista, refiriéndose a Stockhausen. Años después concedió una cáustica entrevista en la que comparó a las facciones enfrentadas en Darmstadt con las luchas de poder dentro de los regímenes nazi y estalinista. «Allí no se liquidaba, es cierto, a ninguna persona —dijo—, pero difamación sí que había para dar y tomar.»
Ligeti se inclinó, naturalmente, hacia el extremo absurdista del espectro de la vanguardia: la música sobre música de Kagel y Schnebel, el conceptualismo de Cage. En su obra de 1960 Apparitions, los fagotistas tocan sus instrumentos sin lengüetas, los instrumentistas de metal golpean las boquillas con sus manos y a un percusionista se le pide que destroce una botella en un cajón recubierto de láminas metálicas («Asegúrese de llevar gafas protectoras», aconseja la partitura). En 1961 Ligeti interpretó una pieza conceptual cageana titulada Die Zukunft der Musik (El futuro de la música), en la que se ponía enfrente de unos oyentes desprevenidos y escribía instrucciones en una pizarra: «Crescendo», «più forte», «Silencio». El barullo resultante era la composición. Y en 1962 Ligeti dio a conocer el Poème symphonique pour 100 métronomes que, fiel a su título, tenía un centenar de metrónomos haciendo tictac en concierto. Al igual que muchas bromas de Ligeti, este oleaje tenía una resaca llena de seriedad. La hilaridad inicial de la escena —un escenario de concierto lleno de antiguallas inanimadas— da paso a una complejidad inesperada: cuando los metrónomos más rápidos se quedan sin cuerda y se paran, telarañas de ritmo emergen de la nube de tictacs. Cuando los últimos supervivientes agitan sus bracitos en el aire, parecen solitarios, tristes, casi humanos.
[…]
A comienzos de 1968, pocos meses después del estreno de Lontano, un amigo estadounidense escribió a Ligeti con la noticia de que el director de cine Stanley Kubrick había realizado una epopeya de ciencia-ficción titulada 2001: Una odisea en el espacio, en la que se oían nada menos que cuatro partituras de Ligeti: Requiem, Lux aeterna, Atmosphères y Aventures. Aunque el director no había pedido permiso, y no pagó la cantidad debida hasta que llegó a su fin una prolongada disputa legal, Ligeti expresó su admiración por el logro de Kubrick. El Requiem acompaña las diversas apariciones de un inescrutable monolito negro, que representa la invasión de una inteligencia extraterrestre superior. Cuando el astronauta encarnado por Keir Dullea emprende su viaje final al más allá, la micropolifonía de Ligeti se funde hipnóticamente con los diseños abstractos de luz y las imágenes de paisajes naturales con exposición en negativo de Kubrick. Entre otras cosas, la película encierra perfectamente el arco completo de la historia musical del siglo XX. Comienza con Also sprach Zarathustra de Strauss, la música de la majestuosidad original de la naturaleza. En la sección final, la película se subsume en el universo alternativo de Ligeti, describiendo espirales por los límites externos de expresión antes de regresar al punto de partida. Cuando los augustos acordes de Zarathustra vuelven a sonar al final, el ciclo está listo para comenzar de nuevo.

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