Alejandro Rossi. Manual del distraído.

junio 14, 2022

Alejandro Rossi, Manual del distraído
Anagrama, 1997. 210 páginas.

Hasta cinco prólogos tiene esta edición con nombres de postín como Carlos Monsiváis u Octavio Paz, aunque yo prefiero el de Juan Villoro. Como si el libro -una heterogénea colección de ensayos breves, cuentos y pensamientos- por sí mismo no supiera defenderse. Confíen, por una vez, en los lectores.

Porque la prosa y reflexiones de Alejandro Rossi son una delicia de leer. No hay línea argumental, no hay tesis global, ni siquiera hay claras referencias cruzadas, pero sí hay un ambiente de reflexión inteligente, una ternura de fondo, un pensamiento agudo, que hace que la lectura de este libro sea un placer de principio a fin.

Influido por Borges pero con una voz muy particular ha sido todo un descubrimiento. Dentro del propio libro podemos encontrar su definición:

Sospecho alguna impureza en mi admiración por Juan de Mairena. Por razones obscuras -aunque quizá triviales- me atraen los libros que reúnen cosas diversas: ensayos breves, diálogos, aforismos, reflexiones sobre un autor, confesiones inesperadas, el borrador de un poema, una broma o la explicación apasionada de una preferencia. Un libro, además, cuyo lenguaje sea cristalino y traducible, pero que a la vez admita particularidades estilísticas y referencias precisas a una determinada geografía. Un libro que postule, por consiguiente, un grupo privilegiado de lectores. Lo leen innumerables personas y, sin embargo, sólo unos cuantos comprenden las alusiones secretas, las parodias apenas disfrazadas, la burla al asno local, las causas del tedio y la desesperanza. Tal vez sea mi pereza la que promueve ese gusto por los libros sin secuencias rígidas, sin severidades escolares, esos textos que, sin remordimientos, podemos abrir en la página que nos dé la gana. Mi pereza busca esos libros, pero también entreveo la excitación del azar: esta noche lo abriré en un sitio cualquiera y encontraré el consejo exacto, el diagnóstico justo, la palabra clave, la gran idea expresada en cuatro renglones decisivos. Nunca ocurre así, pero no importa, porque la espera del milagro se refuerza con los fracasos. Estos libros constituyen un género difícil, están siempre al borde de la prosa enigmática, la profundidad espúrea, la frase excesivamente redonda, la vulgaridad apenas recubierta de sintaxis.

El autor dice esto y hoy en todos los zoológicos hay una sección de granja:

Hay niños que han visto tigres y osos polares y nunca un burro o un conejo. Es posible, entonces, que en la ciudad futura los zoológicos alberguen, para asombro de la infancia, no sólo cóndores e hipopótamos, sino también terneras, ovejas, cabras y cerdos. Descubrirán que existen, reconocerán que la vaca sigue siendo un animal imprescindible y la oratoria obligada durante estos paseos pedagógicos olvidará un poco la batalla del hombre contra la selva para insistir, en cambio, sobre el origen de la mantequilla y el jamón. Pío Baroja nos habla de la sorpresa de un niño cuando le dijeron que debajo del asfalto había tierra, la misma en la que se sembraba el trigo.

Muy bueno.

Oí que se abría la puerta de la habitación 22; por una rendija la mujer me observaba. No podía quedarme allá en el fondo; regresé lentamente. Tenía alrededor de diez segundos antes de pasar frente al 22. Rápidamente examiné las diferentes hipótesis posibles. 1) Volver a mi cuarto y encerrarme adentro. 2) Idem, con una variante, esto es, informando a la señora que había escuchado todo y que mi intención era retirarme y hacerle así un favor. 3) Preguntarle si verdaderamente tenía ganas de recibir a Attilio o si yo era el pretexto elegido por ella para eximirse de un ingrato bullfight nocturno. 4) Ignorar el coloquio telefónico y continuar mi paseo. 5) Preguntarle a la señora si eventualmente pretendía sustituirme al hombre del teléfono, para cuyos fines véase el número tres. 6) Exigir explicaciones sobre la palabra «desgraciado» con la cual se había permitido designarme. 7) … la séptima se esforzaba por formarse en mi cabeza. Pero ya había llegado frente a la rendija. Dos ojos negros, una liseuse roja sobre un camisón de seda, una cabellera corta, pero más bien rizada. Fue un instante, la rendija se cerró de golpe. El corazón me latía fuerte. Entré a mi cuarto y una vez más oí el teléfono que sonaba en el número 22. La mujer hablaba bajo, no entendía las palabras. Volví al corredor con paso de lobo y entonces logré distinguir algo: «Es imposible, Attilio, te digo que es imposible…» Luego el clic del receptor y sus pasos hacia la puerta. De un salto me precipité hacia el montón de inmundicias número dos, revolviendo en mi corazón las hipótesis 2, 3 y 5. De nuevo se abrió la rendija. Era imposible que me quedara allí parado. Me dije: soy un desgraciado. Pero ella ¿cómo logró saberlo? ¿Y si paseándome la salvara de Attilio? ¿O bien salvara a Attilio de ella? No estoy hecho para ser el árbitro de nada y mucho menos de la vida de los demás. Regresé arrastrando una funda con una pantufla. La rendija era más amplia, la cabeza rizada más hacia afuera. Me encontraba a un metro de esa cabeza. Me coloqué en posición de firme después de haberme liberado de la pantufla con una patada. Luego dije con una voz demasiado fuerte que retumbó en el corredor: «He terminado de pasear, señora. Pero usted, ¿cómo sabe que soy un desgraciado?»

«Lo somos todos», dijo ella, y volvió a cerrar la puerta de golpe. Adentro sonó de nuevo el teléfono.


Cuando las sociedades capitalistas o burguesas son, además, liberales, parecen aceptarlo todo. No se asustan de que un adolescente luzca en la solapa un retrato del Che Guevara; toleran el despliegue masivo de fotografías y pósters que reproducen los rostros de la revolución. En las tiendas es posible adquirir la boina famosa y el uniforme de campaña, para no hablar de banderines, escudos y otros objetos menores. Como siempre, se fomenta la venta y se habla de la libertad. El símbolo se ha degradado para convertirse en un adorno. Es la manera más eficaz de amansarlo porque el adorno forma parte de un fenómeno más amplio: la moda. La cual, por esencia, es efímera y transitoria y, por consiguiente, contagia de muerte al símbolo. Transformado en ornato, hereda el destino de una corbata o del dibujo de una tela. Ya visto, a otra cosa, no se estila más, estamos cansados de lo mismo, eso se usaba en los cincuenta o a finales de los sesenta, o entre el se-sentaicuatro y el sesentaisiete; los setenta -¿no te habías dado cuenta?- son diferentes. Pero, además, la moda presenta esos símbolos como asociados a una edad juvenil, insinuando así una atmósfera de juego, de fiesta, de vaga irresponsabilidad: la juventud es una etapa privilegiada, una especie de coto cerrado sin comunicación con los problemas auténticos de la vida. Seamos, entonces, indulgentes, que se diviertan con sus mascaritas. Otra vez la alusión temporal, otra vez la muerte unida al símbolo.

La integración del símbolo a la moda crea las condiciones para convertir la historia en mitología. Si yo puedo disfrazarme de Emiliano Zapata y tú de Fidel Castro -así como ayer nos vestíamos de Polichinela y Colombina-, se acentúa la irrealidad de esas figuras, les restamos concreción y las colocamos -esto es lo importante- en el mundo de nuestra fantasía. Ya no representan posiciones ideológicas, políticas, o coyunturas históricas específicas, sino que ejemplifican y sirven para expresar meros impulsos psicológicos: la gallardía, el afán de justicia, el arrojo, la fuerza, la astucia. El símbolo, reducido a maquillaje, deja de ser subversivo. El triunfo de la moda. Una vez lograda esa operación, habrá ganancias adicionales; se contará con los elementos para sugerir que, en el fondo, esos personajes excesivos y extravagantes son actores que trabajan en alguna obra extraña y lejana. Celebro otros mundos, otras civilizaciones, otras sociedades, enmascarándome de la compañera insustituible de Mao.


Ignoro cómo llegué a esa idea que ha alterado radicalmente mi vida literaria. Quizá nunca «llegué», porque las ideas no son latas de sardinas amontonadas en un depósito lejano y secreto. O huevos de Pascua ocultos entre las hierbas. Es una visión platónica que nos convierte a todos en exploradores o peregrinos. Las imágenes que segrega me repugnan: para «dar» con buenas ideas hay que conocer la dirección exacta, preguntar por Fulana de Tal, susurrar el nombre del intermediario, jurar discreción y jamás averiguar el origen último de la mercancía. Me gustaría pensar que la fui construyendo poco a poco, a la manera de una hormiga virtuosa. Pero las hormigas no son virtuosas, sólo son pedagógicas y egoístas. Cada vez que puedo yo las aplasto sin misericordia.

No hay comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.