Alberto Moravia. Los indiferentes.

mayo 17, 2010

Editorial DeBols!llo, 2005. 316 páginas.
Tit. Or. Gli indifferenti. Trad. R. Coll Robert.

Alberto Moravia, Los indiferentes
Apatía

Tras leer mucho y bueno sobre Alberto Moravia me dije que ya era hora de ponerme manos a la obra. Sobretodo habiendo, como hay, producción suya de saldo. Este libro, nuevecito y envuelto en celofán, creo que me costó dos euros.

El argumento, tal como lo explica la contraportada, parece un culebrón:

La madre, Mariagrazia, se aferra a su aburrido y poco escrupuloso amante, Leo, quien codicia sexualmente a la hija de Mariagrazia, Carla, aunque los celos de la madre se concentran en su amiga Lisa, quien a su vez persigue al hijo de Mariagrazia, Michele, verdadero protagonista de esta compleja trama de deseos, cuyas reacciones arrastrarán el drama hasta su desenlace.

¿Como se combina con la frase que va antes que la considera la primera novela existencialista? Porque todos estos amoríos no son sino el trasfondo que utiliza Moravia para exponer la apatía de los protagonistas. Carla y Michele cederán a las pretensiones de quienes los desean pero por desidia, por aburrimiento, porque algo cambie en sus vidas. Pese a tener la ruina económica encima de sus cabezas. El siguiente extracto ilustra muy bien sus sentimientos:

—Esto es lo que quisiera saber —repitió—: si es posible seguir así cada día, con este aburrimiento; no cambiar nunca, no dejar nunca estas miserias, y regodearnos con todas estas estupideces que nos pasan por la cabeza; discutir y pelear siempre por las mismas razones; no elevarnos nunca del suelo, ni siquiera así —alzó la palma de la mano sobre la mesa. Sus ojos airados se llenaron de lágrimas. Temblaba—. Ahora —añadió irguiéndose—, quisiera que me dijeses si todo esto es agradable… Tú no te das cuenta, pero deberías mirarte en un espejo mientras estás hablando, mientras discutes. Entonces te avergonzarías de ti misma y comprenderías hasta dónde pueden hacernos llegar este hastío y este cansancio, y cómo se puede llegar a desear una nueva vida completamente distinta de esta… —Se detuvo con la cara encendida y llorosa. Sin saber lo que hacía, se sirvió del plato que la doncella le ofrecía.

Mientras los jóvenes languidecen, los adultos demuestran pasiones, pero no muy positivas. La madre es una celosa histérica y malpensada que siempre está montando escenas, ciega al drama que se desarrolla a su alrededor. Leo es un comerciante sin escrúpulos que no duda en estafar a quien fue su amante, a la vez que seduce a su hija. La pobre Lisa, la persona más normal del cuadro, sólo busca desesperadamente amor cuando los años se le vienen encima.

Moravia tenía 22 años cuando se publicó esta novela. Sorprende el dominio de la prosa, el ojo clínico para diseccionar a la alta burguesía, de una manera cruda y sin juicios morales. Los personajes se retratan ellos mismos por sus actos. También su modernidad, porque se adelantó al existencialismo y por el hincapié que hace en la psicología de los actos más que en los enredos de la trama. Aunque me ha parecido ver algún eco de Pirandello ya se ve que el autor tiene voz y estilo propios.

Muy bueno.


Extracto:[-]

—Entonces, ¿sabe lo que le digo? —respondió Leo con calma—. Que la venda a cualquiera, y verá no solo que se queda sin las treinta mil liras, sino que además no podrá pagarme lo que me debe. Con la crisis que hay, es un mal momento. Nadie compra. Todos quieren vender. Basta mirar la página de anuncios de cualquier periódico. Además, como la villa está situada fuera de la ciudad, es difícil encontrar a alguien a quien le interese venir a vivir aquí… Pero haga lo que le plazca. Por nada del mundo quisiera haberle aconsejado mal.

—Yo aceptaría las condiciones de Merumeci —dijo Carla—. Por mi parte, solo deseo dejar esta villa e ir a vivir a cualquier otra parte, aunque sea a un lugar más humilde.

La madre hizo un gesto de exasperación.

—¡Cállate! —exclamó.

Siguió un silencio consternado. Mariagrazia veía ante sí la miseria; Carla, la destrucción de su vida pasada; Michele no veía nada, y era el más desesperado de los tres.

—De todos modos —añadió Leo—, aún hay tiempo. Vaya pasado mañana a mi despacho, señora, y así podremos discutir con más tranquilidad.

La madre asintió con una especie de ávido y doloroso entusiasmo.

—Pasado mañana…, pasado mañana por la tarde.

—Por la tarde, perfectamente.

Guardaron silencio durante un momento. Luego, tras una frase de invitación de Mariagrazia, pasaron los cuatro al comedor.

La mesa estaba preparada con solemnidad y refinamiento; plata y cristal, la mejor vajilla de la familia brillaba sobre el blanco mantel a la blanca luz del comedor. La madre se sentó a la cabecera de la mesa, y a pesar de que los sitios eran los mismos que los del día anterior, los distribuyó: «Merumeci, aquí; allí, Carla; allá, Michele», no se sabe si para hacer resaltar la importancia del banquete o por la antigua costumbre de tener más invitados en semejantes ocasiones.

[…]

—Quisiera saber —insistió Carla, y su voz se iba haciendo más alta, más vibrante; sus labios temblaban— si todo esto debería estar permitido. —Inclinó levemente la cabeza y miró a su madre a los ojos, de un modo extraño, de abajo arriba.

Por un instante reinó el silencio. Los otros tres se miraban asombrados y sin comprender. Tal vez solo Leo tuvo en aquel momento la vaga percepción del estado de ánimo de Carla. Ella se había ladeado un poco para mirar mejor a su madre. Estaba semiarrodillada en la silla de altísimo respaldo. Sus delicados hombros parecían todavía más estrechos, su cabeza más grande. Parecía a punto de saltar. «Parece una pequeña furia —pensó Leo observándola—. Ahora se arrojará sobre Mariagrazia y le arañará el rostro.» Pero estas catastróficas predicciones no se realizaron. Carla no hizo más que levantar la cabeza.

—Esto es lo que quisiera saber —repitió—: si es posible seguir así cada día, con este aburrimiento; no cambiar nunca, no dejar nunca estas miserias, y regodearnos con todas estas estupideces que nos pasan por la cabeza; discutir y pelear siempre por las mismas razones; no elevarnos nunca del suelo, ni siquiera así —alzó la palma de la mano sobre la mesa. Sus ojos airados se llenaron de lágrimas. Temblaba—. Ahora —añadió irguiéndose—, quisiera que me dijeses si todo esto es agradable… Tú no te das cuenta, pero deberías mirarte en un espejo mientras estás hablando, mientras discutes. Entonces te avergonzarías de ti misma y comprenderías hasta dónde pueden hacernos llegar este hastío y este cansancio, y cómo se puede llegar a desear una nueva vida completamente distinta de esta… —Se detuvo con la cara encendida y llorosa. Sin saber lo que hacía, se sirvió del plato que la doncella le ofrecía.

Al fin, su madre salió de su estupor.

—¡Oh, esto es el colmo! —exclamó—. ¿Es que desde ahora tendré que pedir permiso a mi hija para poder hablar? Al escucharte me parecía estar soñando… ¡Es el colmo!

—Yo creo —dijo Michele tranquilamente— que Carla solo ha rozado la verdad. Todo esto es más que aburrido: es asqueroso. Pero protestar no sirve de nada; es mejor acostumbrarse.

—No exageremos —dijo Leo, conciliador—. Carla no ha querido decir eso.

—¡Vaya, vaya! —le contestó la madre—. Conozco a mis polluelos. ¿Sabe lo que son tanto Carla como Michele? Unos egoístas. Esa es la verdad. Unos verdaderos egoístas, que si pudieran me dejarían completamente sola.

Su voz y sus labios temblaban. Todos se marcharían, Leo y los demás, y ella se quedaría sola. Carla la miró. Ahora se arrepentía de haber hablado. Al fin y al cabo, ¿de qué servía? No se seca el mar con un vaso. Su madre seguiría siendo como era: incomprensiva, ridicula, perdida en la oscuridad. Ni un milagro podría hacerla cambiar. No se ganaba nada pataleando en su contra. Era mucho mejor actuar. «Irme de veras —pensó la muchacha mirando la cara congestionada y tranquila de Leo—, irme hoy mismo y no volver más.» Pero, ahogando su desagrado, se dispuso a reconciliarse con ella.

—Mamá, por favor, mi intención no era ofenderte —dijo con mansedumbre—. Solo quería hacerte una pregunta. Ya que, como tú misma has dicho, hoy es mi cumpleaños, olvidemos nuestras diferencias y…
—Y alegrémonos, sinceramente —concluyó Michele haciendo una mueca.

—Eso es —asintió Carla con seriedad—. Alegrémonos. —Pero al ver la cara estúpida, descontenta e indecisa de su madre, sintió deseos de gritar: «Alegrarnos, ¿de qué? ¿De ser como somos?». Luego continuó—: Dime, mamá, ¿verdad que no te has enfadado?

—Yo no me enfado nunca —respondió Mariagrazia con dignidad—. Solo creo que no era ese el modo más adecuado de hablarle a una madre.

—Tienes razón, mamá —insistió Carla cada vez más conciliadora—, mucha razón. Pero ahora olvidémoslo todo. Pensemos en cosas más alegres.

6 comentarios

  • Madison mayo 17, 2010en11:50 am

    No lo he leido, así que tomo nota porque estoy segurá que me gustará.

  • Palimp mayo 17, 2010en12:53 pm

    Lo bueno que tiene es que se encuentra muy fácil, en cualquier librería o biblioteca.

  • madison mayo 17, 2010en1:44 pm

    Veo que es Debolsillo, esta tarde tengo que pasarme por la libreria por un libro que encargué la semana pasada, si está este me lo llevo.
    Hace tiempo leí La Romana y me gustó mucho

  • Palimp mayo 17, 2010en2:05 pm

    Si estuvieras por Barcelona no me importaría dejártelo.

  • ericz mayo 17, 2010en5:54 pm

    Yo lo compré usado hace 10 años, en una edicion de los 60 diría. Buena novela.

  • Palimp mayo 20, 2010en12:53 pm

    Este estaa usado, pero nuevo.

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