Penguin Random House, 2015. 300 páginas.
Trad. Monika Zgustova y Olvido García Valdés.
Antología poética de Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva excelentemente prologada, epilogada y traducida. Incluye las principales composiciones de las dos autoras y un buen número de poemas sueltos que -repito- están tan bien traducidos que me han gustado más que en otras versiones que había leído de algunos de ellos.
Los textos de las editoras y traductoras que acompañan ayudan a poner a las poetas en contexto y se nota que ambas son escritoras (y Olvido una poeta excelente) también en la sensibilidad con la que escriben sobre las autoras.
Los poemas, maravillosos. Desde el alegato de Ajmátova hasta el lirismo de Tsvetáieva, que tienen en este libro una excelente edición.
Muy recomendable.
Anna Ajmátova
Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detras de mí, una mujer -los labios morados de frío- que nunca había oído mi nombre salió del acorchamiento en que todos estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba sólo en susurros):
-¿Y usted puede dar cuenta de esto?
Yo le dije:
-Puedo.
Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro.
Leningrado, 1 de abril de 1957
Se acerca el aniversario, día del recuerdo.
Os veo, os oigo, os siento:
a la que apenas pudo llegar a la ventana,
a la que no volvió a pisar la tierra en que nació,
a la que moviendo su hermosa cabeza
musitaba: «Ya vengo aquí como si fuera mi casa»
Querría llamar a cada una por su nombre
pero requisaron la lista y no puedo hacerlo.
Para ellas he tejido este vasto sudario
con las tristes palabras que de ellas oí.
A ellas siempre tendré presentes, y en todo lugar,
no las olvidaré en desgracias futuras.
Y si un día sellaran mi atormentada boca,
la boca con que gritan cien millones de almas,
que ellas piensen en mí, como pienso yo en ellas,
que por mí rueguen cuando llegue mi día.
Y si alguna vez quisiera la ciudad
erigir un monumento en mi memoria,
podría ese honor aceptar complacida,
con tal de que no lo alzaran nunca
ni a la orilla misma del mar donde nací
-mis lazos con ese mar ya los he roto-,
ni junto a mi árbol sagrado, en el jardín de los zares,
donde una sombra yerra y me busca desolada,
sino aquí, donde permanecí de pie trescientas horas
ante rejas que para mí no se abrieron.
Porque temo olvidar, en la paz de la muerte,
las ruedas del siniestro furgón negro,
los golpes de la puerta que hemos odiado tanto
y el aullido de la anciana, como animal herido.
Que desde los yertos párpados de bronce
fluya -y sean ésas sus lágrimas- la nieve derretida,
que arrullen a lo lejos palomas del presidio
y bajen silenciosos los barcos por el Neva.
Marzo de 1940
En vez de venturosos deseos para las fiestas
ese viento árido y cruel
te llevará sólo olor de podredumbre,
un regusto de humo y poemas
escritos por mi mano.
24 de diciembre de 1961
Marina Tsvetáieva
Un cigarrillo por última vez.
Y escupir -ah vida, vida.
Escupir. Al borde del tablero, abierto está el camino -desangrarse-
a la huesa. Te miro de reojo.
Es la luna un ojo secreto que vigila.
-Qué lejos estás ya.
Escalofrío. A la par,
juntos. -Nuestro café.
Nuestra isla, templo
donde cada mañana, casi de amanecida
-gentuza, pareja de unas horas-
veníamos a rezar.
Dentro -desorden y olor agrio,
adormilados, en primavera…
Seguro que era de avena
aquel café sin sabor.
(Con avena doman el ardor
de los caballos.) No era
de Arabia, no: de Arcadia
era aquel aroma
del café…
Y cómo sonreía
la dueña, tan amable,
cuando nos sentaba juntos-
con qué placidez
de amante de pelo cano.
Como si dijera: -¡Vivid!
también os marchitaréis-.
La cartera vacía, el arrebato,
nuestros bostezos al unísono
la hacían sonreír. Y sobre todo
la juventud. Las mejillas tersas,
la risa sin motivo -éramos
la juventud. Pasiones no muy
corrientes en estas tierras
de climas crudos.
¿De dónde las traía el viento
hasta el lívido café?
-Túnez, Marruecos… Músculos
y anhelo bajo la ropa triste.
¿Desde dónde venían?
(Querido, no me lamento:
son nuestras cicatrices.)
Afable compañera,
con la cofia de hilo
planchada a la holandesa…
Mi día es desordenado y absurdo:
al mendigo pido pan,
al rico le ofrezco una limosna.
En la aguja enhebro un rayo de luz,
al ladrón le doy la llave,
con polvos blancos encubro mi palidez.
El mendigo no me da pan,
el rico no acepta mi dinero,
el rayo no pasa por la aguja.
El ladrón entra sin llave,
y la tonta llora a lágrima viva
ese día sin gloria, día inútil.
29 de julio de 1918
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