Alianza Editorial, 1998. 224 páginas.
Trad. Carlos García Gual, Jaime Curbera, Marisa del Barrio y Jorge Bergua.
Luciano de Samósata es un clásico bastante desconocido, pero con una producción muy interesante de la que aquí se presenta un muestrario. Se especializó en la parodia y la sátira, y sus relatos son siempre muy asequibles y divertidos. Aquí se incluyen sus relatos fantásticos, una parodia de las historias de viajes que se presentan a la vez como mentira y como verdad (como verdad en teoría, como mentira exagerada en la práctica). El protagonista emprende un viaje en el que se verá transportado a la luna, se lo tragará una ballena, visitará el mundo de los muertos y un largo etcétera. Entre otras cosas se da una descripción de algo que, si no es un televisor, que venga dios y lo vea:
Y aún contemplé otra maravilla en el palacio real: un espejo muy grande en la boca de un pozo no muy hondo. Si uno va y desciende al pozo puede oír todo lo que se dice en la tierra, en nuestro país, y si uno mira al espejo, ve todas las ciudades y todos los pueblos como si estuviera en medio de ellos. Entonces pude yo ver a mis amigos y toda mi patria, pero no puedo decir con certeza si también ellos me veían a mí. Quien no se crea que esto es así, si algún día va en persona por allá, ya se enterará de que digo la verdad.
Sobre si el universo es finito o no, o si vivimos en un multiverso, también se habla:
-¿Y qué, mi buen amigo, si oyeras lo que cuentan de las ideas y los seres incorpóreos, o sus teorías sobre lo limitado y lo ilimitado? Y en torno a esto se pelean como crios, porque mientras unos ponen límites al universo, otros consideran que es ilimitado. Y no sólo, sino que llegaban a decir que había muchos mundos y se metían con los que hablaban como si sólo hubiera uno. Otro de ellos, un hombre no precisamente muy pacífico, era de opinión que la discordia era el padre del universo.
Y su opinión sobre los filósofos, no muy halagüeña:
»-La causa de convocaros me la ha dado el huésped que vino ayer. Hace tiempo que deseaba que tratáramos acerca de los filósofos, pero ahora, movido sobre todo por la Luna y sus lamentos, he determinado no diferir más la discusión.
»Es un linaje que ha llegado al mundo no hace mucho, perezoso, pendenciero, altivo, irascible, glotón, fatuo, lleno de humo y soberbia, un inútil peso de la tierra en palabras de Hornero. Divididos en escuelas maquinan diversos laberintos verbales y se llaman «estoicos», «académicos», «epicúreos», «peripatéticos» y nombres mucho más de reír. Se endosan el venerable nombre de la «virtud», alzan las cejas, arrugan las frentes, se dejan crecer las barbas y dan vueltas ocultando con sus falsos disfraces sus rastreras costumbres, parecidos más que nada a los actores de la tragedia: si se les quitan las máscaras y la túnica bordada en oro quedaría un hombrecillo ridículo que cobra la función a siete dracmas.
Opinión de brocha gorda, claro, pero no por ello menos graciosa y con su fondo de verdad.
En el relato El descreído se hace mofa de un sinfín de creencias en su momento en boga pero absurdas, aunque, por desgracia, todavía hoy hay quien se las cree. Desde los remedios tipo homeopáticos:
«-También yo antes creía eso -replicó Cleodemo-, que la piel debía ser de cierva, porque la cierva es veloz, pero hace poco un libio experto en la materia me hizo cambiar de parecer diciéndome que los leones son más rápidos que las ciervas: «No hay más que ver, me dijo, que cuando las persiguen las atrapan»6.
«Elogiaron los presentes esta observación, convencidos de que el libio estaba en lo cierto. Entonces intervine yo:
»-¿Creéis de verdad que esos encantamientos o esos pegotes colgados por fuera ponen fin a los dolores, cuando el mal donde está es en el interior?
»Se burlaron de mis palabras y era evidente que deploraban mi profunda ignorancia, dado que no sabía las cosas más evidentes, que ninguna persona en sus cabales osaría contradecir. Sin embargo, parecía que al médico Antígono le había gustado mi observación. Y es que, según creo, hacía tiempo que pretendía, sin que le hicieran caso, tratar a Éucrates con su arte, prescribiéndole que se abstuviera de vino, que comiera verduras y que relajara su tensión. Cleodemo, en cambio, me dijo con una risita:
»-¿Pero qué dices, Tiquíades? ¿Te parece increíble que de estas prácticas se derive alguna ayuda contra las enfermedades?
»-Ni que yo fuera tan mocoso -le contesté- para creerme eso de que remedios que nada tienen que ver con lo que desde dentro provoca las enfermedades, aplicados con algunas palabrejas, según decís, y algún ensalmo,
tengan efecto y curen. Pero esto no sería posible ni aun metiendo en la piel del león de Nemea dieciséis musarañas enteras. Pues lo que es yo, muchas veces he visto leones cojeando del dolor, y eso que estaban envueltos con toda su piel.
»-Eso es que tú eres un profano -me dijo Dinómaco- y nunca te ha interesado saber cómo ciertas cosas aplicadas por fuera curan las enfermedades, y me da la impresión de que no aceptas ni los remedios más evidentes y manifiestos: los conjuros para fiebres intermitentes, los encantamientos de reptiles, las curaciones de tumores y cosas por el estilo que ya hacen hasta las viejas. Si todo eso se da, ¿por qué no vas a creer que del mismo modo esto es posible?
»-Tus razones cojean, Dinómaco -le dije-, y, como dice el refrán, con un clavo intentas sacar otro clavo. Ni siquiera está claro que lo que dices se produzca de ese modo. Si no me convences antes con buenas razones de que es natural que así ocurra, que la fiebre o la hinchazón se asusten al oír un nombre divino o una locución bárbara y que, por miedo, los tumores se escapen de la ingle corriendo, las cosas que dices seguirán siendo cuentos de viejas.
¿Recuerdan la película Poltergeist cuyos espíritus daban por saco por culpa de edificar una casa encima de un cementerio indio? Pues no hay nada nuevo bajo el sol:
»-Era inhabitable -contó- desde hacía mucho tiempo a causa de unas apariciones espantosas, y cada vez que alguien se instalaba en ella, al poco huía aterrorizado, perseguido por un espectro terrible y turbulento. La casa estaba en ruinas, el tejado se derrumbaba, y nadie se atrevía a entrar en ella. Cuando oí esto, cogí mis libros (tengo muchos tratados egipcios sobre el particular) y me dirigí a la casa a la hora del primer sueño, aunque mi anfitrión trató de disuadirme y sólo le faltó agarrarme cuando supo a dónde iba, a la perdición segura, según él. Con una antorcha entré solo, y tras dejar la luz en la sala principal, me puse a leer tranquilamente en el suelo. En esto se me aparece el fantasma creyendo que se las veía con uno cualquiera y esperando atemorizarme como a los demás, sucio, con greñas y más negro que la oscuridad. Se colocó a mi lado y me tanteaba atacándome por todas partes
por si podía vencerme de algún modo, convirtiéndose en perro, en toro o en león. Entonces hice uso del más terrible conjuro y, hechizándolo con palabras egipcias, logré arrinconarlo en una esquina de la oscura habitación. Cuando al fin vi dónde se había metido, me eché a dormir el resto de la noche.
»Por la mañana, cuando todos habían perdido toda esperanza y creían que me iban a encontrar muerto como a los demás, salí inesperadamente para todos y me acerqué a Eubátides para comunicarle que a partir de ahora ya iba a poder habitar su casa, limpia y libre de seres terroríficos. Acompañado por él y por otros muchos que me seguían por lo extraño del suceso, fuimos al lugar donde había visto meterse al espectro y les ordené cavar con azadas y picos. Al hacerlo encontraron, a eso de una braza, un cadáver ya viejo, formada su figura sólo por los huesos. Lo sacamos y le dimos sepultura, y desde entonces la casa dejó de ser molestada por los fantasmas.
O esa pieza musical pasada a la animación por Disney, sobre un aprendiz de mago que es incapaz de parar a una escoba que no deja de traer agua. Aquí está también:
Por mucho que yo me esforzaba, no había manera de que me lo enseñara a hacer a mí, pues se mostraba muy receloso, y eso que en lo demás era de lo más afable. Un día me escondí cerca de él en la oscuridad y logré oír el ensalmo, compuesto de tres sílabas. Luego se marchó a la plaza, tras dar tarea a la mano de mortero. Al día siguiente, mientras él andaba ocupado en la plaza, fui a por la mano de mortero, hice los mismos gestos, pronuncié las sílabas y le ordené ir a por agua. Cuando trajo el cántaro lleno le dije: «Deja ya de traer agua: sé otra vez mano de mortero». Mas ya no quiso hacerme caso, y no dejaba de traer agua, hasta que acabó inundando la casa de tanta que trajo. Yo no sabía qué hacer y tenía miedo de que cuando Páncrates lo viera se enfadara (como ocurrió), así que cojo un hacha y corto la mano de mortero en dos. Pero hete aquí que cada parte cogió un cántaro y seguía trayendo agua, con lo que, en vez de uno, tenía ahora dos sirvientes. En éstas llegó Páncrates y al ver lo que pasaba los hizo de nuevo de madera, como eran antes del hechizo, y me dejó, marchándose, no sé a dónde[…]
Acaba igual. Es muy conocido El asno de oro de Apuleyo, y aquí encontramos una versión primitiva prácticamente igual. Incluyendo escenas subidas de tono entre una mujer y un burro:
Y cuando estaba ya atardeciendo y el amo nos dejó marchar del banquete, subimos a donde dormíamos y nos encontramos con que la mujer había llegado hacía rato a mi lecho. Se había hecho traer blandos almohadones, había mantas dispuestas por allí dentro y teníamos preparado en el suelo un magnífico lecho. Además, los sirvientes de la mujer dormían por allí cerca, delante de la habitación, y en el interior ella encendió un candil que despedía un gran resplandor.
Después, quitándose la ropa se puso de pie junto al candil, completamente desnuda, y vertiendo perfume de un frasco se lo aplica, y a mí también me perfuma con aquello, sobre todo me llena de perfumes la nariz. A continuación me besó y me decía cosas como las que se le dicen a un amante humano, y cogiéndome del ronzal me arrastró sobre el lecho.
Yo, que no necesitaba ninguna invitación para ello, ligeramente embriagado por el mucho vino añejo, excita-
do por el perfume con el que me había embadurnado y viendo la hermosura sin tacha de la jovencita, me acuesto. Pero tenía el enorme problema de no saber cómo iba a montar a un ser humano, pues desde que me había convertido en asno no había tenido relaciones sexuales de las habituales entre asnos ni tampoco había montado a una burra. Y además me hacía sentir un miedo desmedido el pensar que la mujer, al no poder contenerme, resultara desgarrada y yo tuviera que cumplir una bonita condena por homicida.
Pero ignoraba que mis temores eran infundados. En efecto, la mujer, incitándome con muchos besos, y además apasionados, cuando vio que yo perdía ya el control, como si estuviera acostada junto a un hombre me abrazó y levantándome me recibió íntegramente en su interior. Yo, cobarde de mí, estaba todavía temeroso y trataba de retroceder poco a poco, pero ella me agarraba del costado para que no me retirase y ella misma seguía a aquello que se le escapaba.
Y cuando me convencí firmemente de que la mujer todavía requería mis servicios para su placer y disfrute, en adelante me dediqué a servirle sin temor, considerando que para nada era yo peor que el adúltero amante de Pasí-fae15. La mujer tenía tal disposición para el sexo y era tan insaciable del placer de nuestras uniones que se pasó la noche entera conmigo.
En resumen, muy recomendable.
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