Anagrama, 2002. 298 páginas.
Tit. Or. Austerlitz. Trad. Miguel Sáenz.
El narrador se encuentra por casualidad con Austerlitz -que es un apellido- y empiezan una conversación que se irá alargando a través de los años conformando una extraña amistad desapegada. Además de su gusto por la arquitectura y otras aficiones irá revelando partes de su historia: su niñez en Gales en la casa de un párroco y cómo descubrió que en realidad era un niño adoptado, la búsqueda de sus orígenes que le llevarán al famoso campo de Terezin y el progresivo retorno de unos recuerdos que tenía enterrados.
La prosa es excelente, sin dudarlo. Es lo que me ha permitido acabar con el libro porque la historia no me resultaba nada atractiva y la lectura se me hizo eterna. Pero es cierto que si la prosa es buena te pueden contar lo que sea, incluso aunque no te interese.
Si la intención -como parece- es desvelar la emoción de alguien que ha perdido su pasado y lo vuelve a recuperar, las infinitas vueltas de tuerca que se dan en la narración provocan el efecto contrario.
Pese a mis pegas, ha sido una lectura agradable.
A la mañana siguiente, con su bata de cuadros que, curiosamente, se ponía expresamente para la higa, lo traía cada vez un policía, entregándolo al director como si fuera un delincuente común. Para mí, sin embargo, a diferencia del pobre Robinson, los años en Stower Grange, dijo Austerlitz, no fueron una época de cautiverio sino de liberación. Mientras que la mayoría de nosotros, incluso aquellos a quienes atormentaban sus coetáneos, iban tachando en el calendario los días que les faltaban para volver a casa, yo hubiera preferido no volver nunca a Bala. Desde las primeras semanas comprendí que aquel colegio, a pesar de sus inconvenientes, era mi única salida, y por eso hice enseguida cuanto pude para orientarme en aquella extraña confusión de innumerables reglas no escritas y aquella anarquía que con frecuencia rayaba en lo carnavalesco. Me vino muy bien el hecho de que pronto comenzara a destacar en el campo de rugby, porque, quizá a causa de un dolor que rumoreaba en mí sóidamente pero del que entonces no era consciente toda-ví.i, atravesaba bajando la cabeza las filas de mis adversarios mejor que cualquiera de mis compañeros. La intrepidez que demostraba en los partidos, que, en mi recuerdo, se jugaban siempre bajo un frío cielo de invierno o en medio de una lluvia torrencial) me dio en muy breve plazo un estatus especial, sin que, de otro modo, por ejemplo reclutando vasallos o sometiendo a muchachos más débiles, tuviera que esforzarme por conseguirlo. Fue también decisivo para mis progresos en el colegio el que nunca considerase estudiar y leer como una carga. Muy al contrario, encerrado, como había estado hasta entonces, en la Biblia galesa y las homilías, me parecía ahora
como si al pasar cada página se abriera otra puerta. Leía todo lo que ofrecía la biblioteca del colegio, formada de un modo totalmente arbitrario, y lo que conseguía prestado de mis profesores, libros de geografía y de historia, relatos de viajes, novelas y biografías, y me quedaba hasta la noche ante libros de consulta y atlas. Poco a poco surgió así en mi cabeza una especie de paisaje ideal, en el que el desierto arábigo, el imperio azteca, el continente antartico, los Alpes nevados, el Paso del Noroeste, la corriente del Congo y la península de Crimea formaban un solo panorama, poblado de todas las figuras correspondientes. Como en cualquier momento que quisiera, en la clase de latín lo mismo que durante el servicio religioso o en los ilimitados fines de semana, podía imaginarme en ese mundo, nunca caí en las depresiones que padecían tantos en Stower Grange. Sólo me sentía abatido cuando, en las vacaciones, tenía que volver a casa. Ya en mi primer regreso a Bala, el Día de Difuntos, me sentí como si mi vida volviera a estar bajo la mala estrella que, hasta donde podía recordar, me había acompañado. Con Gwendolyn las cosas habían empeorado aún en mis dos meses de ausencia. Ahora se pasaba todo el día en la cama, mirando fijamente el techo. Elias iba a verla un rato cada mañana y cada noche, pero ni él ni Gwendolyn decían una sola palabra. Era, me parece ahora al recordar el pasado, dijo Austerlitz, como si el frío de sus corazones los estuviera matando lentamente. No sé qué enfermedad acabó con Gwendolyn, y creo que tampoco ella hubiera podido decirlo.
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