Ediciones Dolmen, 2011. 380 páginas.
Vázquez da para mucho. Gran dibujante, referente del humor y el cómic en este país, infinito generador de anécdotas, vividor, eterno superviviente… Una persona y un personaje con múltiples facetas.
En este libro se recorren bastantes, desde la historia de sus dibujos pasando por algunas anécdotas, así como opiniones de profesionales del sector. De los libros que he leído sobre Vázquez, este es el más completo y el de más contenido.
Para disfrutar y rememorar.
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El autor participó desde el principio en estos guiños referenciales, pero no encontró buen acomodo en las condiciones de trabajo: «En vez de dejamos dibujar en casa, nos metían a todos en una especie de hangar en el que ejercíamos de esclavos de la historieta. Era un concepto oficinesco del medio, que algunos les cuadraba bien, pero que a mí me sentaba como un tiro».: Tampoco creía en el concepto acuñado por Terenci Moix para referirse a sus compañeros de generación: «La Escuela Bruguera es un mito. Lo que había ahí era un señor [Rafael González] que tenía un criterio de lo que era una revista de humor y tuvo éxito porque no había otra francamente».
A mí, lógicamente, me gustaba Ibáñez.
Como todos los niños de mi generación, era lector voraz de Bruguera, y aunque me volvían loco todos los tebeos, no todos los tebeos eran iguales. En el caso concreto de Bruguera, Ibáñez era otra cosa. Era más moderno, más rápido, más ágil, más interesante para un niño de los 70 que muchos de sus compañeros de páginas. La mayoría de los grandes clásicos de la editorial eran demasiado, digamos, clásicos para mis gustos infantiles, mientras que Ibáñez era un torbellino de energía y dinamismo comparable a cualquier héroe Marvel. Solo que en risas.
Y luego había otro, claro.
Otro dibujante de Bruguera que era muy parecido a Ibáñez, pero más raro.
Era igual de moderno, era igual de gracioso, era igual de interesante. O quizás más. Más en todo, quiero decir. Quizás hasta demasiado.
Me refiero a que ese otro dibujante puede que fuera demasiado moderno, demasiado gracioso y demasiado interesante para un niño, incluso de los 70. Desde luego, traspasaba los límites de los territorios que transitaba Ibáñez, pero parecía hacerlo con su mismo lenguaje.
Si Mortadelo y Filemón eran violentos, «Anacleto» era sádico; y «Angelito» y «La abuelita Paz» eran un canto a la crueldad de los mansos, que había perseguido toda la vida a un heterodoxo como Manuel Vázquez, sí, el mismo Vázquez del que estoy hablando, el Vázquez que escribía y dibujaba «Los cuentos de Tío Vázquez».
Vázquez estaba a punto de romper cada página con cada viñeta que dibujaba. Era como si los tebeos de Bruguera fueran demasiado pequeños para contenerle. Y las dosis raras, contadas, de sus historietas, nos enseñaron a los niños de los 70 que había territorios peligrosos a los que Mortadelo y Filemón nunca irían. El tío Vázquez nos dejó un catalejo para verlos de lejos: eran los territorios de la edad adulta.
Luego, un día, nos internamos en ellos y nunca más volvimos.
Vázquez sabía lo que se hacía. Si según Ludwing Feuerbach la inmortalidad es un artiñcio humano que fundamenta la antropología de la religión, con su representación en sus propios cómics nuestro autor llegaría a transfigurarse en algo así como un ser eterno, un dios real en el mundo irreal de las ideas. Diríase que fue su forma de timar a la propia muerte, el primer y más temible acreedor. El resumen de la complejidad de una persona real a monigote, a logotipo, a icono, constituyó acaso su obra maestra, su aspiración creativa más largamente acariciada. Y también una metáfora de lo que llegó a suponer su aportación al lenguaje del cómic. Porque en hablar de Vázquez como el dibujante más grande que hemos tenido,
hay mucho de lugar común, pero también lo suficiente de verdad como para no arrojar la proposición al vertedero de los entimemas: Vázquez fue quien definitivamente convirtió nuestro cómic en un medio autoconsciente; y si entendemos que el ser humano sólo adquiere su plena humanidad cuando es consciente de sí mismo, y que el arte viene a ser, en su elemento creativo, un trasunto de nuestra condición (con la autorrepresentación como esencia más perfecta de este sentido), tendremos que aceptar que un medio artístico sólo lo es cuando alcanza su autoconsciencia. No es casualidad que, en la explosión internacional del pop, precisamente en los decisivos finales de los sesenta en que Bruguera rehiciera su marchamo con algunos cambios radicales, Vázquez renovara su condición mesiánica en la nueva realidad editorial, ni que con la complicidad del director editorial Rafael González inaugurara su personaje de forma oficial con «Los cuentos de Tío Vázquez». En la espesura del bosque psicodélico aún nadie lo intuía, pero aquel fue el momento en que nuestro cómic consiguió mirarse al espejo, y encontrar su propio camino.
Escasos días antes de su muerte, Vázquez solicita a su editor, Joan Navarro, un anticipo a cuenta de los beneficios que supuestamente le reportará su defunción, argumentando que entonces sí que se venderían sus libros y se reeditarían sus clásicos. Por descontado, Navarro le anticipa el dinero, sintiéndose feliz de haber sido, probablemente, la última víctima de un sablazo del genio, tal como ha relatado recientemente en su blog Viñetas.
El autor fallece en el Hospital Clínico de Barcelona a los 65 años, el día 21 de octubre, víctima de una embolia cerebral provocada por una crisis diabética no diagnosticada previamente, ya que el autor no iba nunca al médico. De esta manera nos deja un autor que se autodefinía como «un tipo bajito, gordo, feo, dramático y sobre todas las cosas, un follador impenitente», calificaciones redondeadas recientemente por su hijo Manolito: «Genio, caradura, canalla, vividor, sablista, encantador, entrañable. Consideraba que al que tenía más de la cuenta era legítimo sablearle y no pagarle. ¡Le quiero!». Los medios de comunicación se vuelcan con la noticia, reforzada por el óbito de Jesús Blasco el mismo día, y unos días antes, de Miguel Ángel Nieto.
Uno de los obituarios más emotivos lo escribe Manuel E. Darías en Diario de Avisos de Tenerife: «Se nos murió Vázquez. Se fue para siempre el genio, el imcomparable, el mejor, el único. Se rompió de apurar la vida a tope, de pelear contra todo y contra todos. Le gustaba caminar por el filo de la navaja mostrando una disconformidad compulsiva e impactante. Lo suyo era la provocación eterna, el desafío frontal, la observación inquietante y acerada, pero era espontáneo hasta la locura, fresco a mucha honra y ácrata recalcitrante».
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