Un escritor maldito pero famoso se ha retirado a un balneario para escapar de su vida y dedicarse a escribir. Pero la decadencia se va colando por los agujeros de la realidad y el entorno y el propio protagonista irán cambiando lentamente deslizándose hacia el abismo.
Reconozco que el comienzo me tiró un poco para atrás, otra novela de escritor maldiciendo su vida. Pero el autor va sacando conejos de la chistera y dejando atrás los tópicos para construir una historia acerca de las relaciones y la paternidad que se difumina en la liquidez del protagonista.
Muy recomendable.
Nuestro hijo, razoné, crecerá entre dos personas que han pasado sin demasiado daño la edad de hacer el tonto, encapsulado en la cámara estanca que una Madre Casi Madura y un Padre Anteprovecto, tan de moda en el mundo industrializado, construyen alrededor de la vida de sus hijos para privarlos de esas inquietudes que deparan lo feo y lo malo. Nada de eso: ropita de marca, colegio de marca, urbanización vigilada y a aberrar en Disneyleches por navidades.
Ella se sosegará, cumplida, razoné. Yo trataré de reconstruirme, de disponerme audazmente a dar y recibir una nueva, única, maravillosa forma de amor que en nombre de otra clase de amor me ha sido impuesta ¡por cojones! (¡¡a mis años!!)
Vuelta a escribir cojones, vuelta al principio: una monomanía, una cojomanía.
Con franqueza, arribados a esa altura del tratamiento en que se ha desarrollado cierta destreza en, bien de mañana y ayuno de asistencia por no sé qué melindrosos pudorcillos (pero qué se puede esperar sexualmente de alguien que a follar lo llama yacer) (no le faltaba razón: a partir de no sé qué momento lo nuestro parecía necrofilia) meneársela con desgana, acertar medio dormido con el esputo en la boca de un frasquito diseñado para micropenes —¡sin derramar una gota!— najarse desalado hacia un lejano laboratorio y entregar la preciosa preciosísima lefa a una señorita que invariablemente la recibe con cara de Sé Que Te Acabas De Hacer Una Paja para centrifugarla antes de que empiecen a palmar esas angulas microscópicas, uno desea fervientemente tener un hijo y que se acabe la comedieta.
Es todo tan ordinario.
Desde luego, yo fui incapaz de encontrar el puntillo cómico al asunto. Imploré a todos los dioses y diosas de la fertilidad que el tratamiento funcionase para poder afrontar otro tipo de neurosis, no sé, distinta a la que venía padeciendo —obsesiva, claro, repetitiva, claro, idéntica a sí misma sea cual sea la forma que adquiere, diariamente renovada y retroalimentada— desde el momento en que los labios de mi tercera formularon la frase Quiero tener un hijo (tuyo) con la firme entonación de Voy a tener un hijo (de quien sea) Tanta energía propulsando la persecución de un feto acaba por hacer pensar que uno, por sí solo, vale menos que un feto. Y no jodamos: un feto es un feto. Primer desequilibrio en contra, porque ella me bastó —también las anteriores— desde que empezamos a compartir techo. Al menos como coinquilina.
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