Acantilado, 2001. 160 páginas.
Incluye los siguientes relatos:
Entre autobuses, entre corazones
Aporía del puente
Ladera norte
Tres sin reserva
Lección de la ventana
Con esas marcas leves
El demonio vive en lisboa,
Si alguna vez fueras ciudad
Ayudarte a olvidar
Nadie camina impunemente entre palmeras
Que pueden considerarse como novela fragmentada, pues muchos relatos coinciden en protagonistas y en trasfondo, historias de amor y desamor, triángulos, abandonos, búsquedas de la felicidad inútil.
Personalmente tanta reflexión acerca del amor, si me voy con uno o con otro, si me quieren o me dejan de querer, me resulta un tanto cansina. No lo salva la habilidad de la autora con el lenguaje. Me quedo con Ladera norte, uno de los relatos más redondos y que en solitario seguramente ganaría todavía más.
En cualquier caso no es lectura desaprovechada.
Entonces lo vio. Ni la luz, ni la lluvia, ni las plantas. La huella de las lágrimas podía apreciarse en los dos regueros secos que estiraban la piel de su rostro, enjuto de tanta juventud. Y era eso lo que él, inútilmente, había intentado evitar, que el nudo que apretaba su garganta se deshiciera y se soltara antes de tiempo, que ella lo viera y que, aun vacilando una vez más, no cambiara su determinación.
Subió de nuevo las escaleras y, junto a la cama de él, revuelta, se arrodilló en el suelo. Y muy despacio, como si no quisiera irse, empezó a meter su ropa y sus zapatos en la maleta. Cada objeto que hundía en aquel montón lo había acariciado él en algún momento. Las medias, la misma tarde que Jlegó, rozándolas a la altura de las rodillas por debajo de la mesa, y la primera noche, mientras ella se preparaba para una larga ducha, cansada del viaje, en una habitación de hotel, anónima, inmensa, desde la que, al cabo de unos días, se habían mudado a su casa, a la de él, en las afueras. Sus faldas, algunos libros, su ropa interior. Todo parecía clavársele en el corazón, pero siguió adelante.
Señorita, aquí los hombres no piden, ¡arrebatan!, había exclamado con simpático entusiasmo el conductor de un taxi un par de días atrás. ¿Y por qué? ¿Por qué él no decía nada? Una, dos palabras suyas habrían bastado para retenerla. ¿Habrían bastado?
En cualquier caso, las palabras y más aún las frases estaban encerradas. Entre las garras de una muda esfinge. Quédate. De un feroz huaco, un ocelote que en el lomo, en una estrecha cavidad de piedra, guarda los corazones de los sacrificados. Quédate. Conmigo.
Una oleada de besos, de caricias, uñas y dientes le recorrió la piel. Como un escalofrío. Se incorporó y cerró la maleta, pero se quedó mirándola y, al cabo, la abrió otra vez. Revolvió entre las prendas y sacó un libro, que colocó bajo la almohada. Oscuro como la tumba en la que yace mi amigo, leyó, justo antes de que el pequeño volumen quedara atrapado bajo el lienzo. La historia de un reencuentro con un país, ese mismo país, de un hombre escindido. Como ella, dividida entre dos amores. Aquel otro, cotidiano, al mismo tiempo remotísimo, y éste de ahora, feraz, volcánico, que había brotado en aquella tierra desconocida.
Y, tras tumbarse unos minutos sobre la cama, Isabel cerró la cremallera y volvió a bajar. El, apoyado en el pasamanos, levantó la vista y sólo alcanzó a coger la maleta. El taxi estaba esperando. Un coche viejo, de color verde pálido, con la forma de un escarabajo, agazapado en la calzada. Julia, murmuró Daniel para sí mismo, sumiéndose en el abismo de sus recuerdos, aún más lejanos que los de ella, a pesar de que aquélla era ahora su ciudad. Perder por segunda vez a una mujer era como perder siempre a la misma. Como perderlas para siempre. A todas.
No hay comentarios