Doce fragmentos de un extraño diario, doce desvaríos de la imaginación de un personaje que parece confundir realidad y ficción. Delirios paranoicos en un lenguaje poético, lleno de imágenes poderosas.
Publicado según parece en 1935 tiene juegos estructurales mejores que el 90% de los libros que en el siglo XXI ocupan las vitrinas de nuestras librerías.
Recomendable.
Y su risilla no hizo más que aumentar.
Entonces un profundo despecho se amparó de mí. Con un gesto brusco y decidido, quise arrancarme el auricular del oído y cortar comunicación y cuanto existiera entre nosotros dos. Pero junto con dar comienzo a mi gesto, sentí un fuerte dolor en toda la oreja, como si mil demonios tiraran de ella. Al mismo tiempo seguía penetrándome su risa con una agudeza que me erizaba los nervios.
-¡Camila, te suplico, no rías más!
En vano. Su risa ya se anunciaba interminable.
-¡Camila, prefiero que me digas que me odias!
Nada. Hice un nuevo esfuerzo por despegarme el auricular del oído. Resistió en tal forma que comprendí que insistir sería arrancarme el pabellón pegado de él. Traté de quitármelo suavemente. Inútil. Traté de sacármelo como quien procediera con un tornillo. Tampoco. Y su risa seguía saliendo, inagotable, y desparramándose en mi cabeza. ¿Qué hacer?
No tuve más que un medio: alcancé unas tijeras para cortar el cordón. No importaba quedar con el aparato pegado a una oreja con tal de interrumpir su risilla desdeñosa y fría.
Di un tijeretazo y el cordón se partió en dos. ¡Salvado!
¡No! Su risa fluía siempre, abundante, sonora.
Entonces corrí por casa. ¡Santo remedio!
Silencio. Apenas me alejé un par de metros del teléfono, silencio.
¡Qué alivio! Ya no volvería a ser torturado por esa risa endiablada evocadora de toda la infelicidad que Camila veía en mí. Ya no seguiría entrando por mi nervio auditivo el símbolo continuo de mi amor desafortunado. Silencio, silencio. Pero luego fui percatándome que, en verdad, había demasiado silencio.
Ni un murmullo, ni un rumor, ni un eco amortiguado, nada. Mis pies sobre las tablas pisaban en algodón; mis manos al golpearse no removían ni una onda en el aire; mi voz al lanzarla con todo el poder de los pulmones era una bóveda subterránea. Silencio total.
Lleno de pavor, cogí una botella de vino del Rin y la envié de golpe contra el gran espejo de un baño: estalló la botella, voló por los aires el vino, se pulverizó el espejo. Y todo ello como el silencio que se posa con las noches sin nubes sobre los picachos desiertos y nevados de la cordillera. Paz de tumba, paz absoluta. Supresión perfecta de toda manifestación de vida por el oír.
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