La recepción de un homenaje al conjunto de su carrera activa la maquinaria de los recuerdos de Javier Mallarino, que dejó la carrera de pintor por la de caricaturista, y que con sus dibujos tenía el poder de hundir o elevar a los personajes públicos. Una lucha contra los abusos de autoridad que, en ocasiones, puede pecar de lo mismo que critica.
Nada que objetar a la prosa y construcción de la novela, a la reflexión sobre cómo nos cambia el poder y lo que estamos dispuestos a responsabilizarnos de él. Buena, pero no memorable.
«No se sabe todavía. Se sabe que se lo conceden, pero no se sabe adonde la mandan. No va a estar en Bogotá, eso sí es seguro. Pero la vamos a ver más.»
«¿Por qué sabes?»
«Porque ella me lo dijo. Me dijo que la íbamos a ver más. Me dijo: «Nos vamos a ver más». Me dijo que se sentía sola, que llevaba meses sintiéndose sola. Y también te lo hubiera dicho a ti, si tuvieras un computador.»
Pero Mallarino se dio cuenta de que no era un reproche serio: era un juego, un guiño amistoso, un golpe de codo en las costillas. Su instinto infalible le decía a Magdalena que no era momento para reproches serios. ¿Qué habría notado? ¿En qué\o habría notado? Ah, pero así era Magdalena: una lectora excelsa de la realidad, y en especial de esa realidad circunscrita y empobrecida, esa realidad melancólica y amilanada que era Mallarino. «Bueno, pues la acompañamos» dijo él. «Aquí no va a estar sola.» El marido de Beatriz era el hijo más joven de una familia de terratenientes de Popayán, católica y conservadora, cuya reputación, por lo que sabía Mallarino, había estado en el lado equivocado de la cancha desde los años de la Violencia. «Yo sé más o menos cómo es esa familia», le había dicho una vez Mallarino, «y no sé si me gusta mucho que estés saliendo con él». «Pues su familia sabe exactamente quién eres tú», contestó Beatriz. «Y no les gusta nada que él esté saliendo conmigo.» Y ahora, pocos años después de esa conversación y muchos después de la separación de sus propios padres, Beatriz se separaba de su marido. Juan Felipe Velasco, se llamaba: un rubio de mentón partido que siempre se persignaba antes de un viaje por carretera. Beatriz había aprendido a persignarse con él, y les habría enseñado a persignarse a sus hijos de haberlos tenido; pero no los habían tenido, y eso era afortunado; y ahora se estaban separando, desgastados también ellos por las diversas estrategias de que disponía la vida para desgastar a los amantes, por los demasiados viajes o la demasiada presencia, por el peso acumulado de las mentiras o las torpezas o las indelicadezas o los errores, las cosas dichas a destiempo y con palabras inmoderadas o inconvenientes o las que, quizás por no encontrar las palabras convenientes o moderadas, nunca se dijeron, o desgastados también por la mala memoria, sí, por la incapacidad para recordar lo esencial y vivir en ello (para recordar lo que una vez hizo feliz al otro: cuántos amantes han sucumbido a ese olvido negligente), y por la incapacidad, también, de adelantarse a todo aquello que tanto desgasta y deteriora, adelantarse a las mentiras, a las torpezas, a las indelicadezas, a los errores, a las cosas que no debían decirse y a los silencios que debían evitarse: ver todo aquello, verlo venir en la distancia, verlo venir y hacerse a un lado y sentir el soplo de su paso como un meteorito rozando el planeta. Verlo venir, pensó Mallarino, y hacerse a un lado. Para una tribu indígena de Paraguay, o quizás era de Bolivia, el pasado es lo que está delante de nosotros, porque podemos verlo y conocerlo, y el futuro, en cambio, es lo que está detrás: lo que no vemos ni podemos conocer. El meteorito siempre viene por la espalda, no lo vemos, no podemos verlo. Hay que verlo, verlo venir y hacerse a un lado. Hay que ponerse de cara al futuro. Es muy pobre la memoria que sólo funciona hacia atrás.
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