Jose J. De Olañeta, 2009. 146 páginas.
A pesar de mi admiración por Capek, no es uno de sus mejores libros. Hace un repaso de lo que significa el año para un jardinero, y aunque hay sentido del humor y ternura a raudales el tema no es lo que se dice apasionante.
Más me ha sorprendido la editorial, que ha publicado muchísimos libros, casi todos de un aire más místico que las desventuras de este pobre jardinero y sus peleas con los plantones, el espacio, el tiempo atmosférico y los mil y un sinsabores de quien intenta cultivar la tierra.
Por supuesto, cualquiera es capaz de ver. «Dios mío, qué flor i.m bonita», dirá un profano, a lo que el jardinero, en un tono ligeramente ofendido, responderá: «Ya ve usted que es una Petrocalis pyrenaica». Pues el jardinero tiene debilidad por los nombres; una flor sin nombre es, para hablar a la manera de Platón, una flor que no tiene «idea» metafísica; en una palabra, no tiene una realidad plena y verdadera. Una flor sin nombre no es más que una mala hierba; una flor dotada de un nombre latino es en cierto modo elevada al estado de especialidad. Si en uno de vuestros arriates crece una ortiga, le aplicáis el nombre de «Urtica dioica» y empezáis a atribuirle un valor e incluso caváis el suelo a su alrededor y lo abonáis con nitrato de Chile. Cuando habléis con un jardinero, preguntadle siempre: «¿Cómo se llama esta rosa? —Es la Bur-meester van Tholle», os responderá el jardinero muy contento. «Y aquella es la Mme. Claire Mordier» y, al decirlo, piensa que sois un hombre cortés y bien educado. Pero no aventuréis ningún nombre por vuestra cuenta; no digáis, por ejemplo: «Tiene allí un bonito Arabis», porque el jardinero puede ponerse a echar pestes contra vosotros: «Vamos, hombre, ¿no ve que es una ‘Schieverec-kia Bornmülleri’?» A decir verdad, es casi lo mismo, pero los nombres son los nombres, y nosotros los jardineros tenemos empeño en que se digan los nombres exactos. Por eso no nos gustan ni los niños ni los mirlos, porque nos quitan nuestras etiquetas y las mezclan, y así llega a ocurrir que digamos con sorpresa: «Vaya, un cítiso que crece exactamente igual que un edelweiss —quizá es una variedad local—; y se trata sin duda de un cítiso, pues al lado tk-ne la etiqueta que yo mismo le puse.»
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