Impedimenta, 2011. 134 páginas.
Tit. Or. Natsu no Hana. Trad. Yoko Ogihara y Fernando Cordobés.
Desgarradores relatos de un superviviente de la bomba atómica. Un recordatorio de uno de los actos más atroces de la raza humana. A su calidad literaria se une su posición excepcional como testigo de un momento terrible.
A lo largo del libro el autor hace referencia a los Patios de Armas del Este y del Oeste, que no eran sino grandes centros de reclutamiento e instrucción. Para prevenir los efectos devastadores de los ataques aéreos, una gran parte del personal militar se dedicaba a la apertura de cortafuegos por toda la ciudad. La mayoría de sus construcciones eran de madera y, por tanto, muy volátiles. El autor lo menciona en varias ocasiones y se detiene en la contemplación de los cambios inevitables que sufría Hiroshima por causa de los bombardeos.
Además de intentar prepararse para minimizar los daños materiales, las autoridades ordenaron evacuaciones forzosas de niños a zonas rurales alejadas del centro y de los objetivos de los B-29 norteamericanos. Aquella decisión salvó muchas vidas pero, a la postre, dejó infinidad de huérfanos. Yasuko y Seiji, hermanos del narrador, Shózó, tienen a sus hijos evacuados y sufren enormemente por la separación.
La ciudad de Hiroshima siempre estuvo entre los objetivos prioritarios del ejército norteamericano para el lanzamiento de la bomba atómica, y por esa razón fue respetada casi hasta el final de la guerra. Mientras otras ciudades como Tokio eran arrasadas literalmente bajo una lluvia de bombas convencionales, en Hiroshima no cayeron muchas, pues se reservaba para la nueva arma y para la comprobación in situ de sus devastadores efectos. Esa es una de las razones que explica el sentimiento de premonición que recorre toda la primera parte de la obra: esa idea insistente y compartida por todos los habitantes de la ciudad de que el fin se acerca irremisiblemente. Sin embargo, nadie podía prever una catástrofe semejante, por lo que nadie pudo ponerse a salvo. ¿Y por qué no se marchó la gente después de aquello? ¿Por qué no abandonaron la ciudad para siempre? La respuesta es simple y aterradora: porque nadie sabía lo que había pasado en realidad. No existía información. Los habitantes de Hiroshima estaban desamparados. Pensaban que se trataba de una bomba convencional pero mucho más potente de lo normal. Lo que no sabían es que muchos de ellos morirían irremediablemente consumidos por los efectos perversos de la radiactividad.
Le debo mi vida a un retrete. La mañana del 6 de agosto me levanté de la cama a eso de las ocho. Las alarmas antiaéreas se habían activado en dos ocasiones la noche anterior, pero en aquel momento no sonaba ninguna. Antes del amanecer me desvestí, me puse la yukatá? y me volví a dormir. Cuando me levanté, solo llevaba puestos los calzoncillos. Al verme, mi hermana comenzó a refunfuñar, pues a su entender me quedaba en la cama hasta demasiado tarde. Sin decir palabra ni tener en cuenta sus reproches, me dirigí al baño.
No sabría decir cuántos segundos pasaron hasta que ocurrió todo; súbitamente, una especie de ola sónica retumbó en mi cabeza y luego todo se oscureció. Grité instintivamente y me levanté cubriéndome la cara con las manos. Los objetos se estrellaban unos contra otros, como azotados por una tempestad. Todo estaba oscuro como la boca de un lobo. No tenía la menor idea de lo que estaba sucediendo. Tanteando a ciegas, deslicé la puerta que daba al engawa.4 Angustiado, en medio del estruendo alcancé a escuchar con claridad mis propios aullidos de agonía, pero era incapaz de ver nada. Sin embargo, en cuanto logré salir, pude ver cómo se iban perfilando rápidamente, bajo aquella luz desmayada, los contornos de una escena de destrucción. Mis sentimientos se empezaron a definir.
Lo que vi parecía salido de la peor de las pesadillas. Desde el primer momento, nada más recibir el impacto de la explosión en la cabeza y de que todo se sumiera en las tinieblas, fui consciente de que no había muerto. Después, pensando en la catástrofe que esto suponía, me enfurecí. Grité; mi voz resonó en mis oídos como si perteneciera a otra persona. Cuando la situación a mi alrededor comenzó a aclararse, me sentí como si me encontrara en medio del escenario en plena representación de una tragedia, o actuando en alguna película como las que solía contemplar en el cine. Más allá de la espesa nube de polvo pude vislumbrar pequeños claros azules, que poco después empezaron a multiplicarse. La luz comenzó a filtrarse por las rendijas de los muros derruidos. La claridad emanaba de lugares inverosímiles. Di unos pasos vacilantes sobre la tarima del suelo de donde había salido volando el tatami, y entonces mi hermana se abalanzó sobre mí desde el lado opuesto de la habitación.
—¿Estás herido? Dime, ¿estás herido? ¿Te encuentras bien? —gritó.
Y después:
—Te está sangrando el ojo. Corre a lavártelo ahora mismo —dijo, y me advirtió de que el grifo de la cocina aún tenía agua corriente.
Al darme cuenta de que estaba completamente desnudo, pregunté, volviéndome hacia mi hermana:
—¿No hay nada a mano que pueda ponerme?
Un comentario
Me emocionó mucho esta lectura. Quisiera leer el libro. Dónde lo consigo? Soy de Tunuyán, Mendoza, Argentina y no hay librerías importantes. Gracias por tu respuesta