Suma de letras, 2003. 207 páginas.
A Rafael Reig lo conocí por el periódico 20 minutos. Durante un tiempo publicó una especie de novela por entregas con las hazañas de un curioso superhéroe: el capitán Carpeto. La serie no estaba mal, pero como no todos los días conseguía el periódico no pude seguirla. Pero vi el otro día este libro en el mercado de San Antonio y me faltó tiempo para comprarlo. Para quitarme la espinita.
En un futuro cercano el Partido comunista ha ganado las elecciones, Estados Unidos invadió España, Madrid tiene el paseo de la Castellana navegable y a los que tienen hijos con alguna tara los esteriliza el estado. En este ambiente se desenvuelve Clot, Carlos Clot, detective de medio pelo aficionado al Whiskey. Tres casos en apariencia inocentes cambiarán de un modo radical su vida.
Andaba yo un poco estresado leyendo ¡Que piensen ellos! y no me podía concentrar en la lectura. Lo dejé de lado en contra de mis costumbres y empecé éste. Buena elección. Un libro ágil, entretenido, divertido y con sustancia. Para el mediodía siguiente ya lo había terminado.
La historia y los personajes están bien, y las referencias literarias que salpican el libro son como los trocitos de chocolate de un buen helado. Comparándola con Si Sabino viviría me quedo sin dudar con ésta. Aunque falla allí donde la otra acertaba; el final está un poco traido por los pelos. Una pena porque el material daba para algo más.
Decidido; otro escritor que apunto a la lista. Este libro es uno de los más divertidos que he leído este año: no digo más.
Escuchando: Estoy junto a ti. The Starlites.
Extracto:[-]
Llamaba «casa» a dos habitaciones en uno de los seis sotabancos de un edificio de la calle San Marcos. Era un estudio-mansarda de los que el Plan Urbanístico destinaba a artistas-escritores inéditos. Varias generaciones de plumíferos sin suerte habían soñado su gloria entre aquellas paredes. Se notaba. Quedaban por todas partes las manchas indelebles de tanto esfuerzo inútil. El parqué crujía, agotado de soportar el peso de la vanidad. En cuanto apagabas la luz, por el sumidero del baño comenzaban a salir obstinados insectos: metáforas brillantes que se arrastraban por las baldosas, hemistiquios de ojos compuestos, fragmentos de prosa con caparazones opacos, endecasílabos de once patas contadas con los dedos…
Era asqueroso, sí, es verdad, pero el alquiler resultaba muy barato y yo no tengo manías. El casero tuvo que rebajarlo porque el anterior inquilino, Carlos Viloria, había tenido la ocurrencia de suicidarse in situ y luego los demás artistas-escritores no querían ocupar la vivienda. Son así de sensibles. Cuando llegué aún estaba la silueta de su cuerpo dibujada con tiza en el suelo.
Ahora, cinco años después, resulta que Viloria se había convertido en un mito tras la publicación póstuma de La sordera profunda, un clásico de nuestro tiempo, «la conciencia crítica del siglo». Creo que a los niños ya les obligan a leerlo en los colegios y deben de hacer chistes con su apellido, como con Antonio Manchado o Miguel de Inhumano. O sea, la gloria, lo que es la gloria literaria en sí.
Además de los testarudos insectos, en el piso había dejado unos cromos de artistas-escritores, la mayoría difuntos. Pensé en quitar aquellos monigotes enfurruñados, pero habría quedado una marca aún más fea en la pared. Fat G. Iribarren, mi amigo crítico, les puso un día los pies de foto: al parecer uno era san Baudelaire, otro un san Gabo y los otros dos, imágenes de san Rubén Darío. Ahí se quedaron, yo no soy quisquilloso. Metí mis cuatro cosas y me instalé con una caja de Loch Lo-mond, el tablero y una esportilla de recuerdos tristes.
Era un sitio tan bueno como cualquier otro: servía para beber despacio con la luz apagada mientras fuera se hacía de noche.
Coloqué el tablero y repetí Alekhine-Capa-blanca (Buenos Aires, 1927), la vigésimosegunda partida por el título, un monumento perdurable a la obstinación de la inteligencia. Las tablas eran evidentes, pero ninguno quería rendirse y así llegaron, agotados, hasta el movimiento 86.
Tablas, por supuesto. Saltaba a la vista desde el principio.
Apagué la luz y bebí en silencio.
Habían pasado muchos años y, como si estuviera frente al pelotón de fusilamiento, me puse a recordar la primera vez que mi padre me llevó a conocer el hielo. Venía en cubitos cuadrados. Estaba frío, pero, al sujetarlo en la mano, quemaba. Mi padre depositó dos en un vaso y añadió tres dedos de un líquido transparente con reflejos azulados: Bombay, su bebida de siempre. Cerró los ojos y dio un largo trago.
«Como en los viejos tiempos —suspiró, afónico—, igual que antes, Carlitos, hijo».
Antes debía de querer decir antes de que muriera Franco y de que el Partido Comunista ganara las elecciones, antes de la invasión y de que se acabara el petróleo, antes del anglo obligatorio y de las alteraciones genéticas, de que inundaran la Castellana para construir el canal y de que mi padre se quedara ciego. Es decir, en términos generales, aníes de la vida que llevábamos.
Siempre que alguien decía: «En fin, en fin, qué vida esta», mi padre contestaba de inmediato: «Porque no hay otra. Si no, ¿de qué? ¡Aquí íbamos a estar!».
Me gustaba verle beber. Apretaba la lengua contra el paladar, con los ojos cerrados y en silencio. Sonreía. Cuando abría los ojos, siempre volvía la cara hacia la ventana.
Tal vez no quería que le viera llorar, no lo sé, porque yo tampoco estaba mirando nunca.
Murió al año siguiente, con una botella de Bombay en la mesita de noche.
¿Estaba medio llena o medio vacía?
No lo sé. Me bebí lo que quedaba. Luego vomité en el lavabo y me miré al espejo. Nunca he
vuelto a probar la ginebra, pero conservé en el bolsillo el tapón de esa botella.
La botella la estrellé esa misma noche contra la acera, a la puerta de la casa de mis padres, en el bulevar de la calle Ibiza.
7 comentarios
Curioso, porque pensaba que no había leído nada de Rafael Reig y había leído este libro. Me gustó, pero disiento en algo: prefiero Si Sabino Viviría, sin duda, aunque sin duda influye que soy «del Planeta La Margen»
Qué interesante, yo sí no había leído nada de Reig; ni siquiera había escuchado sobre él. Como casi siempre, pasar por aquí ha sido una delicia… aunque qué sensación tan extraña me ha quedado luego de ver el video donde le da el infarto al profesor; aún no puedo sacudirme la opresión que aún guardo en el pecho y que más o menos se disipó con la sangre falsa saliéndole por la boca… pero aún así qué impresionante.
Javi, yo viví unos cuantos años en el Planeta La Margen, y gracias a eso me hizo mucha más gracia ‘Si Sabino Viviría’, pero éste me pareció más consistente.
La Otra Chilanga, gracias por tu visita… el vídeo es una broma, así que espero que ya estén disipadas las opresiones.
Rafael Reig es un mounstruo de la imaginación. Yo recomiendo todos sus libros. Mi preferido: La fórmula Omega.
Ese no lo he leído, pero caerá.
Pedazo viaje acabo de darme por el espacio gracias a ti. Llego aquí desde tu última entrada, ya he pasado por 20 minutos. Ya tengo Sangre a borbotones.
No conocía a Rafael Reig. Estoy más desconectada de los escritores actuales de lo que yo creía. En tu otro comentario, me acordada, según iba leyéndolo, Crónicas del Sochantre, de Alvaro CUnquiero.
Gracias
Gracias a ti por la visita y por seguir mis recomendaciones… espero que no te defrauden.