Blackie Books, 2010. 156 página.
Tit. or. Trout fishing in America. Trad. Pablo Álvarez Ellacuria.
Este es un libro que empieza así:
RICHARD GARY BRAUTIGAN nació en Tacoma, Estados Unidos, el 30 de enero de 1935. Su padre nunca lo reconoció y, cuando tenía nueve años, su madre los abandonó a él y a su hermana en la habitación de un hotel en Great Falls, Montana. Pasaron muchas horas esperando a que volviese, hasta que el cocinero del establecimiento decidió acogerlos. Alguien ha dicho que su cerebro fue el único juguete que tuvo.
Y acaba así:
El 30 de enero de 2010, cuando empezó a maquetarse este libro, Richard Brautigan habría cumplido setenta y cinco años. Por eso, para la edición española de La pesca de la trucha en América hemos intentado mantener el espíritu de la edición americana de 1967. De allí la foto, y de allí tanto blanco en la página. Por eso una fuente Clarendon, y por eso hemos subrayado en lugar de usar cursivas, aunque a veces no se subraye donde pareciera que toca; por eso hay un montón de mayúsculas, aunque a veces no las haya donde uno pensaría que sí van, y por eso el texto está compuesto en bandera, aunque se hayan dividido algunas palabras. Porque Brautigan, hace cuarenta y tres años, así lo quiso. Y cualquiera le dice que no.
En medio, todo lo que he leído de críticos y admiradores: un libro original, diferente, conmovedor, que no me podía perder.
Aunque salen arroyos y truchas, no estamos hablando de pesca (y aunque por el extracto lo parezca, tampoco de sexo). De difícil clasificación. También hay ternura. Yo no pido más; gracias a los que me lo recomendaron.
Calificación: Muy bueno.
Un día, un libro (242/365)
Extracto:
SEA, SEA RIDER
El dueño de la librería carecía de magia. No era un cuervo de tres patas en la ladera de dientes de león de la montaña.
Era, claro, un judío, un marino mercante retirado, que al ser torpedeado en el Atlántico Norte quedó flotando durante días y días hasta que la muerte decidió que no lo quería. Tenía una esposa joven, un Volkswagen, una casa en Marin County y había tenido un infarto. Le gustaba la obra de George Orwell, Richard Aldington y Edmund Wilson.
Conoció la vida a los dieciséis años, primero a través de Dostoievski y luego de las putas de Nueva Orleans.
La librería era un aparcamiento de cementerios usados. Miles de cementerios aparcados en hilera como coches. Casi todos los libros estaban descatalogados, y nadie quería leerlos ya, y la gente que había leído los libros había muerto o los había olvidado, pero gracias al orgánico proceso de la música los libros habían recuperado su virginidad. Lucían sus vetustos copyrights como si fueran un himen nuevo.
Yo iba a la librería por las tardes, después de salir del trabajo, durante aquel año terrible que fue 1959.
En la trastienda tenía una cocina y allí se preparaba tazas de espeso café turco en una olla de cobre. Yo me bebía el café y leía libros viejos y esperaba a que se acabase el año. Sobre la cocina tenía una habitacioncita.
Ésta se asomaba a la librería y se ocultaba tras unos biombos chinos. La habitación consistía en un sillón, un aparador de vidrio con bagatelas chinas y una mesa con tres sillas. Había también un retrete minúsculo unido a la habitación como con la cadenilla de un reloj.
Una tarde estaba yo sentado en un taburete de la librería, leyendo un libro en forma de cáliz. El libro tenía páginas diáfanas como la ginebra, y en la primera página se leía:
Billy el Niño nacido
el 23 de noviembre de 1859
en Nueva York
El propietario de la librería se me acercó, me echó un brazo sobre los hombros y me dijo: «¿Quieres echar un polvo?». Su voz era muy amable.
-No -le dije.
-Te equivocas -dijo él, y luego, sin decir nada más, salió a la puerta de la librería y detuvo a una pareja de completos desconocidos, hombre y mujer. Habló con ellos algunos instantes. No pude oír lo que decía. Me señaló desde fuera de la librería. La mujer asintió y luego el hombre asintió también.
Entraron en la librería.
Yo estaba avergonzado. No podía salir de la librería,
porque estaban entrando por la única puerta, y decidí subir las escaleras y meterme en el retrete. Me levanté de sopetón y subí al baño, y ellos subieron detrás de mí.
Podía oírlos subir las escaleras.
Pasé mucho tiempo metido en el baño, y ellos esperaron el mismo tiempo en la otra habitación. No dijeron nada. Cuando salí del baño, la mujer estaba desnuda, tendida sobre el sillón, y él se había sentado en una silla y tenía el sombrero en el regazo.
-Por él no te preocupes -me dijo la chica-. Estas cosas lo dejan indiferente. Es rico. Tiene 3.859 Rolls-Royces.
La chica era muy guapa y su cuerpo era como un riachuelo de montaña en el que la piel y el músculo fluyeran sobre piedras ocultas de hueso y nervio.
-Ven conmigo -me dijo-. Y entra en mí, porque somos Acuario y te amo.
Miré al tipo sentado en la silla. No sonreía, y no parecía triste.
Me quité los zapatos y toda la ropa. El tipo no dijo ni palabra.
El cuerpo de la chica se cimbreaba ligeramente de lado a lado.
Yo no podía hacer nada, mi cuerpo era como los pájaros que se posan en las líneas telefónicas tendidas sobre el mundo, cuando las nubes mecen los cables con cuidado.
Me tiré a la chica.
Fue como ese eterno segundo 59 que se convierte en un minuto y luego parece un poco avergonzado.
-Bien -dijo la chica, y me besó en la cara.
El hombre seguía sentado, sin hablar ni moverse ni emitir emoción alguna en la habitación. Supongo que sí era rico y tenía 3.859 Rolls-Royces.
Más tarde la chica se vistió y ella y el hombre se fueron. Bajaron las escaleras y cuando estaban a punto de salir él habló por primera vez.
-¿Quieres que vayamos a Ernie’s a cenar?
-No sé -dijo ella-. Es un poco pronto para pensar en la cena.
Luego oí que se cerraba la puerta. Se habían ido. Me vestí y bajé a la tienda. Sentía la carne de todo mi cuerpo blanda y relajada, como un experimento de música ambiental.
El propietario de la librería estaba sentado en su escritorio tras el mostrador.
-Ahora te cuento lo que ha pasado ahí arriba -me dijo, en una hermosa voz anti-cuervo-de-tres-patas, una voz anti-ladera-de-dientes-de-león.
-¿Qué? -dije yo.
-Tú combatiste en la Guerra Civil española. Eras un joven comunista de Cleveland, Ohio. Ella era pintora. Una judía neoyorquina que andaba haciendo turismo por la Guerra Civil española como si se tratara del Mardi Gras de Nueva Orleans interpretado por estatuas griegas.
«Cuando la conociste estaba pintando el cuadro de un anarquista muerto. Te pidió que te pusieses junto al anarquista en pose de haberlo matado. Le diste un bofetón y le dijiste algo que me daría vergüenza repetir ahora.
«Os enamorasteis perdidamente.
«Una vez, estando tú en el frente, leyó Anatomía de la melancolía e hizo 349 dibujos de un limón.
«El amor que sentíais el uno por el otro era principalmente espiritual. Ninguno de los dos cumplía como un millonario en la cama.
«Cuando cayó Barcelona, tú y ella volasteis a Inglaterra y tomasteis un barco a Nueva York. El amor que sentíais el uno por el otro se quedó en España. No fue más que un amor de guerra. Os queríais a vosotros mismos enamorados en España durante la guerra. En el Atlántico os portasteis de otra manera el uno con el otro, y a cada día que pasaba teníais menos en común. «Cada ola del Atlántico era como una gaviota muerta arrastrando su artillería de madera a la deriva de horizonte en horizonte.
«Cuando el barco fue a topar contra América os separasteis sin decir nada y nunca volvisteis a veros. Lo último que supo de ti es que vivías todavía en Fila-delfia.»
-¿Eso es lo que crees que ha pasado ahí arriba? -le pregunté.
-En parte -dijo él-. Sí, eso ha sido, en parte. Sacó la pipa y la cargó de tabaco y la encendió. -¿Quieres que te cuente qué más ha pasado ahí arriba? -dijo.
-Adelante.
-Cruzaste la frontera con México -dijo-. Llegaste con tu caballo a un pueblecito. La gente sabía quién eras y te temía. Sabían que habías matado a muchos hombres con la pistola que llevabas al cinto. El pueblo era tan pequeño que no tenía párroco.
«Cuando los rurales te vieron, abandonaron el pueblo. No querían tener nada que ver contigo, y mira que eran duros. Los rurales se fueron.
«Te convertiste en el hombre más poderoso del pueblo. «Quedaste prendado de una chica de trece años, y vivisteis juntos en una casita de adobe, y prácticamente no te dedicabas más que a hacer el amor.
«Ella era espigada y de cabellos negros y muy largos. Hacíais el amor de pie, sentados, tumbados en el sucio suelo con los pollos y los cerdos alrededor. Las paredes, el suelo e incluso el techo de la choza estaban cubiertos con tu esperma y sus corridas.
«De noche dormíais en el suelo y usabais tu esperma de almohada y sus corridas de sábana.
«La gente en el pueblo te tenía tanto miedo que era incapaz de hacer nada.
«Pasado algún tiempo, ella empezó a pasear por el pueblo sin ropa, y la gente del pueblo decía que aquello no era bueno, y cuando tú empezaste a ir por el pueblo sin ropa, y cuando empezasteis a hacer el amor a lomos de tu caballo en plena plaza, la gente se asustó tanto que abandonó el pueblo. Y ha estado abandonado desde entonces.
«La gente se niega a vivir allí.
«Ninguno de los dos llegasteis a cumplir veintiún años. No fue necesario.
«¿Lo ves? Sí sé lo que ha pasado ahí arriba -dijo-.
Me sonrió, amable. Sus ojos eran como los cordones de un clavecín.
Pensé en lo que había sucedido en el piso de arriba.
-Sabes que lo que digo es cierto -dijo-. Porque lo has visto con tus ojos y tu cuerpo lo ha vivido. Acaba el libro que estabas leyendo antes de que te interrumpieran. Me alegro de que hayas echado un polvo.
Una vez retomadas, las páginas del libro empezaron a pasar cada vez más rápidas hasta que empezaron a girar como ruedas en el mar.
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