Ediciones B, 2007. 524 páginas.
Tit. Or. An alien light. Trad. Salo Sadi.
A Miquel Barceló no le tomo en cuenta sus prólogos entusiastas porque sé que más que a un comercial que quiere venderte la moto estoy leyendo a un editor convencido de la calidad de su producto. Pero si afirma que
es una novela con sugerentes ideas y especulaciones servida en un envoltorio estilístico y lingüístico de lujo
uno se espera algo más de lo que me he encontrado. El propio Barceló reconoce que algo se ha perdido en la traducción -de un autor desconocido del que no hay referencias en Google y cuyos derechos la editorial no ha podido pagar-, y aunque espera que no sea mucho una de dos: o realmente hay diferencia o bien el original no era tan fantástico. Porque el resultado es bastante mediocre.
Hay una guerra interplanetaria entre la humanidad y los geds. Como estos no entienden muy bien a los humanos han localizado una colonia que ha perdido el contacto con el resto de planetas y que viven en un mundo preindustrial. Encerrándolos en un entorno artificial intentarán descubrir los secretos del comportamiento humano.
La idea central es un tópico desde los tiempos de Campbell; los seres humanos tienen algo especial que los diferencia del resto de razas del espacio:
Nunca había existido una especie que practicara la violencia intraespecie y que sobreviviera para alcanzar la tecnología de propulsión estelar.
Hasta los humanos.
Ellos habían ocasionado el caos, llenando el espacio con una tecnología que no deberían tener y una territorialidad tan fuerte como la de los geds. Una especie joven y temeraria que prefería estrellas amarillas y antiestéticas, respiraba oxígeno y cambiaba tan rápidamente que resultaba impredecible en la batalla, luchando tanto entre ellos como contra la Flota. Esto era lo que más sorprendía a los geds… luchaban entre sí con la tecnología de propulsión estelar. No deberían existir; deberían destruirse asimismo en sus mundos nativos, y que los supervivientes terminaran reducidos a un estado de barbarie.
A veces lo hacían. Pero no con demasiada frecuencia, y eso no había forma alguna de comprenderlo. No era genéticamente posible. Empero existía, y los humanos existían, y las naves humanas, y las geds, existían… tumbas brillantes, congeladas, radiactivas, flotando en el vacío. Tumbas que no podían solucionar nada.
Este tópico ya un tanto gastado e inverosimil no me hubiera molestado demasiado si el desarrollo posterior hubiera tenido cierto vuelo. Pero las peripecias de los humanos peleándose y reconciliándose mientras descubren la ciencia no son especialmente atractivas e interesantes. Personalmente no me ha provocado ni frío ni calor, y me han sobrado la mitad de páginas.
Extracto:[-]
—Eso no importa —dijo ella alegremente—. Funciona.
—¿Dónde conseguiste todas estas cosas?
—Las compré. Hice intercambio. Las cogí de la Sala de Enseñanza. Cuando las había usado, intercambiaba más. Grax no me decía la proporción correcta de ácido y agua. Por eso me preguntó: «¿Cómo pudiste descubrirlo?» Yo quería decirle: «Por magia y seducción, y continuando bajo ambas lunas», pero él no habría comprendido la broma. Encontré la proporción, y ahí está la fea, ridicula y maravillosa cosa. ¡Y funciona!
Sacó la mano del aparato, hizo un rápido saludo que los artesanos del vidrio usaban en el taller para señalar una buena hornada —un chasquido del pulgar medio burlón, medio triunfante—, y puso de nuevo la mano sobre el aparato, con los ojos brillantes. Kelovar no dijo nada.
—No hay nada en esta cosa que no pueda ser creada en Delysia, excepto el alambre ged, y un herrero hábil sabría cómo hacerlo. Es una mezcla de minerales, dijo Grax, e incluso si un herrero o armero no pudieran descubrir la mezcla, podrían crear una diferente que produciría igual cantidad de calor sin quemarse. Se pueden probar diferentes mezclas de minerales. Me pregunto por qué ningún maestro soplador de vidrio hace nunca esto. Nosotros continuamos usando los mismos materiales y cambiando sólo los diseños. Nunca pensamos en estos experimentos geds… simplemente nunca pensamos en ello. Quizá si yo fundiera algo… Hay un herrero en el salón próximo, lo dijo Ordun. Puedo preguntarle.
Dio un salto. Kelovar, que aún estaba arrodillado junto al aparato, le abrazó con fuerza una pierna, y ella bajó la mirada con sorpresa.
—Tú no vas a ninguna parte. Este juego infantil puede esperar.
Un comentario
Tostonazo.