Teresa de la Parra. Ifigenia.

marzo 7, 2025

Teresa de la Parra, Ifigenia
Ediciones de intervención cultural, 2007. 382 páginas.

La protagonista es una pánfila de buena familia venida a menos que al volver a Caracas se ve pobre, zarandeada por unas convenciones sociales a las que no está acostumbrada, encorsetada por la mirada de su familia y aturdida por los amores que su juventud no acaba de entender.

Está claro que es un libro con dos niveles de lectura, como las películas de Verhoeven. En un primer plano es una novela romántica con una protagonista que, aunque leída, resulta cursi e insufrible. Una novelita que podría pasar por entretenimiento dulzón e inofensivo. Pero si leemos entre líneas vemos una crítica en ocasiones bastante mordaz de la que no se libra nadie, una denuncia del machismo imperante e incluso modelos de conducta bastante dudosos. La única persona feliz de este microcosmos es una criada que no se ha casado nunca aunque ha amado bastante, y que disfruta de una libertad total.

Pero a pesar de ese mensaje tanto lenguaje recargado y tantas tonterías amorosas se me han echo bola, y me ha costado bastante acabarlo. Pero no está mal.

Bueno.

Y digo que así debió expresarse el pensamiento de tía Clara, porque no bien sus nudosas manos bañadas en la luz verde de la pantalla comenzaron a mover pausadamente, las dos agujas de hueso, mientras la pelota de estambre rodaba un segundo por encima de su falda e iba a dar en el suelo sobre la alfombra oscura, yo, junto al indignado silencio de Leal, sin saber por qué, me puse a evocar muy dulcemente unas escenas lejanas, pero tan lejanas, que era apenas si lograba esbozarlas mi memoria… En ellas me sentía de nuevo pequeñita, sentada en el suelo, de espalda al sofá de damasco, blanqueando también allí mismo, sobre la alfombra oscura, un poco más extensamente de lo que blanqueaba ahora la pelota de estambre… y allí me vi otra vez, instalada en el suelo, alineando muy formal junto a mis zapatitos la blanca hilera de gallos de papel que me había fabricado el novio de tía Clara… sí, ¡el novio de tía Clara! aquel personaje amable y enigmático, que tras de mí, en el sofá de damasco, conversaba con ella durante horas y horas, en un tono bajo, que era muy misterioso y estaba sembrado de unas pausas que eran mucho más misteriosas todavía… Ahora, después de quince años, en mi lugar estaba la pelota de lana y en lugar de tía Clara y de su novio, estábamos mi novio y yo…
—¡Ah! —pensé llena de melancolía—: la vida es un árbol que se viste y se desviste de continuo, poniendo siempre sus distintas hojas, sobre los mismos sitios, al compás del mismo monótono caminar del tiempo!
Y como tan suaves consideraciones inundaran mi alma en una ola de sentimentalismo, con el doble objeto de darle salida distrayendo a un propio tiempo el mal humor de Leal, le hablé de los encantos de la poesía lírica y propuse recitarle aquel emocionado nocturno de Silva:
«Una noche, una noche toda llena de murmullos, de perfume y de música de alas…».
Pero él, muchísimo más disgustado que antes, cuando yo iba por la palabra «murmullos» me cortó bruscamente el nocturno para pronunciar, él, un extenso monólogo, enérgico e imperioso, el cual, comprimido en pocas palabras, venía a expresar más o menos lo siguiente: Que odiaba los romanticismos; que odiaba las recitaciones; y que odiaba todavía más las mujeres como yo, que pretendían ser sabias y bachilleras; que en su opinión, la cabeza de una mujer era un objeto más o menos decorativo, completamente vacío por dentro, hecho para alegrar la vista de los hombres, y adornados con dos orejas cuyo único oficio debía ser el recibir y coleccionar las órdenes que éstos les dictasen; y que además y finalmente, le parecía indispensable el que dicho decorativo objeto usase una cabellera muy larga puesto que así lo había indicado ya la sapientísima filosofía de Shopenhauer.
Pero esto último de Shopenhauer, él, no lo dijo así nombrando a Shopenhauer, sino que yo lo deduje de la siguiente orden terminante con la cual se remató el monólogo:
—… y últimamente: no quiero que sigas usando el pelo corto. ¡Como la pintura, el pelo corto no es cosa propia de mujeres decentes!…
Tanto estos últimos, como los anteriores enérgicos conceptos, me dejaron un instante muda de asombro y de tristeza. La idea de sacrificar mis dos queridos mechones cortos de pelo, adorno de mis sienes y ocupación perenne de mis manos, me afligía mucho, pero me afligía muchísimo más todavía el pensar que yo había trabajado sin tregua leyendo y estudiando, a fin de instruirme, y adquirir así un nuevo adorno o atractivo, el cual en lugar de ser tal adorno o atractivo, resultaba de repente, según acababa de declarar rotundamente Leal, una condición desventajosa, feísima y chocante en una mujer: «¡la mujer bachillera!».
—¡Ah! qué conflicto tan grande —pensé con desesperación, sentada humilde y sumisa en mi medio sofá—, y ahora, para poder gustar a Leal: ¿cómo limpiar mi cabeza de esta baraúnda de lecturas acumuladas en más de dos años, las cuales, a modo de informe nebulosa, flotarán eternamente en ella?
Y mirando con los ojos muy abiertos la pelota de estambre que precedida de la hebra a impulsos de los dedos de tía Clara, saltaba imperceptible sobre la alfombra oscura, me di a considerar que al fin de cuentas, la ignorancia era muchísimo más liberal que la sabiduría, puesto que de un ignorante se puede hacer un sabio, mientras que de un sabio no puede hacerse jamás un ignorante. Entonces, sentí durante un minuto la nostalgia de las cosas irremisiblemente perdidas, y me dije a mí misma suspirando:
—¡Ah! la infinita tristeza de la definitivo! ¿y qué no daría yo ahora por complacer a Leal, adquiriendo de nuevo el perdido tesoro de mi absoluta ignorancia?…
Pero al fin me consolé pensando, que si bien era cierto que no tenía la posibilidad de adquirir dicho tesoro, me quedaba siempre el recurso de hacer creer que lo poseía. Esta solución me satisfizo muchísimo, no solamente porque allanaba el conflicto, sino porque me hizo recordar que tengo grandes disposiciones para fingir, lo cual, lejos de ser un defecto como supone el vulgo, es una prueba de talento, y una muestra evidente de que podría haber hecho una brillantísima carrera en el arte divino del teatro, arte que en mi opinión es el más sublime de cuantos existen. Y así, pensando en este talento mío, que escudado en mi belleza, podría haberme llevado quizás, quizás, hasta el nivel de una Sarah Bernard o de una Duse, me sentí otra vez de un admirable buen humor; y entonces, dada esta alegría, levanté mis ojos de la pelota de estambre, los fijé en mi novio y le di a entender por medio de unas miradas y de unos mohines graciosísimos, que tía Clara nos estorbaba horriblemente, y que encontrándome ya en plena crisis de arrepentimiento, sentía en el alma haberle desobedecido. Estas manifestaciones, lejos de calmar su desagrado parecían exacerbarlo, tanto, que según creo ahora, Leal, sentado junto a mí en el sofá de damasco, sentía verdaderos deseos de darme unos palos ya que no podía darme unos besos. Como ambas cosas, igualmente desagradables, eran igualmente imposibles, juzgué mi situación sumamente interesante, y continué desarrollando con más soltura todo aquel repertorio de guiños, sonrisas y mohines, que aun cuando por desgracia no pude verlos reproducidos en ningún espejo, comprendí muy bien que todos, absolutamente todos, eran sutiles, deliciosos, graciosísimos, dignos de ser exhibidos no en un salón, y ante una sola persona, sino en un gran teatro, vestida con una maravillosa toilette de baile, en medio de una decoración lujosísima, y ante el numeroso e inteligente público de alguna gran capital.

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