Gueorgui Gospodínov. Las tempestálidas.

febrero 20, 2025

Gueorgui Gospodínov, Las tempestálidas
Fulgencio Pimentel, 2022. 414 páginas.
Trad. María Vútova y César Sánchez.

El protagonista (aparentemente un trasunto del autor) se reencuentra con Gaustín (personaje de otros relatos suyos) que está montando unas clínicas donde atiende a pacientes con alzhéimer recreando escenas del pasado. El éxito de la iniciativa se escapa de sus manos cuando hasta los propios países deciden volver a décadas mejores.

Hice bien leyendo sus cuentos antes porque aquí no solo se aprovechan personajes, también fragmentos de tramas con los que conforma una novela cuyo eje son esos cronorrefugios, inicialmente pensados para quienes pierden la memoria pero que finalmente son buscados por todo el mundo. Aunque la parte en la que los países votan su década dorada (no es difícil adivinar cuál es la española) es la que menos me ha gustado el conjunto es una reflexión acerca de las cuentas pendientes con el pasado, lo jodido que es envejecer, nuestra identidad con la memoria y la importancia de los recuerdos.

El tono a pie de calle, cotidiano, que es marca del autor también es una de las cosas que más me han gustado. Dejo abundantes fragmentos.

Muy bueno.

Otro 1 de septiembre estaré sentado en el césped del Bryant Park, el garito de la 52 hace mucho que no existe, acabo de llegar de Europa y muy cansado (también el alma tiene su jet lag) me dedicaré a contemplar los rostros de la gente. Llevo conmigo el pequeño volumen de Auden, nos debemos el ritual, ¿no? Tras un día en la biblioteca me siento «inseguro y asustado». Dormí mal, no soñé con ningún engaño, o tal vez sí, pero se me ha olvidado… El mundo se encuentra en el mismo grado de angustia, el sheriff local y el sheriff de un país lejano se lanzan mutuas amenazas. Lo hacen vía Twitter, en unos pocos caracteres. Ni rastro de la vieja retórica, ni rastro de la elocuencia. Maletín, botón y… se acabó el día laboral para el mundo. Un apocalipsis burocrático.
Sí, ya no están los antiguos garitos ni los maestros antiguos, la guerra que entonces era inminente ha pasado también, han pasado otras guerras, la angustia es lo único que permanece.
«I tell you, I tell you, I tell you we must die».
En algún lugar cercano sonaba el tema de los Doors y de repente me pareció que allí había una conversación secreta, que Morrison en realidad hablaba con Auden. Y como si ese preciso estribillo, esa réplica, resolviese el titubeo en la línea menos favorita de Auden: «We must love one another or die». En el caso de Morrison ya no hay titubeo, la respuesta es categórica: «I tell you we must die».
Pronto descubro que, en realidad, la canción la escribió Brecht ya en 1925, con música de Kurt Weill. El propio Weill, en 1930, la interpreta de la manera más deslumbrante, al borde de lo terrible…Y esto no hace sino enredarlo todo aún más. Auden toma y le da la vuelta a la línea de la canción de Brecht; de hecho, le está hablando. Tanto Brecht, en 1925, como Morrison, en 1969, caminan tras la muerte. «Hazme caso, debemos morir». Comparado con ellos, parece que Auden todavía nos está dejando una oportunidad: «amarnos o morir». Solo antes de las guerras, incluso en vísperas de ellas, uno es propenso a conservar la esperanza. El 1 de septiembre probablemente el mundo todavía se habría podido salvar.


En todas las epopeyas antiguas existe un enemigo fuerte con el que medirse: el Toro del Cielo y Gilgamesh, el monstruo Grendel, su madre y al final el dragón que hiere a muerte al viejo Beowulf, todos los monstruos, toros y demás en las Metamorfosis de Ovidio, el cíclope en la Odisea y un largo etcétera. En las novelas actuales los monstruos han desaparecido, se han ido junto con los héroes. Cuando no hay monstruos, tampoco hay necesidad de héroes.
Sin embargo, sí que hay un monstruo. Hay un monstruo que nos acecha a cada uno de nosotros. La muerte, dirán ustedes. Sí, sí, la muerte es su hermana. Pero la vejez es el monstruo. Esta es la verdadera (y condenada) lucha, sin resplandor, sin fuegos artificiales, sin espadas incrustadas con el diente de san Pedro, sin armaduras mágicas ni ayudantes imprevistos, sin la esperanza de que los bardos canten tus hazañas, sin rituales…
Una batalla épica sin epopeya.
Largas maniobras solitarias, al acecho, como en una guerra de trincheras, doblarse, agazaparse, arremeter, merodear por el campo de batalla «entre el reloj y la cama», como el anciano Munch tituló uno de sus últimos autorretratos. Entre el reloj y la cama. Quién cantará las gestas de tal muerte y tal vejez.


Poco después nuestros caminos se separarían, nos íbamos a distanciar, a olvidarnos, los rebeldes sentarían la cabeza como asistentes de universidad, los solteros y fiesteros empedernidos empujarían carritos de bebé, se quedarían dormidos delante del televisor, los jipis irían regularmente a la barbería a cortarse el pelo. El periquito Pechorin moriría una mañana, y Emma Bovary chillaría y se golpearía contra las rejas, enloquecida de dolor. No sobreviviría ni una semana sin él. La otra Ema (sí, ese era su nombre) y yo romperíamos unos meses después. Ninguno de los dos moriría de pena. Yo empezaría mi primera novela, para tener un lugar al que regresar cuando me volviera loco, una novela sobre vagabundos.
La verdad es que ya no podía llamar a ninguno de los ángeles de antaño, ni siquiera a Ema, a ella a quien menos. Lo terrible era que no podía olvidarlos y que (nunca lo admitiría en su presencia) los echaba de menos. Me echaba de menos a mí, al que fui en aquella época, con ellos.


Al final, España eligió la explosión de libertad de los ochenta, con su Movida madrileña, su Malasaña y su Almodóvar, sucesores del «destape» y de las primeras tetas en la gran pantalla después de Franco, ya fueran justificadas o no. Recuerdo que, cuando más tarde esas películas llegaron a nosotros (tendríamos unos diecisiete o dieciocho años), apostábamos a que antes del minuto dos habría una escena de desnudo. Por eso nos encantaba el cine español.
En cualquier caso, no hubo ninguna guerra civil durante el referéndum, tal y como habían vaticinado los analistas más agoreros (el apoyo a Franco resultó ser menor del esperado), y España volvía feliz a la fiesta y el color de los ochenta.
Una vez, de paso por Madrid y a finales de un caluroso septiembre, pasada ya la medianoche, me vi en una pequeña plaza abarrotada de jóvenes bebiendo cerveza, tragafuegos, fumadores de porros, guitarristas, grupos de amigos riendo a viva voz… Una escena que habría encajado bien en un variado abanico de siglos anteriores. Más tarde, de regreso a casa, en las callejuelas aledañas, vi a los chicos y chicas orinando con toda la calma del mundo en la acera, entre los coches. Así olía Madrid: a cerveza y orina, y es innegable que en ese olor había alegría.

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