Turner, 2002. 186 páginas.
Tit. or. Hiroshima. Trad. Juan Gabriel Vásquez.
Un año después del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima John Hersey, corresponsal de guerra para la revista Time, viajó a la ciudad para hacer un reportaje. A través de las historias de seis supervivientes escribió un libro conmovedor sobre uno de los acontecimientos más terribles de la historia humana. Cuarenta años después volvería a Japón para saber qué había sido de los supervivientes y escribió un capítulo más.
Uno ya imagina que la explosión de una bomba nuclear tiene que ser catastrófica, pero que te lo cuenten de primera mano, la agonía de los supervivientes, la destrucción de la ciudad, la dificultad para tratar a los heridos, las consecuencias de una radiación cuyos efectos todavía se desconocían, es impresionante. El libro está narrado con un estilo periodístico nada efectista, pero te golpea en el estómago, sobre todo porque sabes que lo que aquí se cuenta es verdad.
Tiene pasajes verdaderamente conmovedores y que te ponen los pelos de punta.
Muy bueno.
La suerte que corrieron los doctores Fujii, Kanda y Machii —y, puesto que sus casos son típicos, la que corrió la mayoría de los médicos y cirujanos de Hiroshima—, con sus oficinas y hospitales destruidos, sus equipos dispersos, sus cuerpos incapacitados en grados diversos, explicó por qué no se atendió a muchos ciudadanos heridos y por qué muchos que habrían podido salvarse murieron. De ciento cincuenta doctores en la ciudad, sesenta y cinco fallecieron, y los demás resultaron heridos. De 1.780 enfermeras, 1.654 murieron o estaban demasiado graves para trabajar. En el hospital más grande, el de la Cruz Roja, sólo seis doctores de treinta eran capaces de trabajar, lo mismo que sólo diez enfermeras entre más de doscientas. El único médico ileso del personal de la Cruz Roja fue el doctor Sasaki. Tras la explosión, se dirigió a toda prisa al almacén para buscar vendajes. Como todas las que había visto mientras corría por el hospital, esta habitación estaba en total caos: botellas de medicina despedidas desde las estanterías y rotas, ungüentos salpicados sobre las paredes, instrumentos desparramados por todas partes. Cogió varios vendajes y una botella de mercurocromo que no estaba rota, volvió junto al cirujano jefe y le vendó sus heridas. Entonces salió al corredor y comenzó a atender a los pacientes heridos, a las enfermeras y a los doctores. Pero cometía tantos errores que tomó un par de lentes de la cara de una enfermera herida, y, aunque sólo compensaban parcialmente los defectos de su visión, eran mejor que nada. (Habría de depender de ellos durante más de un mes.)
El doctor Sasaki trabajaba sin método, atendiendo primero a los que tenía más cerca, y pronto notó que el corredor parecía llenarse más y más. Mezcladas con las excoriaciones y las laceraciones que la mayoría de pacientes había sufrido, el doctor empezó a encontrar quemaduras espantosas. Se percató entonces de que empezaban a llegar del exterior avalanchas de víctimas. Eran tantas que el doctor comenzó a postergar a los heridos más leves; decidió que lo único que podía hacer era evitar que la gente muriera desangrada. Poco después había pacientes acuclillados sobre el suelo de la sala, en los laboratorios y en todas las otras habitaciones, y en los corredores, y en las escaleras, y en el zaguán de entrada, y bajo la puerta cochera, y sobre las escaleras de piedra del frente, y en la entrada y en el patio, y a lo largo de varias manzanas en ambas direcciones de la calle. Los heridos ayudaban a los mutilados; familiares desfigurados se apoyaban los unos en los otros. Muchos vomitaban. Numerosas alumnas —algunas de aquellas que habían salido de sus clases para trabajar en la apertura de corredores cortafuegos— llegaban al hospital arrastrándose. En una ciudad de doscientos cuarenta y cinco mil habitantes, cerca de cien mil habían muerto o recibido heridas mortales en un solo ataque; cien mil más estaban heridas. Al menos diez mil de los heridos se las arreglaron para llegar al mejor hospital de la ciudad, que no estaba a la altura de semejante invasión, pues tenía sólo seiscientas camas, y todas estaban ocupadas. En la multitud sofocante del hospital los heridos lloraban y gritaban, buscando ser escuchados por el doctor Sasaki: «Sensei! ¡Doctor!». Los más leves se acercaban a él y le tiraban de la manga para que fuera a atender a los más graves. Arrastrado de aquí para allá sobre sus pies descalzos, apabullado por la cantidad de gente, pasmado ante tanta carne viva, el doctor Sasaki perdió por completo el sentido de la profesión y dejó de comportarse como un cirujano habilidoso y un hombre comprensivo; se transformó en un autómata que mecánicamente limpiaba, untaba, vendaba, limpiaba, untaba, vendaba.
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