Después de la burbuja del ladrillo una urbanización se ha quedado a medias. Los inquilinos llevan como pueden estar en un sitio sin servicios mientras sufren que una parte esté abandonada y a merced de los okupas. Un ex policía que huye de un asunto turbio y una informática que todavía no ha acabado de gestionar el duelo de un abandono se encontrarán en los márgenes entre civilización y barbarie.
Conocí a la autora en una cena y me pareció una persona majísima. No había leído nada suyo. Le pregunté ¿Por cual empiezo? Y me recomendó éste. Por suerte, me ha encantado, porque Rosa Ribas me cayó de maravilla. Una novela que te dibuja un ambiente que se nos hace familiar a los que vivimos la crisis del ladrillo, que retrata el egoísmo de las comunidades de vecinos y la vida de las personas que sobreviven como pueden en un capitalismo que hace aguas.
Ahora que he empezado continuaré con alguna de sus sagas de novela negra, que seguro que están igual de bien o mejor.
Muy bueno.
Yolanda Vivancos y ella vivían en la parte de los adosados. La parejita insistió en acompañarlas a sus casas, a pesar de que ellos tenían que ir en la dirección contraria, a la zona de los grandes chalés. La parejita, treintañeros ambos, diseñadores ambos; más técnico el uno, más artista la otra, decían que así no interrumpían la conversación; en ningún caso habrían dicho que era para protegerlas, para que no recorrieran esos metros a solas, por si merodeaba el peligro. «Peligro» era una palabra prohibida. «Peligro» era el nombre de un animal malévolo y, sin embargo, obediente, que venía si se lo llamaba. «Peligro» era también el nombre de los okupas de la zona deshabitada. No se sabía quiénes eran ni cuántos había, pero eran un peligro siempre latente. Porque la misma valla que no les impedía entrar tampoco les impedía salir.
Caminaron por calles iluminadas como pistas de aterrizaje. Dejaron primero a Yolanda Vivancos en el adosado en el que vivía con su marido y dos hijos adolescentes. Después, al llegar ante su puerta, se acabó la conversación, el tema ya no interesaba, solo que ella abriera la verja del jardincito delantero. Se alejaron en cuanto encendió la luz del recibidor.
Fue directamente al armarito del lavabo del primer piso. Nunca la farmacia habría vendido tantas pastillas hasta la llegada de los «colonos». Se preguntaba si la doctora que atendía dos veces a la semana en el centro de salud del pueblo había recibido instrucciones o les suministraba ansiolíticos y somníferos con tanta alegría porque se apiadaba de ellos. Por otro lado, daban poco trabajo. En la urbanización apenas había jubilados, solo unos pocos padres que algunas parejas se habían traído consigo. Muchos estaban convencidos de que el aire puro había fortalecido su sistema inmunológico y que por eso no enfermaban. Ella, de que los microbios de la capital se morían por el camino. Explotaban al quedar expuestos a este horizonte infinito como el espacio exterior.
Hacía dos meses que alguien había reventado la puerta del centro de salud para robar medicamentos y algunos aparatos. En la urbanización se dijo que habría sido alguno de los ilegales. Ella creía que fue obra de alguien del pueblo. Allí la poca gente joven no tenía mucha diversión. El paro los había hecho volver para trabajar en el campo con los padres, cuando creían que ya lo habían dejado atrás. Los hijos de los campesinos no ansían volver a la naturaleza. Esa idealización les está reservada a los nietos urbanos.
Lo de los ilegales no se comentó con los del pueblo por una mezcla de arrogancia y temor; los habitantes de una urbanización que se decía de lujo, pero que tenía agua, recogida de basuras y servicio de correos gracias a la benevolencia de los del pueblo, no podían dejar según qué flancos descubiertos. El problema de los ilegales se ocultaba como el dueño del castillo esconde ante la plebe cuánto lo atormentan la carcoma y las goteras.
Así que se guardaron esa sospecha. El ayuntamiento puso rejas en las puertas y ventanas del centro de salud; ellos hicieron venir a una empresa de la capital para que zurciera varios agujeros en la valla que cerraba la zona de los okupas, no quedó claro si para evitar que salieran los que ya había o para impedir el acceso a nuevos. Y la doctora siguió recetándoles pastillas.
—Tómelas solo en casos de crisis y no las mezcle con alcohol.
—Por supuesto.
Defíname crisis, apreciada doctora. Además, ella dormía mucho mejor si las tomaba con un Campari con hielo y una rodaja de naranja. Color rojo de poción mágica. Con el whisky se levantaba con dolor de cabeza y la sensación de que el sol le quemaba el fondo del ojo cuando salía a correr antes de ponerse a trabajar por las mañanas. Campari y pastillitas. Sueños de descapotables rojos cruzando el páramo requemado, con un vestido blanco con lunares rojos y un pañuelo rojo recogiéndole el pelo, las puntas del nudo le golpean las mejillas. Gafas de sol rojas, los matorrales parecen corales. Se desliza por el fondo submarino. Es rojo. Da lo mismo mientras no sea de color azul. Sueña con un mar rojo. Pero el mar Rojo no lo es, ni siquiera Moisés consiguió teñirlo con su varita mágica. Solo el Campari puede hacerlo.
Apagó las luces de su dormitorio en el primer piso, salió al balcón y se sentó en la oscuridad. Por esa llanura sin árboles no vagaría la Santa Compaña, sino la nocturna marcha fúnebre de Juana la Loca detrás del putrefacto ataúd del hermoso Felipe, acompañada de los grillos o las chicharras, Ky-rie-ky-rie-ky-rie. Chicharras o grillos, algún día llegaría a diferenciarlos. Cubrió el sonido haciendo tintinear los cubitos de hielo en el vaso.
Su adosado era uno de los últimos edificios de la urbanización. A esas horas de la noche el balcón daba a la nada.
No hay comentarios