Marosa di Giorgio. Misa de amor.

noviembre 6, 2024

Marosa di Giorgio, Misa de amor
Wunderkammer, 2021. 364 páginas.

Recopilación de los libros Misales, Camino de las pedrerías, Luminile y Rosa mística que en su momento se publicarían separados pero que leídos todos juntos no sólo es que compartan un universo común, es que los textos se podrían intercambiar de un libro a otro y nadie lo notaría.

Una prosa poética alucinada, donde las cosas son metáforas y realidades de sí mismas, donde el erotismo se respira en cada página pero también el abuso, el miedo, la oscuridad del deseo, el abandono, y una larga cadena de imágenes que, en muchas ocasiones, te deja con la cabeza temblando.

La lectura ha tenido sus más y sus menos. Páginas perfectamente olvidables e incluso soporíferas (en mi humilde opinión, por supuesto) al lado de verdaderas joyas para enmarcar. Ha sido una sensación extraña, una caricia seguida de una bofetada, como las historias truculentas que se cuentan en estas páginas.

Desde luego no te deja indiferente ni por continente ni por contenido, merece la pena el esfuerzo de perderse en este laberinto que no tiene salida.

Muy bueno.

Insectos en la Misa
Es a la siesta. Y en el comedor en penumbras no hay nadie. Y si estuviese alguno sentado no se notaría. Se oye una palabra diaria, pero dicha de un modo raro, como si una manzana en la frutera estuviera aprendiendo a hablar.
Lo central es el canastillo de claveles. Pero los claveles están fuera del canastillo, tendidos, seis a cada lado. Y parecen rojas cucharas, tizones, jesu-cristos.
Esos claveles son los familiares ¿quién lo duda?, abuelos, padres, madres y madrinas.
Hay un vuelo y como si buscaran flores entran de golpe, insectos sexuales, gloriosos y temibles.
Ansian oídos, ojos, nariz, toda clase de bocas.
Las primas y amigas corren inútilmente a ocultarse abajo de la cama; se enredan en las colchas.
Yo, por milagro, hallo las salidas.
Corro.
Ingreso en el peral.
Y ya vienen los grandes gritos de lujuria. Prosigo huyendo de aquí para allá.
Hasta que se pone el sol.
Los árboles están fijos.
Y en la casa
ya ha pasado todo y nada.


La madre regaba los alhelíes. Y un poco más adelante, los «pensamientos». Estos eran morados, casi negros, y a ratos, eran blancos. Bien no se sabía si se trataba sólo de flores o habían caído del cerebro materno.
Ella daba saltos de alegría. Por las flores. Y la mañana tan hermosa; por las flores.
^¡u delantal era anacarado y tenía rosas, que en el ruedo estaban por la mitad.
Sólo se reía. Los ojos de un verde lustroso, la dentadura de arroz casi murmurante, el pelo como un ropaje. Y era tan chiquita.
En eso sintió un «talán» leve como si se hubiesen cruzado dos metales, dos manijas, en el aire. ¡Oh!
Miró a la madre. Proseguía con el riego.
Volvió a oír el rumor, un livianísimo «talán» por ahí cerca.
Se dio vuelta.
Detrás del árbol de oro, mitad negro y mitad de oro, había, parado, otro ser. Más bien grueso. No era negro, pero lo parecía. La boca grande, las orejas… ¿Sería un oso? No.
Le hizo una señal risueña. A la que ella correspondió con un saltito.
Él efectuó ademán de seguir. ¿Adonde? ¿Más allá? Pero ¿por qué?
Ella dijo: —¡Mamá!
La madre dijo: —Los alhelíes…
El que estaba detrás del árbol insistía. La llamaba con las dos manos. Sin dejarse ver bien.
Ella, saltando, se fue hacia él. Sus trenzas —deshechas— parecían muchas lagartijas en el aire, llenas de brillo, llenas de fuerza. Él le tiró de una.
Le dijo, despacísimo: —Vamos, te mostraré una cosa. Una cosa. Una.
Ella ¿y por qué no? siguió. Tras él. Se iba como una mariposa bermeja por los prados. Con él.
Y estaba el sol como nunca, por todos lados. Tanto que parecía sombrío; a ratos, no dejaba ver. Había flores por todos lados. Daba un poco de miedo ese sol así. Y su madre ¿dónde había quedado?
Vio margaritas por doquier. Unas chiquitas. Otras, grandes, nevadísimas, que parecían de leche y huevo.
Ya estaban en los pajonales.
Él la tomó de la mano.
Le levantó el vestido leve. Le hizo un tacto muy discreto. Ella se rió. Y de pronto, se puso seria. Entonces, él rió también dando una cabriola loca, la hizo saltar y reír.
—Esa es la parva —dijo.
«Parva», «parva». ¡Qué palabra! Parva. Pero ¿qué quería decir? ¿Para qué habría venido?, pensó de golpe. Ella no quería llegar a la parva esa. No, para qué.
Él aclaró:
—Adentro de la parva está mi casita. Ya verás. Serás la reina.
Él entró de golpe a la parva, de golpe, de un topetazo; saltaron pajas, un pájaro saltó, un ratón, y se metió enseguida.
La casita era… redonda. Y de arriba le venía la luz. No se sabía bien de dónde.
Ella se sentó. Al rato su ropaje y sus zapatitos estaban colgando de un gancho, como si los fueran más tarde a comer.
Ella los miró y dio un salto. Y no los pudo alcanzar.
Él le ofreció un platillo con una jalea, de la que él también probó. Explicó: —Hay que comer de esta
jalea. Deja los labios dulces, perfumados. Me gustaría pintarte con ella.
Y aún no te pregunté:
—¿Cómo es que te llaman?
Casi dijo, ¿cómo te llamaban?
—Amelia… Alhelí… Creo que así.
—Y bien, Amelia, Alhelí, Creo que Así, no te irás más. Es ésta tu casita.
—Entonces… —dijo, acordándose, de súbito, porque parecía como que se había olvidado de todo, antes de que se le olvidase todo de nuevo—. Entonces, hay que traer a mamá.
Fue lo último que alcanzó a decir.
Él estaba ya muy cerca, parado. Mostraba una rara lengua, en punta, oscura, rígida, una lengua rarísima, untada con esa jalea. Le dio un beso.
Ella hizo: ¡Y!, un poco asustada, e indecisa. Creyó que la quería mucho, que le iba a dar más jalea. Él le puso esa lengua, rara y picuda, en un oído. No oigo, dijo ella. Luego, en el otro. Luego, en la nuca. Luego, en las vértebras, una por una, por aquellas tabas. Luego, se la insertó en el ano, que era prieto y rosado y tierno. Como un alhelí, al fin y al cabo.

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