Eduardo Becerra. El arquero inmóvil.

enero 29, 2025

Eduardo becerra, El arquero inmóvil
Páginas de Espuma, 2004. 222 páginas.

Eduardo Becerra reune a un nutrido grupo de cuentistas -entre los que se encuentran nombres notables como los de Eloy Tizón, Ana María Shua o Cristina Fernández Cubas- para que nos expliquen que poética les mueve cuando escriben sus textos.

Al principio pensaba que no sería buena idea dejar a los autores hablar de su proceso creativo o de las coordenadas en las que se mueven. Y así es en muchos casos que no señalaré, pura palabrería basada en contar alguno de sus grandes éxitos y poco más.

Pero hay bastantes casos en que lo que se cuenta es no solo interesante, sino iluminador. No de la propia obra, sino de la labor de los cuentistas, de las diferencias de género con la novela, de la manera de enfocar las construcciones de textos y un largo etcétera que hacen que por momentos la lectura haya sido apasionante.

Bueno.

Una metáfora boxística aplicada a la literatura señala que en las novelas hay que ganar por puntos y en los relatos por knock out, pero uno prefiere los símiles alimenticios a los pugilísticos. Así, la novela puede ser poco hecha y el cuento debe estar bien cocido. La novela siempre engorda y el relato suele tener las calorías justas. La novela una vez abierta aguanta muy bien en la nevera y el cuento tiene que consumirse de inmediato. La novela lleva conservantes y el relato es pura fibra. La novela siempre consiente una recalentada, mientras que el cuento —como la película- «sólo se fríe una vez». La novela es un potaje caliente de hervores casi intestinales y el relato una comida fría de bricolaje vegetal. La novela quita el hambre y el cuento abre el apetito.
Antes de publicar mi primera novela escribí cinco libros de relatos, de los cuales todavía dos permanecen inéditos. Los editores juran por sus muertos que les encantan los cuentos, pero también juran que está científicamente demostrado que el personal quiere novela. Yo decidí cometer una novela el día que un editor se hartó de oír cómo era el libro de relatos que estaba escribiendo. «¿Y con todo ese material por qué no me cuentas una novela?» Ningún editor me había hablado tan claro. «Hombre, si quieres yo te cuento una novela», respondí emocionado. Y entonces le «cuenté» una novela, porque Libro de mal amor es una novela «cuentada».
Mi última novela -Neguijón- tiene todos los ingredientes de los relatos que me han hecho feliz: desde la estructura circular hasta el final sorpresivo, pasando por el horror en los libros, el crimen del cuarto cerra-
do y los personajes mutantes. Pero aunque tiene más de ciento cincuenta páginas no es «autobiográfica», como sentenció alguna vez Borges con respecto a las novelas. Y ya que las novelas son las obras que se prestan mejor para desentrañar palimpsestos, fono-centrismos, prolepsis y cualquiera de las suertes más semióticas de la crítica deconstructiva, uno quiere advertir a los amables filólogos de guardia que no intenten hallar en mis novelas nada semejante, porque son novelas «cuentadas».
Oh, los cuentos. Mi primera experiencia textual fue con un cuento -¿Esopo?, ¿Grimm?, ¿Andersen?- y desde entonces estoy a favor del texto libre, de las relaciones textuales sin compromiso, del texto por el texto y de la literatura homotextual, bitextual o hete-rotextual. Y es que un servidor no cree en la escritura como texto de representación, sino como texto de presentación. Por eso escribo cuentos.
Uno está persuadido de que las poéticas y los manifiestos sólo sirven para que filólogos y concejales se cuelen de matute donde no les llaman, y así prefiero ser poéticamente correcto y amenazar con «cuentarlo» todo. Es decir, «cuentar» columnas, «cuentar» ensayos, «cuentar» artículos, «cuentar» pregones, «cuentar» prólogos, «cuentar» presentaciones y —por supuesto-«cuentar» novelas. No encuentro mejor alternativa si quiero seguir cifrando mundos, fraguando cosmogonías, provocando destiempos y sellando universos. O sea, contando cuentos.

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