Alfredo González Ruibal. Volver a las trincheras.

julio 25, 2024

Alfredo González Ruibal, Volver a las trincheras
Alianza, 2016. 300 páginas.

Ignoraba que existía algo llamado arqueología contemporánea que trata de utilizar los recursos de la arqueología no a sucesos de un pasado remoto, sino a cosas más cercanas en el tiempo, como puede ser un burdel abandonado, las basuras de un polígono industrial o, como en este caso, los restos de la guerra civil española.

Porque hay sucesos de los que tenemos información escrita, pero el registro arqueológico nos permite hacer otros tipos de análisis. Desde descubrir lo que pasó en realidad al margen de la historia oficial, hasta averiguar cómo vivían las personas corrientes que no han dejado huella en la historia.

En este libro se explica el resultado de varias investigaciones arqueológicas que nos desvelan la vida en las trincheras, como se desarrollan las batallas, los sufrimientos en los campos de concentración españoles e incluso en ciertas cárceles. Datos que complementan la documentación que tenemos y que nos iluminan sobre aspectos poco conocidos de la contienda.

Con momentos emotivos, al descubrir cadáveres no encontrados, caídos en batalla, o las inscripciones que soldados y presos dejaban en las paredes, testimonio de que estuvieron allí, y que nosotros recordamos para no olvidarlos.

Muy bueno.

Combatir sobre la historia
Donde esta movilización del pasado se aprecia más claramente es quizá en el frente norte —Asturias, Cantabria y el País Vasco—. Antes del frente norte hubo otro: el de las luchas entre astures, cántabros y romanos hace más de dos mil años. Y antes todavía otro o más bien muchos: el paisaje de la Edad del Hierro del norte de España (800 a. C. – 50 d. C.) es un escenario de conflicto más o menos continuo. Lo sabemos, entre otras cosas, por los castros, que son poblados fortificados con murallas, fosos y terraplenes. Al contrario que en otras partes de la península ibérica, en el norte todo el paisaje está dominado por asentamientos fortificados. Desde esos mismos castros, que tenían fundamentalmente una función disuasoria, se defendieron las comunidades indígenas de las legiones imperiales durante las Guerras Astur-Cántabras (29-19 a. C.). Acabada la pax romana, en la Alta Edad Media muchos recuperaron su función como lugares de refugio, atalayas o castillos. Y en ellos se atrincheraron los guerrilleros que luchaban contra las tropas napoleónicas y más tarde los carlistas.
Ese es el caso del poblado de Murugain, en Álava[131]. La mayor parte de la provincia de Álava, con una población conservadora, se unió a los sublevados tras el golpe del 18 de julio, pero no la zona septentrional de la provincia y el resto del País Vasco. Se estableció así una línea de frente entre el norte y el sur de Euskadi que pasaba, entre otros lugares, por Murugain. En el castro de esta localidad se instaló en noviembre de 1936 el Batallón de Dragones del Cuerpo del Ejército Vasco, constituido por afiliados a las Juventudes Socialistas Unificadas y la UGT. Allí permanecieron hasta que la presión de las Brigadas Navarras y su nutrida artillería les obligó a abandonarla en abril de 1937. La toma de Murugain por los navarros se produjo el 4 de ese mes y causó 450 bajas entre los leales a la República, 150 de ellos muertos. Antes de que se produjera el desenlace, los soldados republicanos tuvieron la oportunidad de fortificar (o refortificar) el castro, para lo cual las ruinas de la Edad del Hierro les resultaron muy útiles: la trinchera principal se cavó en paralelo a la muralla prehistórica, que sirvió de excelente parapeto. Quizá sea este deseo de reaprovechar lo que ya había lo que les hizo construir una trinchera no muy adecuada, porque es prácticamente lineal. Esto no importaba en la Edad del Hierro, cuando no existía la artillería, pero en la Guerra Civil era mala idea: un solo proyectil bien disparado podía barrer a todos los defensores del sector.
En el fondo de la trinchera apareció abundante munición. Es probable que los casquillos identificados se correspondan con el final de la defensa republicana. La gran mayoría de las vainas pertenecen al fusil checo ZB vz-24, un Máuser de calibre 7,92 mm. El rifle checo era de muy buena calidad; de hecho, se trataba de uno de los fusiles de cerrojo más avanzados de la época. Llegaron por mar sobre todo al territorio septentrional de la República, donde los franquistas se harían con ellos tras ocupar la región. A partir de entonces aparecerán en cualquier frente. El marcaje más numeroso entre los casquillos de Murugain es W. Desconocemos la fábrica y el país de procedencia, quizá porque el fabricante quería evitar responsabilidades, dado el embargo internacional que pesaba sobre ambos contendientes durante la Guerra Civil. Otras vainas, en cambio, sí tienen marcajes, que nos indican su fabricación en la República Checa, Polonia y Alemania. La mayor parte de la munición alemana es excedentaria de la Gran Guerra —está fechada en 1917 y 1918—. Es posible que llegara al País Vasco (al igual que a Madrid, como vimos) a través del contrabando.
Más al oeste, otro castro de la Edad del Hierro volvió a la vida útil en 1936: el Monte Bernorio, en el norte de la provincia de Palencia[132]. Este promontorio se ubica en un lugar clave que comunica las llanuras castellanas y la costa de Santander. Semejante posición le llevó a desempeñar un papel decisivo durante las Guerras Cántabras. Testimonios de dichas guerras son un extenso campamento legionario, el más grande de Europa, situado frente al castro, y las numerosas puntas de flecha y proyectiles de artillería romana aparecidos en las murallas que defendían el poblado cántabro.
Dos mil años después, la historia volvería a repetirse. El norte de Palencia fue ocupado a inicios de la guerra por los sublevados, pero no el Bernorio, que acabó quedando como una posición republicana avanzada y casi aislada. Finalmente cayó en manos franquistas el 17 de octubre de 1936. Estos aprovecharon la relativa calma en que quedó el sector para fortificarlo. En este frente secundario se pretendía movilizar el mínimo número de tropas y ello implicaba necesariamente construir grandes defensas para suplir la falta de combatientes. Sobre el campamento del emperador Augusto se ubicó, muy apropiadamente, una batería artillera. Las cocinas se establecieron en el foso del campamento: los republicanos degollaron aquí a todo el personal, según testimonio de los vecinos. Pese a los golpes de mano, la zona permaneció tranquila durante casi un año. El 14 de agosto de 1937, sin embargo, los franquistas lanzaron una gran ofensiva hacia Santander y los pasos de montaña fueron cayendo uno tras otro. Reinosa, la ciudad más importante de la zona pasa a manos franquistas el día 15. Una bolsa republicana resiste ferozmente entre el Bernorio y el Terena durante varios días, pero acaba siendo destruida. Con la caída de Santander, el antiguo castro pierde todo valor estratégico. Los restos de la Guerra Civil, por lo tanto, son de una época muy específica: el año comprendido entre julio de 1936 y agosto de 1937.


La matanza de los inocentes
Un día más tarde, el IV Batallón de Montaña de Arapiles n.º 7 de la VI Brigada de Navarra llega al pueblo de Valdediós, una localidad bien conocida por su extraordinaria iglesia prerrománica de estilo asturiano. Al lado de la iglesia se encuentra un monasterio cisterciense que quedó abandonado en el siglo XIX a raíz de la desamortización eclesiástica. Durante la Guerra Civil volvió a tener inquilinos: los pacientes y personal sanitario del hospital psiquiátrico de La Cadellada (Oviedo). Con el cerco republicano de la ciudad, el hospital había quedado en primera línea, por lo que las autoridades decidieron trasladarlo a Valdediós, en una zona segura de la retaguardia. Durante un año siguió cumpliendo con sus funciones de atención a enfermos mentales, a los que se sumaron algunos soldados que venían heridos del frente. Hasta la caída de Asturias.
Entonces llegaron las tropas franquistas. Su llegada no causó temor entre los trabajadores del hospital, porque al fin y al cabo eran personal civil al cuidado de enfermos y convalecientes. Pero la cosa no empezó bien: al poco de llegar, los soldados detuvieron a varias personas y las enviaron a Gijón. Allí sabemos que la mayor parte acabaron fusiladas. No fueron, sin embargo, los que corrieron peor suerte. Los del Batallón de Arapiles deciden entonces organizar una fiesta en el monasterio. Obligan al personal femenino del hospital a prepararles la comida y a continuación a participar en el baile. Los soldados beben y bailan. Y empiezan a maltratar a las mujeres. La fiesta se vuelve violenta, salvaje. Nadie defiende a las enfermeras del hospital de Valdediós. Ni siquiera el capellán de la unidad. La fiesta degenera en una violación masiva. Después de torturarlas a placer, los soldados arrastran a las mujeres a un bosque de castaños, las obligan a cavar su propia tumba, les ordenan que se acuesten en la fosa y las matan a tiros. Los soldados ejecutan además a cuatro celadores, al pinche de cocina y a una chica casi adolescente, hija de una de las enfermeras. El capellán de la unidad es testigo de la masacre. Se limita a dar la absolución a las víctimas.
En el año 2003, la Sociedad de Ciencias Aranzadi llevó a cabo sondeos en la zona donde los testimonios situaban la masacre[152]. El resultado fue positivo y se encontró una gran fosa en forma de L con 17 esqueletos. 11 pertenecían a mujeres, con edades comprendidas entre los 20 y los 40 años, excepto una joven de 19 años. Se llamaba Luz Álvarez Flórez y era ayudante de cocina. Solo a otra mujer se le ha podido devolver su nombre y apellidos: Rosa Flórez Martínez, enfermera jefe de 35 años. Luz era su hija mayor; a la menor la mandaron a trabajar como sirvienta a una casa de Gijón tras el asesinato de su madre. Las mujeres vestían todavía su traje de enfermeras, como se deduce de algunos elementos de la ropa y de las insignias de la profesión. Una de ellas adornaba su cabello con un prendedor, que ha conservado un mechón de pelo castaño. No debían estar tan borrachos los soldados: de 17 víctimas, 14 tienen el cráneo fracturado por disparo de fusil. Los forenses deducen que «El lugar topográfico en el que predominan los disparos es en la inmediata proximidad del oído» (y en esa frase fría se resume tanto horror). Dos de los hombres, además, muestran traumatismos en otras partes: la clavícula en un caso, la pierna en el otro. El del tiro en la clavícula es el enfermero Urbano Menéndez Amado de 18 años. Era novio de Luz. El del tiro en la pierna es Antonio Piedrafita García y no pasó de los 31. Junto a su cuerpo apareció una medalla de la Virgen. De otros seis hombres y cinco mujeres que formaban parte del personal del centro hospitalario no se volvió a saber.
El 28 de octubre, el IV Batallón de Montaña de Arapiles n.º 7 de la VI Brigada de Navarra abandona Valdediós. Dejó detrás un lugar hermoso, con una extraordinaria iglesia prerrománica y una fosa común con 17 cuerpos. El Batallón de Arapiles sigue formando parte del Ejército de Tierra de España. En 2014 se celebró una exposición en Pamplona sobre la unidad, sin que se mencionaran las atrocidades cometidas durante la guerra. Pero como comentó la delegada del Gobierno «en 250 años de historia todo el mundo pasa por diversas etapas, unas mejores que otras»[153]. Y las otras, por lo visto, es mejor olvidarlas.


El ataque se puso al cargo de las Divisiones 5, 6 y 14 del IV Cuerpo de Ejército, al mando del anarquista Cipriano Mera. La primera de ellas se desplegaría en Abánades, la segunda quedaría de reserva y la tercera atacaría por el vecino municipio de Sotodosos. El frente cubriría unos 19 kilómetros de este a oeste. Dentro de la 5.ª División las unidades atacantes serían la 2.ª y 39.ª Brigadas Mixtas. Cada brigada solía tener en torno a 3000 hombres, que en este caso se verían reforzados por una compañía de tanques, una agrupación de artillería, una sección de morteros y un batallón de fortificación. Frente a los republicanos se encontraban efectivos de la 75 División franquista, que sabían de una inminente ofensiva pero no de su magnitud. El plan consistía en un avance nocturno y por sorpresa de la infantería entre los espacios sin fortificar del enemigo. El ataque tenía que producirse simultáneamente con el de la caballería y los tanques, que cubrirían a las fuerzas de reserva de la segunda oleada. El plan tenía que ejecutarse durante la noche del 30 al 31 de marzo a las dos de la madrugada. Las cosas, sin embargo, se torcieron desde el primer minuto. De hecho, antes del primer minuto.
Durante los meses anteriores (cuando los catalanes cavaban trincheras en Alto del Molino) se habían intentado ya ataques menores en la zona, por lo que los franquistas lo habían cubierto todo de observatorios: era muy difícil que cualquier movimiento republicano pasara inadvertido. Además, se habían realizado modificaciones importantes en los caminos de acceso a las líneas sublevadas y en las mismas posiciones, lo que en algunos casos las volvía prácticamente inexpugnables. Por otro lado, desde finales de marzo fueron llegando a la zona los efectivos que iban a tomar parte en el ataque. Y no lo hicieron de forma muy sutil por lo que parece. Viajaron en autobuses y camiones requisados en Madrid, muchos conducidos por civiles, que aprovecharon la ocasión para desertar o sabotear los vehículos. Esto creó tremendos embotellamientos en todo el sector que indudablemente no pasaron inadvertidos. No satisfechos con ello, algunos soldados se dedicaron a hacer fuego por la noche y a probar las nuevas armas que habían recibido, lo cual motivó que el día 30 de marzo los franquistas enviaran aviones de reconocimiento seguidos de bombarderos.
Los republicanos lanzaron en cualquier caso su ataque el día 31, como estaba previsto… solo que con doce horas de retraso. La razón es increíble pero cierta: el avance tenía que liderarlo la 39.ª Brigada Mixta, con la 2.ª de reserva, a las tres de la madrugada. Pero dan las cuatro y la 39 no aparece por ningún lado[172]. Así que los mandos le piden a la 2.ª Brigada que entre en acción en su lugar a las cinco. Entre unas cosas y otras se ponen en marcha a las seis (puntualidad española: menos mal que no era el desembarco de Normandía). Media hora más tarde se encuentran con sus compañeros de la 39.ª Brigada, que resulta que sí estaban en las posiciones asignadas —simplemente no se habían puesto en marcha: el jefe de la brigada lleva 24 horas perdido y cuando lo encontraron estaba durmiendo en su coche a más de 20 km de sus tropas[173]—. En cualquier caso, el mando de la división ordena a las unidades que avancen (y ya son la siete de la mañana). Apenas una hora más tarde sufren un bombardeo de la aviación franquista (sin víctimas), algo que no habría pasado si el ataque hubiera comenzado por la noche, como estaba previsto. Pero los problemas no acaban ahí. El avance de la infantería en la guerra de trincheras se tiene que ver precedido de un ataque artillero: pues bien, la artillería republicana no entró en acción ¡hasta el mediodía! Aparentemente nadie les había señalado los objetivos que tenían que batir… Nueva espera: es necesario preparar el bombardeo. Se producen cambios en el mando, a las dos de la tarde llegan las nuevas órdenes y a las tres comienza el asalto (¡12 horas después de lo planeado!): la 2.ª Brigada Mixta inaugura la ofensiva.
Y aquí viene lo inexplicable: pese a que a estas alturas todo el mundo sabía que venían, en un abrir y cerrar de ojos los republicanos se hacen con las dos alturas fortificadas clave del sector: Majada Alta, que cae a las tres y media de la tarde, y Vértice Cerro, una hora después (en los partes militares se los conoce como Cerro Rojo y Cerro Blanco respectivamente). Y lo que se captura en minutos no lo lograrán recuperar ya los franquistas en lo que queda de guerra. El rápido avance republicano es posible gracias a que los defensores de las posiciones, las tropas del 1.er Batallón de Gerona n.º 18, que eran numéricamente inferiores a los atacantes, ponen pies en polvorosa. El enfado del comisario de la 2.ª Brigada Mixta que nos narra las operaciones es más que evidente: «Esta actuación tan brillante de la 2.ª Brigada despertó ciertos sentimientos en los ánimos de los mandos de la 39.ª, quienes sin ordenárselo nadie, ni necesitarlo nosotros, situaron unas dos compañías en las posiciones recientemente conquistadas, juntamente con nuestros hombres, para justificar o encubrir sin duda su pasividad anterior». El comisario acude por la noche a hablar con sus superiores para que retiren a la 39 y así evitar más confusión. Los mandos acceden, pero la 39 no se retira hasta dos días más tarde. Más que una ofensiva parece un patio de colegio.


También sabemos cómo murió Charlie. Lo sabemos con precisión forense, aunque no hace falta ser forense para saberlo. A Charlie lo mató una granada. Vio la muerte y trató de evitarla, pero no pudo. Agarró la bomba caída a sus pies para devolvérsela al enemigo, pero era demasiado tarde: le estalló en la mano derecha (recordemos que era diestro), se la pulverizó y le tajó los huesos del antebrazo a la altura de la muñeca. La metralla de la granada se le incrustó en varios sitios. La mayor parte fue a parar al pulmón derecho: los fragmentos aparecieron entre las costillas o en las costillas mismas. Otro trozo se le clavó en la columna vertebral, profundamente. Otros fueron a parar a su pierna derecha y con tanta violencia que le seccionaron el fémur en dos. Todo parece indicar que murió en el acto. Por su libertad y por la nuestra, como diría su coronel, Pedro Mateo Merino. Solo que nadie tuvo a bien recordarlo hasta que lo desenterramos en septiembre de 2011. Durante 73 años al único que se recordó en Raïmats fue a Gustav Trippe, comandante de tanques de la Legión Cóndor. Pero hoy en día el teniente nazi tiene competencia: un monolito recuerda a los combatientes de la XV Brigada al lado de donde cayó Charlie.


Las familias en los penales estaban obligadas a seguir a los presos porque en muchos casos no tenían a dónde ir, ni recursos con que mantenerse. No es de extrañar que la prostitución creciera tanto durante la posguerra[313]. Los reclusos recibían una fracción del salario que les correspondía. Esta fracción se incrementaba por cada familiar que estaba a su cargo. Además, las horas extras las recibían completas, lo que explica que los prisioneros trabajaran a destajo y que fueran muy obedientes. Muchos acabaron contratados por las mismas empresas que los habían explotado. Dejaron un buen recuerdo en toda la sierra, algunos se casaron con mujeres de la zona y se quedaron a vivir allí para siempre. Una anciana de Valdemanco al hablarnos de la gente del penal decía «no me gusta llamarles presos, porque eran muy buenas personas». Algunos quizá eran presos precisamente porque eran buenas personas. Lo que está claro es que la gente no los recuerda como lo que eran: presos políticos de una dictadura. Como tales, no merecen ser recordados con vergüenza. Pero podemos imaginarnos su vergüenza y la de los familiares, viviendo en chabolas en torno a un penal. La estigmatización social, de hecho, formaba parte del castigo y se conseguía no solo con discursos sobre los «rojos», sino también creando a esos «rojos» de forma muy tangible. Los presos y sus familiares eran obligados a vivir en condiciones que a la vista de sus compatriotas eran primitivas y degeneradas y eso a su vez reforzaba la idea de que los rojos lo eran.


Pero la violencia franquista no logró desarticular por completo las redes de solidaridad entre los castigados. Incluso de estas redes contamos con restos arqueológicos: entre los años sesenta y ochenta, años después de que se cerrara el destacamento para siempre, un grupo de reclusos vuelve a Bustarviejo. Sobre las cabañas donde una vez vivieron sus familiares descorchan botellas de vermú y jerez, cocinan una paella, comen y beben. Celebran que superaron la guerra, la cárcel, los trabajos forzados. Que están vivos. Nosotros nos encontramos las conchas y los vidrios al excavar las chabolas. Y en la distancia del tiempo, celebramos con ellos su victoria.

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