Atalanta, 2017. 750 páginas.
Tit.or. The masks of God: Oriental mythology. Trad. Belén Urrutia.
En este tomo se analizan las mitologías orientales, desde los Vedas de la India hasta el sintoísmo de Japón. Es menos especulativo que el anterior porque aquí ya tenemos registros del origen de las principales religiones, sobre todo el Budismo, que es el que ha sido más influyente en la región asiática. Se siguen poniendo paralelismos con los ancestros mitogenéticos analizados en el tomo anterior.
Gran parte de las mitologías de la India y China provienen de los mitos sumerios y babilonios, hasta el punto que, analizando un relato chino nuevo el autor afirma que lo encontraremos en alguna tablilla sumeria en algún momento. Es curioso como tanto en este tomo, con en el siguiente que analiza los mitos de occidente se encuentra la influencia de los mitos agricultores y pastores, de una manera evidente.
También es curioso el paralelismo temporal de grandes figuras religiosas en oriente y occidente, e incluso de prácticas, como la del ascetismo, que se practican en diferentes lugares del mundo sin influencia directa, como una evolución convergente. Pero también la difusión de los emigrantes por guerras que llevan sus artefactos culturales que se difunden e integran en nuevas regiones.
De manera tangencial se analiza el marxismo como mitología, algo que el autor comenta con cierto tono despectivo pero que a mí me ha sorprendido porque eso explica el extraordinario éxito que ha tenido. Sin embargo no se da cuenta de que el psicoanalista es un trasunto del chamán, con el que comparte muchos rasgos, y de ahí también el éxito del psicoanálisis, una pseudociencia sin ninguna base detrás dejando de lado su mitología.
Como siempre, muy bueno.
Durante las primeras fases de la vida monástica, se sofoca la ira; el orgullo, la mentira y la codicia quedan reducidos a meros vestigios; se vence la necesidad de dormir, aumenta la capacidad de meditar y entra en la vida una nueva alegría.
Al poco tiempo desaparece el orgullo y con ello aumenta en grado sumo la capacidad para la meditación. Algunos sostienen que las mujeres no pueden avanzar más allá de este punto, por lo tanto, no se les permite acceder al estado de desnudez o «vestido de aire». «Es imposible erradicar de la mente de las mujeres la pasión, la aversión, el temor, la repugnancia y otras formas de engaño (maya) —afirma una guía jainista al nirvana—; por lo tanto, para las mujeres no existe el nirvana. Tampoco es su cuerpo una envoltura adecuada; por lo tanto, deben ir cubiertas. En su vientre, entre los senos, en el ombligo y los riñones, se produce continuamente una sutil emanación de vida. ¿Cómo pueden ser aptas para el autocontrol? Aunque una mujer sea pura en su fe e incluso se dedique al estudio de los sutras o a la práctica de un ascetismo riguroso, no se desprenderá de la materia kármica»[100].
«La mentira es natural en las mujeres —dice otra guía— de la misma forma que levantarse, sentarse, pasear y enseñar la ley es natural en los sabios»[101].
Podemos registrar, pues, tomando otra vez a Grecia como punto de referencia en el límite opuesto del imperio persa, un incremento y florecimiento gradual, entre el 800 y el 500 a.C. aproximadamente, de innumerables estados monárquicos seculares (en contraste con los hieráticos) en toda su extensión, desde Atenas hasta Bengala: literalmente cientos de pequeños poderes soberanos, cada uno con su capital fortificada, ya fuera pueblo o ciudad, gobernada por una familia real, con consejos de ancianos, asambleas de ciudadanos, un ejército real, el clero del templo, campesinos y comerciantes, tiendas, viviendas y, en los más prósperos, parques y monumentos. En un momento determinado empezaron a aparecer en esas pequeñas ciudades sabios errantes, cada uno con su grupo de devotos y creyendo haber resuelto —de una vez para siempre— el misterio del sufrimiento: Kapila (quizá c. 600 a.C.), Gosala (activo 535 a.C.), Mahavira (m. hacia el 485 a.C.), Buda (563-483 a.C.), Pitágoras (c. 582-500 a.C.), Jenófanes y Parménides (ambos también del siglo VI) y Empédocles (c. 500-430 a.C.), «el que obra maravillas, que iba entre los hombres mortales como un Dios inmortal, coronado de cintas y guirnaldas». Detrás suyo asoman otras figuras oscuras de las que no se sabe si eran hombres o dioses: Parshva (872-772?) y Rishabha, Orfeo (fecha desconocida) y Dioniso. Además, en las enseñanzas de esos sabios, tanto en la India como en Grecia, aparecen una serie de temas característicos, desconocidos en la mitología de los antiguos arios. Por ejemplo, la idea de la rueda del renacimiento, que es fundamental en los mitos órficos así como en la India; la idea del espíritu esclavizado al cuerpo («el cuerpo, una tumba», decían los órficos) y su rescate por medio del ascetismo; el pecado, que conduce al castigo en los infiernos; la virtud, al éxtasis y, por lo tanto, al conocimiento absoluto y la liberación. Heráclito (c. 500 a.C.) comparó la vida con un fuego encendido, igual que Buda (en el mismo período) en su Sermón del Fuego. La doctrina de los elementos es común a las dos tradiciones: fuego, aire, tierra y agua en la griega; éter, aire, fuego, agua y tierra en la India. Tanto los órficos como los indios conocían la imagen del huevo cósmico y también la del bailarín cósmico. Ya en las palabras de Tales (c. 640-546 a.C.), se anuncia la idea de que el universo, dotado de alma, está lleno de espíritus. En el Timeo, Platón describe el cuerpo del universo de forma muy semejante a los jainistas, como «una criatura viva de la que forman parte todas las demás criaturas vivas, individual y genéricamente»
DINASTÍA CH’IN: 221-207 a.C.
En ningún lugar arraigó más la doctrina confuciana de la moralidad y la benevolencia que en el pequeño estado de Lu, pero en el año 249 a.C. Lu fue invadido y destruido [128]. En el año 318 a.C., el poco filosófico estado de Ch’in, donde todavía se practicaban los sacrificios humanos, había derrotado a una confederación de estados vecinos; en el 312, el reino de Chu, en el sureste taoísta, sufrió una derrota decisiva; en el 292 cayeron Han y Wei; y en el 260, Chao. En el 256 a.C., los territorios de la dinastía Chou estaban completamente rodeados. En el año 246 a.C., el rey Ching asumió el trono de Ch’in y en el 230 anexionó Han; en el 228, Chao; en el 226, Ch’i; en el 225, Wei; en el 222, Ch’u; en el 221 asumió el título de Ch’in Shih Huang Ti, como el primer emperador de China [129] y comenzó inmediatamente la construcción de la Gran Muralla para proteger el imperio de las incursiones de bárbaros como él mismo, y en el 213 emitió su decreto de quema de libros.
La muerte era el castigo para los que fueran descubiertos reunidos leyendo o discutiendo a los clásicos; los que poseyeran libros treinta días después del edicto serían marcados y enviados a trabajar durante cuatro años a la Gran Muralla; cientos fueron enterrados vivos [130]. En el 210, Shin Huang Ti murió, y en el 207 cayó la dinastía. (Su reinado contrasta con el de su contemporáneo Asoka.) En el 206 la capital fue saqueada, durante tres meses ardieron los palacios y los libros que se les hubieron escapado a los comisarios de Shih Huang Ti fueron destruidos por el dios Chu Jung del Fuego.
Las figuras haniwa colocadas alrededor de los túmulos del período Yamato eran sustitutos de víctimas vivas, pero la costumbre de que los vivos acompañaran a los muertos ha permanecido en Japón hasta el presente. En la época de las grandes guerras feudales revivió con fuerza y a la muerte de un daimio, quince o veinte de sus sirvientes se abrían las entrañas. Durante los siglos siguientes, incluso contra las rígidas normas del shogunato Tokugawa (1603-1868), los heroicos actores de la vieja escuela insistían en seguir representando su papel. Por ejemplo, en contra de las órdenes, cierto Uyemon no Hyoge se abrió las entrañas a finales del siglo XVII tras la muerte de su señor, Okudaura Tadamasa, por lo que el gobierno desterró a su familia, confiscó sus tierras y ejecutó a dos de sus hijos. Otros seguidores leales, cuando sus señores morían, se afeitaban la cabeza y entraban en órdenes budistas[48]. Incluso en 1912, el general conde Nogi, héroe de Port Arthur, se suicidó en el momento del entierro del Mikado, Meiji Tenno, y su esposa, la condesa Nogi, se mató para acompañar a su esposo [49].
La conducta que debía seguir la mujer en tales casos era cortarse la garganta después de haberse atado las piernas con un cinturón para que, por dolorosa que fuera la agonía de la muerte, su cuerpo fuera encontrado en una postura correcta [50].
Un interesante poema escrito por Ruiko Kuroiwa, directora del periódico Yorozo Choho en homenaje al suicidio del conde Nogi dice así:
Equivocadamente, le consideraba
un viejo soldado,
hoy, reconozco en él
a Dios Encarnado[51].
Se ha dicho que el Bushido, «la Vía (do, chino tao) del Guerrero (bushi)» es el espíritu de Japón. Yo añadiría, generalizando, que es el espíritu de Oriente y, generalizando más aún, del mundo arcaico, pues es el ideal hierático de aquel poderoso drama.
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