Atalanta, 2017. 700 páginas.
Tit. or. The masks of God: primitive mythology. Trad. Isabel Cardona.
Es posible que conozcan a Joseph Campbell por el viaje del héroe, que sirve de andamiaje a cientos de películas de éxito en Hollywood y que se enseña en todos los cursos de guiones. Porque como todos los cuentos de tradición oral es un esquema que funciona, incluso cuando se ha exprimido hasta la extenuación.
Pero Campbell hizo un importante estudio sobre mitología comparada. Es decir, no analizar los mitos de cada pueblo o civilización fijándose en los detalles peculiares sino en aquello que se asemejan. En algunos casos mitologías distantes en el espacio y el tiempo se parecen por un fenómeno de irradiación (mitos que surgen en una zona se llevan como equipaje en diferentes migraciones) o por convergencia, ante problemas parecidos el ser humano fabrica historias parecidas.
Campbell se inspiraba mucho en el psicoanálisis, sobre todo en la versión de Jung que afirmaba que existían unos arquetipos subyacentes en la psique humana. Pero lo cierto es que, aunque yo reniego de todo tipo de explicación psicoanalista, que me parece una patraña, no he encontrado aquí demasiadas referencias ni apoyos. Muchos menos que en otras obras de menos enjundia.
Sí he encontrado una labor ingente de recopilación mitológica y de análisis bastante sesudo. Y aunque es cierto que se le puede acusar de seleccionar las cerezas más maduras que encajen en su teoría, no menos cierto es que se revelan paralelismos indudables. Porque el ser humano se parece muchísimo en diferentes estadios de la evolución o condiciones materiales. Algo que se nota cuando al leer, por ejemplo, el poema de Gilgamesh, la Odisea, los chistes de Aristófanes, los poemas de Basho o los cantos de amor de Omar Jayán nos reconocemos sin ningún problema.
A mí me resulta fascinante que sigamos dividiendo el círculo en 360 grados como hacían los Sumerios, o que al ligar te pregunten por tu signo del zodiaco, inventados en la misma civilización hace 5000 años. Que en las cuevas veamos a chamanes disfrazados de pájaros y que la iconografía cristiana esté llena de ángeles, que también son hombres pájaros. O que historias de muerte y resurrección se cuenten en todas las culturas con algunas variaciones, o que abunde tanto la figura del semihéroe tramposo y enredador, que triunfa mediante el engaño y la astucia y no mediante la fuerza. O la cantidad de sacrificios que se hacen a todas las deidades que en el mundo han sido.
Una lectura densa pero placentera. El primero de cuatro libracos que estoy deseando continuar.
Muy bueno.
«Como médico estoy convencido de que es higiénico», dice Jung en otra parte, disculpándose por emplear esta palabra clínica con referencia a la religión, «descubrir en la muerte un fin hacia el que uno puede afanarse, y que retroceder ante él es algo poco sano y anormal que roba su propósito a la segunda mitad de la vida. Por tanto, considero la enseñanza religiosa de una vida futura de acuerdo con el punto de vista de la higiene psíquica. Si vivo en una casa que sé que se caerá sobre mi cabeza en el plazo de dos semanas, todas mis funciones vitales estarán limitadas por este pensamiento, pero si, por el contrario, me siento seguro, puedo vivir allí de forma normal y confortable. Desde el punto de vista de la psicoterapia será, por tanto, deseable pensar en la muerte como sólo una transición, una parte de un proceso de vida cuya extensión y duración escapa a nuestro conocimiento.» Y de hecho, como señala el doctor Jung y todos nosotros sabemos bien, «la mayoría de la gente ha sentido desde tiempo inmemorial la necesidad de creer en una continuación de la vida. A pesar de que la mayor parte de la humanidad no sabe por qué el cuerpo necesita sal, no por eso dejan de solicitarla, a causa de una compulsión instintiva. Ocurre lo mismo con las cosas de la psique. Las demandas de la terapia, por tanto, no nos conducen hacia ningún vericueto, sino al centro de la carretera hollada por la humanidad. Y, por tanto, pensamos correctamente respecto al sentido de la vida, incluso aunque no entendamos lo que pensamos»
«No, no va a ser así. Tiraré esta piedra al río y si flota viviremos siempre, pero si se hunde, la gente debe morir, de forma que tengan piedad unos de otros y sientan lástima unos de otros.» La mujer arrojó la piedra al agua y se hundió. «Así sea», dijo Viejo. «Habéis elegido. Y así es como ocurrirá.»
nsión espiritual del hombre: el de la representación sacerdotal del poder que formó el universo como una fuerza más allá de la crítica humana o del desafío, el poder que hizo el sol y la luna, los mares, Leviatán, Behemoth y las montañas, ante quien la actitud adecuada del hombre es el temor reverencial, y, por otra parte, el de la intransigencia del mago autosuficiente, el poder titánico del chamán, el constructor de Babel, a quien no le importa la ira de Dios, el que sabe que es más viejo, más grande y más fuerte que los dioses. Porque en verdad, es el hombre quien ha creado a los dioses, mientras que el poder que creó el universo no es otro que la voluntad que opera en el hombre mismo y sólo en el hombre ha alcanzado la conciencia de su reino, poder y gloria.
La vida de una mujer es bastante diferente a la de un hombre. Dios lo ha ordenado así. Un hombre es el mismo desde el momento de su circuncisión hasta el momento de su decadencia. Es el mismo antes de buscar a una mujer por vez primera y después. Pero el día en que una mujer disfruta su primer amor, queda dividida en dos. A partir de aquel día se convierte en otra mujer. Después de su primer amor el hombre es el mismo que fue antes. Desde el día de su primer amor la mujer es otra. Esto continúa a todo lo largo de la vida. Un hombre pasa una noche con una mujer y se va. Su vida y su cuerpo siempre son los mismos. La mujer concibe. Como madre es otra persona distinta de la mujer sin niño. Durante nueve meses lleva la impronta de la noche en su cuerpo. Algo crece. Algo crece en su vida que nunca más saldrá de ella. Es una madre. Es y permanece una madre incluso aunque su niño muera, aunque todos sus hijos mueran. Porque una vez llevó a un niño junto a su corazón. Y no sale de su corazón nunca más. Ni siquiera cuando está muerto. Y el hombre no conoce esto. No conoce nada. No conoce la diferencia antes del amor y después del amor, antes de la maternidad y después de la maternidad. No puede conocerla. Sólo una mujer puede conocerla y hablar de ella. Por eso no queremos que nuestros esposos nos digan lo que tenemos que hacer. Una mujer sólo puede hacer una cosa. Respetarse a sí misma. Puede mantenerse decente. Ella siempre debe ser como es su naturaleza. Siempre debe ser doncella y siempre madre. Antes de cada amor es doncella, después de cada amor es madre. En esto se puede ver si es una buena mujer o no.
Una vez que se indica esto, creo que habla por sí mismo. El servicio dual del mito como contribuidor a los fines del kāma, artha y dharma, y, por otra parte, como una forma de liberación de estas obsesiones unidas al ego, se hace perfectamente obvio. Y que en el culto posterior funciona como arte no se puede negar. ¿Pudo la mitología surgir de mentes que no fueran las de los artistas? Las cavernas-templo paleolíticas nos responden. La mitología, y por tanto la civilización, es una imagen poética, supernormal, concebida, como toda la poesía, en la profundidad, pero susceptible de interpretación a distintos niveles. Las mentes superficiales ven en ella el escenario local, las más profundas, el primer plano del vacío, y en medio están todos los estadios del Camino desde lo étnico a la idea elemental, desde lo local al ser universal, que es Cada Hombre, como él a la vez sabe y teme saber. Porque la mente humana en su polaridad de las formas de experiencia del hombre y la mujer, su paso de la infancia a la madurez y a la vejez, en su dureza y en su delicadeza, en su diálogo continuo con el mundo, es la zona mitogenética última, la creadora y destructora, la esclava y, sin embargo, la dueña de todos los dioses.
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