En 1496 la infanta Juana viaja a Flandes para casarse con el archiduque Felipe de Habsburgo. En 1500 volverá a España convertida en heredera al trono. En los 5 años en Flandes tendrá que sobrevivir a una corte que la ningunea, a un marido que la engaña y que la mantiene sin dinero y a diversas traiciones y engaños. Sus únicos consuelos serán Ana de Beaumont, que siempre estará a su lado y el juego trobado, unos naipes con dibujos y poemas que hacen referencia a personas ilustres y en los que ella encuentra consejo.
Antes de convertirse en reina de Castilla y mucho antes de ser Juana la Loca (que, según estudios modernos, puede que no estuviera nada loca) apenas era una pieza más en el tablero de alianzas entre reinos de la época. Ahora que todos hemos visto juego de tronos y estamos familiarizados con las intrigas palaciegas ya no nos sorprende que las mujeres fueran mercancías en el bazar de las alianzas.
La autora respeta en todo caso el rigor histórico, ya que todos los personajes existieron, pero despliega un tapiz de personajes interesantes en los que cada uno juega su propio juego frente a una Juana que prácticamente no tiene poder y ve cómo se van escapando sus seguidores.
Muy bueno.
La princesa se sorprendió al ver el sello archiducal, y no se fijó en la sonrisa delicada de su cuñada al identificar el remitente.
La carta contenía los versos más apasionados que hubiese leído nunca. El remitente la encabezaba así:
«Mi dama más dulce».
Aquellas cuatro palabras prendieron la mecha de una correspondencia volcánica con la que don Felipe encendía el amor en la distancia. Juana se aprendió el texto de memoria. Hizo caso omiso del tiempo prudencial que le recomendaban sus damas y le respondió con austeridad castellana y entusiasmo juvenil:
«Llevo muchos meses soñando el encuentro, imaginando la cara, el rostro, las manos de este marido que se entrega a mí por escrito».
Las cartas se sucedían y las ganas de abrazarlo crecían con cada misiva. Juana apresuraba el viaje, con el anhelo de que su esposo se uniera a ella cuanto antes. Por el camino la princesa cruzaba un pueblo tras otro, siempre a cara descubierta y a lomos de la mula, para que sus súbditos pudieran contar a sus nietos que habían visto en persona a la archiduquesa Juana de Flandes. Aun con prisas, apuraba a María y Ana: «/Arregladme el sayal! ¡Cambiadme la cofia!». Lo prometió a su madre y lo cumpliría: allá donde entró no hubo otra mejor vestida. Juana insistió en lucir ropa castellana, marcando la cintura. Su cuñada, en cambio, se presentaba a la flamenca, y los lugareños hacían comparaciones odiosas: que si el porte, que si las mejillas, que si los ojos. Por suerte, las dos esposas se llevaban bien y no dejaron que los comentarios enturbiasen la confianza que poco a poco las unía.
La comitiva ducal entró por fin en Lier. En las calles adoquinadas resonaban los cascos de las monturas y el rumor del agua en los canales. Los tejados de pizarra negra brillaban por la humedad. Bajo una niebla espesa, el pueblo somnoliento se despertó para recibir a las archiduquesas. Juana se apeó ligera de la mula. Se había puesto un manto de color verde oscuro que resaltaba el color de sus ojos y las sonrosadas mejillas. Estaba alegre y expectante.
Pero en Lier su amor tampoco la esperaba.
La repentina palidez de la princesa alertó a Ana de Beaumont, que no se movió de su lado. Conocía bien la sensación de abandono: cuando entraron los franceses y su familia salió huyendo de Navarra, muchas fueron las traiciones a los Beaumont. María Manuel, por su parte, se dedicó a engatusar a los escoltas de doña Margarita, intentando sonsacarles información.
—Nadie sabe nada del archiduque —dijo la joven dueña a su padre, el embajador—. ¿Qué vamos a hacer?
En tanto que jefe de la Casa de Juana, fue el mayordomo Manrique de Lara quien decidió que, para proteger su honor, las dueñas se encerrasen en el beguinario de la villa, un barrio regentado y habitado solo por viudas. Las beatas acogieron a las recién llegadas con los brazos abiertos: las caras nuevas no eran frecuentes, y las mujeres siempre eran bienvenidas a aquel enclave donde solo mandaban ellas. Sin embargo, las castellanas reaccionaron al enclaustramiento de modos muy distintos: Ana de Beaumont estaba feliz en ese remanso de paz. María Manuel no paraba de repetir que aquel lugar era el mayor de los aburrimientos. Beatriz de Bobadilla se escabullía de sus aposentos con sigilo.
A Juana, que ardía en deseos frustrados, la intrigaba la vida de aquellas mujeres que habían decidido renunciar a los hombres y vivir juntas en el beguinario, en las calles pulcras y silenciosas, en casas limpias con mesas bien servidas. ¿Sería ella feliz llevando esa vida? Lo dudaba. Su imaginación había cabalgado demasiado lejos, y se imaginaba al lado de Felipe hasta la muerte. No podía ni quería concebir otro final.
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