Victor Hugo. Los miserables.

abril 12, 2023

Victor Hugo, Los miserables
Edhasa, 2013. 1210 páginas.
Tit. or. Les miserables. Trad. Andrés Ruiz Merino y Elena Sandoval.

Jean Valjean es un exconvicto al que la bondad de un obispo endereza y que tras labrar una inmensa fortuna se verá perseguido por el comisario Javert, un policía empeñado en meterlo en presidio. Por el camino, digresiones sin fin.

¡Vaya libro! Todo es desmesurado. Sus aciertos y sus errores. Sus divagaciones sobre infinidad de temas que no se ventilan en un par de párrafos, sino que ocupan capítulos enteros. Es muy complicado en las breves entradas que dedico a los libros no solo ya resumir sino contar todas las impresiones que me ha causado.

La trama, por ejemplo. Entretenida y dinámica, sí, pero con momentos que no hay por donde cogerlos. Las cosas se limitan a pasar sin prácticamente ninguna coherencia interna, y no digamos ya las múltiples casualidades que hacen que cuatro o cinco personajes se crucen allá donde estén como si tuvieran un imán. Todo, además, muy romántico y de sentimientos exaltados, con momentos que se suponen patéticos pero que me han arrancado alguna carcajada involuntaria.

Los personajes, de trazo muy gordo. Todos son muy buenos, o muy malos, o muy fogosos, o muy comprometidos. Bien de blanco y negro, cero matices. No hay quien se los crea, al menos en su mayor parte. Las digresiones extemporáneas, lo mismo te hablan del abono que de la batalla de Waterloo, de los motes o de lo primero que se le pase por la cabeza al autor.

Pues con todos estos mimbres imperfectos construye una obra que, por momentos, brilla. La descripción de Waterloo, por ejemplo, que no pinta nada en el libro, es de lo mejor de él. Tiene momentos arrebatados más falsos que el cartón piedra y que, no se sabe cómo, te conmueven. De repente te encuentras frases como esta:

Nada importa morir pero no vivir es horrible

Despistada entre palabrería hueca. En fin, nada que ver con Dickens o Pérez Galdós, en general mucho más profundos y menos histriónicos.

Me he aburrido, he meneado la cabeza, me he reído cuando no tocaba, me he emocionado, me he conmovido y he suspirado cuando lo he acabado porque parecía que no lo iba a conseguir. No lo recomendaría, pero tiene sus momentos.

Inclasificable.

Los golfillos parisinos son casi una casta. Podríamos decir que no es golfillo quien quiere.
Esa palabra, gamin —golfillo—, se imprimió por primera vez y llegó a la lengua popular desde la lengua literaria en 1834. Hizo su aparición en un opúsculo titulado Claude Gueux. Fue todo un escándalo. La palabra cuajó.
Los elementos de que se compone la consideración de los golfillos entre sí son muy diversos. Conocimos y tratamos a uno que gozaba de mucho respeto y gran admiración porque había visto caer a un hombre desde las torres de Notre-Dame; a otro le pasaba lo mismo porque había conseguido colarse en el patio trasero donde estaban momentáneamente depositadas las estatuas de la cúpula de Les Invalides y les había «aliviado» plomo; otro más había visto volcar una diligencia; y otro «conocía» a un soldado que había estado a punto de reventarle un ojo a un paisano.
Lo dicho explica esta exclamación de un golfillo parisino, un epifonema de gran calado con el que el vulgo se ríe sin entenderlo: ¡Rediós! ¡Si tendré mala pata que todavía no he visto a nadie caerse de un quinto piso!
Es, desde luego, una espléndida frase la de ese campesino que contestó, cuando le dijeron: «Se le ha muerto la mujer de enfermedad, amigo. ¿Por qué no mandó llamar al médico?».
—Mire, caballero, nosotros los pobres ya nos encargamos de morirnos solos.
Pero, si toda la pasividad de los campesinos está en esa frase, toda la anarquía librepensadora del chiquillo de los arrabales está, no cabe duda, en esta otra: un condenado a muerte, en la carreta, atiende a lo que le dice su confesor. El chiquillo parisino se indigna: ¡Pues no va hablando con el corona! ¡Será capón!
Cierta dosis de atrevimiento en asuntos religiosos da prestigio al golfillo. Es importante ser descreído.
Asistir a las ejecuciones es una obligación. Señalan la guillotina y se ríen. Le ponen apodos chistosos: el final del rancho, la regañona, la comadre del viaje azul (del viaje al cielo), el último bocado, etc., etc. Para no perderse nada, trepan por las paredes, se suben a los balcones, gatean por los árboles, se cuelgan de las verjas, se agarran a las chimeneas. El golfillo nace trastejador, como también nace marinero. Ni un tejado ni un mástil le dan miedo. Ni hay fiesta mejor que la de la plaza de Grève. Sanson, el verdugo, y el padre Montés, el capellán de la cárcel, son los nombres más populares. Abuchean al reo para darle ánimos. A veces, lo admiran. Lacenaire, cuando era un golfillo, al ver al monstruoso Dautun morir con coraje, dijo la siguiente frase, que encerraba todo un porvenir: Me dio envidia. La casta de los golfillos no sabe quién es Voltaire, pero sabe quién es Papavoine. Aúna en la misma leyenda a los «políticos» y a los asesinos. Conoce las tradiciones de la última prenda que vistieron todos. Sabido es que Tolleron llevaba un gorro de ayudante de forja; Avril, una gorra de nutria; Louvel, un sombrero de copa redonda; que el anciano Delaporte era calvo y fue sin nada en la cabeza; que Castaing era sonrosado y muy guapito; que Bories tenía una perilla romántica; que Jean Martin no se quitó los tirantes; que Lecouffé y su madre iban riñendo. «No os peléis por el cesto», les gritó un golfillo. Otro, para ver pasar a Debacker, como era bajito y estaba entre el gentío, ve el farol del muelle y se sube. Un gendarme, que está de servicio, frunce el entrecejo. «Déjeme que me suba, señor gendarme», dice el chiquillo. Y para enternecer a la autoridad, añade: «De verdad que no me voy a caer». «¿Y a mí qué me importa que te caigas?», contesta el gendarme.
En la casta de los golfillos, un accidente memorable es muy apreciado. Quien se haga un corte profundo, «hasta el hueso», llegará al colmo de la consideración.
Los puños no son un elemento baladí a la hora de darse a respetar. Una de las cosas que el golfillo dice con más frecuencia es: ¡Anda y que no tengo yo fuerza! A los zurdos los envidian. Ser bizco está muy bien valorado.

2 comentarios

  • ericz abril 13, 2023en1:51 pm

    Pues yo soy del equipo Vonnegut, es la novela perfecta. Pero admito que entera le releí solo una vez, las mejores partes muchas veces.

  • Palimp abril 21, 2023en10:01 am

    No, si a mí también me ha gustado, pero no creo que la vuelva a leer otra vez

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