Páginas de espuma, 2002. 254 páginas.
Incluye los siguientes cuentos:
Estatuas sepultadas, Antonio Benítez
La gabardina, Max Aub
Sybil, Guillermo Samperio
Alado objeto del deseo, José Fernández-Cavia
El maniquí, Juan Carlos Ghiano
Noche de ángeles ciegos, Félix J. Palma
Muchacha de otra parte, Abelardo Castillo
La bruja de la calle de Fuencarral,Alfonso Sastre
Mal de ojo, Hernán Lavín Cerda
Dodecafonía, Enrique Anderson Imbert
La sortija y el sortilegio, Ana Rossetti
La densidad de las palabras, Luisa Valenzuela
Juana Rial, limonero florido, Rafael Dieste . . .
En memoria de Paulina, Adolfo Bioy Casares
Una carta, Mercé Rodoreda
Los peligros de Paulina, Salvador Garmendia
Silencio de sirenas, Marco Denevi
Donde las leyendas, Josan Hatero
La muñeca menor, Rosario Ferré
La sirena. 1541, Manuel Mujica Lainez
Madan Clotilde, Adriano González León
El despertar, Antonio López Ortega
Auto de la mujer barbuda, Alvaro Cunqueiro .
Cuento de horror, Juan José Arreóla
En general bastante normalitos. Se deja leer.
Cuando llegamos a la casa dijo que tenía mucho sueño, que se acostaba temprano, y agarrando una vela entró muy decidida en el cuarto del abuelo, al final del corredor, encerrándose por dentro como si lo conociera. El hombre -porque hoy sé que no era su padre- después de dar las buenas noches con mucha fatiga y apretándose el pecho, se fue con don Jorge y Aurelio al pabellón de los criados, su tos oyéndose a cada paso. Nunca supimos cómo se llamaba realmente: ella se negó a revelar su nombre cuando al otro día don Jorge, que siempre madrugaba, lo encontró junto a la cama, muerto y sin identificación.
Al Mohícano lo enterramos por la tarde y cerca del pozo que daba a la politécnica, bajo una mata de mango. Don Jorge despidió el duelo llamándolo «nuestro Soldado Desconocido», y ella sacó desde atrás de la espalda un ramo de flores que le puso entre las manos. Después Aurelio comenzó a palear la tierra y yo le ayudé a colocar la cruz que había fabricado don Jorge. Y todos regresamos con excepción de tía Esther, que se quedó rezando.
Por el camino noté que ella andaba de un modo raro: me recordaba a las bailarinas de ballet que había visto de niña en las funciones de Pro Arte. Parecía muy interesada en las flores y se detenía para cogerlas y llevárselas a la cara. Aurelio iba sosteniendo a mamá, que se tambaleaba de un modo lamentable, pero no le quitaba los ojos de encima y sonreía estúpi-
clámente cada vez que ella lo miraba. En la comida no probó bocado, alejó el plato como si le disgustara y luego se lo pasó a Honorata, que en retribución le celebró el peinado. Por fin me decidí a hablarle:
-Qué tinte tan lindo tienes en el pelo. ¿Cómo lo conseguiste?
-¿Tinte? No es tinte, es natural.
-Pero es imposible… Nadie tiene el pelo de ese color.
-Yo lo tengo así -dijo sonriendo-. Me alegro que te guste.
-¿Me dejas verlo de cerca? -pregunté. En realidad no la creía.
-Sí, pero no me lo toques.
Yo alcé una vela y fui hasta su silla; me apoyé en el respaldar y miré su cabeza detenidamente: el color era parejo, no parecía ser teñido; aunque había algo artificial en aquellos hilos dorados. Parecían de seda fría. De pronto se me ocurrió que podía ser una peluca y le di un tirón con ambas manos. No sé si fue su alarido lo que me tumbó al suelo o el susto de ver-la saltar de aquel modo; el hecho es que me quedé perpleja, a los pies de mamá, viéndola correr por todo el corredor, tropezando con los muebles, coger por el corredor y trancarse en el cuarto del abuelo agarrándose la cabeza como si fuera a caérsele; y Aurelio y tía Esther haciéndose los consternados, pegándose a la puerta para escuchar sus berridos, y mamá blandiendo una cuchara sin saber lo que pasaba, y para colmo Honorata, aplaudiendo y parada en una silla. Por suerte don Jorge callaba.
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