Vikram Chandra. Juegos sagrados.

noviembre 10, 2020

Vikram Chandra, Juegos sagrados
Mondadori, 2007. 1080 páginas.
Tit. Or. Sacred Games. Trad. Dora Sales.

Una llamada anónima a un policía de Mumbay le revela que Ganesh Gaitonde, el cabecilla de una importante banda mafiosa, se encuentra en un edificio de la ciudad. Es el punto de partida de una historia que se desarrolla a dos bandas, por un lado las investigaciones del policía Sartaj sobre el por qué se encontraba allí el mafioso y la narración en primera persona por parte de Ganesh Gaitonde de su vida y cómo llegó a dirigir una banda criminal. Unos insertos nos presentan otros personajes que nos ponen en contexto.

Novelón. No voy a negar que no todo el libro tiene la misma calidad, lo que sería difícil en más de mil páginas, y que el final es un poco filmi (como se usa en el texto, lo que nosotros llamaríamos peliculero). Pero el autor cuando quiere escribe con una maestría envidiable, sobre todo en los insertos, donde aprovecha para usar un lenguaje más sólido. La trama es un thriller auténtico y como tal te tiene enganchado a ver qué es lo siguiente que va a pasar.

Los personajes están retratados con mucho cariño, incluyendo los malos, porque el mundo es complejo y aquí no hay blancos ni negros sino una paleta de grises donde es difícil emitir juicios morales. El autor, desde luego, no los hace. El mafioso ni es un malvado sin corazón ni un bandido generoso. De vez en cuando se preocupa por la gente que está a su alrededor y en otras ocasiones no le tiembla la mano para llevarse a quien tenga por delante. El policía acepta sobornos y trabajos extra, hace la vista gorda con las conexiones de su jefe con la mafia y siempre va a lo práctico. Maltrata a los detenidos cuando así lo cree conveniente, pero no se extralimita. Y así todos los personajes, que no son clichés ni funciones con patas, sino personas cargadas de historia.

Impagable el retrato de una india totalmente desconocida para mí, con su mezcla de pobreza y riqueza, con sus bajos fondos, su corrupción, la diferencia entre el campo y la ciudad, los sistemas de castas, los matrimonios concertados, la importancia de la familia, el choque de las distintas religiones… un mosaico fascinante.

No lo he leído, lo he devorado. Disfrutando cuando tocaba de una prosa densa y sugerente y cabalgando líneas cuando la acción me llevaba de la oreja. Otras reseñas: Juegos sagrados y Juegos sagrados.

Muy recomendable.

Ram Pari iba cada día a la casa, y Mata-ji entraba en discusiones épicas con ella. Enseñarle a fregar los platos de forma apropiada, a un nivel suficiente de limpieza, fue una lección que duró tres días, con muchas demostraciones prácticas y críticas punzantes. Ram Pari no replicaba, hacía caso omiso a los sermones de Mata-ji, lo hacía a alto nivel con dos cuencos y tal vez un plato, y después regresaba a su habitual dejadez alegre. Su técnica de barrido rápido, que era eficiente y veloz pero dejaba vestigios de polvo en las esquinas e ignoraba los espacios debajo de los almirahs, solían conducir a Mata-ji a crescendos de indignación. Mientras, los dos hermanos de Prabhjot Kaur se morían de risa y se burlaban, no muy en silencio, sobre «Badboo Pari». Prabhjot Kaur se reía con ellos, para mostrar solidaridad, pero en privado pensaba que el olor no era badboo para nada, sino más bien fiero-boo. Ram Pari era bajita, con un enhebrado de músculos enjuto y nervudo a través del estómago, que Prabhjot Kaur veía cuando Ram Pari se levantaba el kamiz para limpiarse la boca, su cara arrugada de mujer vieja. Lo hacía a veces, a última hora de la tarde, en vez de usar el dupatta que llevaba en la cabeza, y Prabhjot Kaur pensaba que fundamentalmente era para refrescarse, para lograr un poco de brisa sobre la piel, pero liberaba una bocanada de olor enfurruñado, contundente allí en el aire, tan real e ineludible como una nube de chispas calientes del fuego de la chaunka. Prabhjot Kaur se resistió a él, pero también trató de mantenerse quieta, para experimentar su picadura contra la piel. Lo esperaba, y eso le daba vergüenza, y lo mantenía en secreto. Era su mayor secreto escondido, más oculto que la moneda de una rupia que había encontrado bajo un cojín del sofá en la habitación delantera, que sabía que era de Papa-ji, pero que fue al colegio al día siguiente en su estuche para lápices, que sirvió para una semana de kesar kulfis, no solo para ella sino también para sus dos mejores amigas, Manjeet y Asha. No le habló a nadie de sus ansias vacilantes por el olor de Ram Pari, su espeso olor penetrante y su sabor, ni siquiera al resto del Trío Fantástico, que llevaban sus trenzas dobles exactamente con el mismo estilo arreglado, que se sentaban juntas en la segunda fila desde la Clase I.


Piensa la frase: perder la cabeza. ¿Qué queda, si pierdes la cabeza? Si no hay cabeza, ¿todavía queda un yo? Recuerda la parábola, que para conocer el yo debe haber otro yo, un ojo que observa los pájaros del ser dándose un festín con el néctar del mundo. Pero ¿todavía hay un observador si apartas estas estructuras de la mente, estas fachadas del lenguaje, estos fundamentos de lógica, estas narraciones de causa y efecto? ¿Qué queda cuando todo se derrumba? ¿Gozo o aturdimiento? ¿Una presencia o una ausencia? «La araña teje las cortinas del palacio de los Césares; el búho llama a los guardias en las torres de Afrasiab». De repente vibra de enfado, con enfado por la violencia que se está cometiendo contra él. Lo hice lo mejor que pude. Hice lo que se me pidió. La tensión indignada de sus tendones se convierte en un espasmo, y se sacude por un momento, con un ritmo que le causa un estruendo en el oído como un tambor mishmi. Asciende a tientas por la oscuridad que le ahoga. Estoy lúcido. Puedo acordarme de mi vida, puedo seguir el rastro de sus historias. Aprendí mi oficio en la NEFA, creando una red de información donde no había ninguna, creando fuentes y células y rutas. Lo hice mejor que ninguno de mis colegas en cualquier otra parte, trabajé más duro y con más riesgo y más sinceramente que cualquiera de ellos porque era un yadav y esperaban que lo hiciese de otra forma, sabía que algunos de ellos lo esperaban. Eran brahmanes, y tenían opiniones muy asentadas acerca de los OBC. Nunca hablé de esto con nadie, ni siquiera con Maldito Mathur. Solo trabajaba. Después de la NEFA. siguieron los campos de arroz de Naxalbari, donde viajé como un comerciante y conseguí información sobre los asesinos de policías y jueces y los recaudadores de impuestos del distrito, donde perseguí a los chicos que arrastrados por la ilusión dejaban atrás sus hogares cómodos de clase media en Calcuta e iban al norte del país a hacer la revolución. Maté a uno de ellos, también, un aspirante a maoísta que trataba de matarme a mí. Todavía recuerdo su nombre, Chunder Ghosh, y la sangre que salió de sus orejas cuando le disparé en la frente. Puedo recordar, con exactitud, las operaciones en Kerala contra los partidos comunistas, contra sus campañas electorales y su expansión y sus maquinaciones, contra su infraestructura misma. Hicimos esto por la hija de Nehru, de forma bastante ilegal pero con mucho gusto, porque sabíamos de dónde sacaban estos partidos su ideología y dirección, y estábamos en las murallas, empujando hacia atrás estas hordas dirigidas desde Pekín y Moscú. Y después estuve en el este de Pakistán, dando parte a los soldados bengalíes que habían escapado de sus amos panjabíes. La información que recabé logró que desaparecieran aeródromos enteros despedazados y convertidos en escombros bajo la caída precisa de las bombas. Tras Bangladesh, de regreso a Delhi, a las estratagemas con diplomáticos extranjeros, comidas con empleados de las embajadas, el lento desarrollo de relaciones que al final da paso a chisporroteos de información. Después Londres, el Panjab, Bombay. Mi vida, vivida en esta lucha. Esta continua guerra prolongada, con sus victorias ocultas y no reconocidas. Hice el trabajo. Puedo recordar cada pago, cada fuente, cada ataque del dushman. Defendí. Y por eso esta India todavía permanece.


Al final los espanté, e hice que Manu Tewari se sentase con un vaso de whisky escocés, y lo tranquilicé. Elogié todas sus películas, y le conté que la última me había hecho llorar, y también por los hijras, lo que para él fue un elogio mayor que cualquier Premio Nacional bhenchod. Entonces se calmó un poco, y bebió un sorbo de whisky, y comenzó a sonreír algo. Los escritores son susceptibles al halago de forma patética. He trabajado con políticos, y gángsters, y hombres santos, y, déjame decirte, ninguno de ellos puede competir con un escritor en cuanto a descomunales inflaciones del ego e inseguridades tímidas del alma. Ungí a Manu con grandes porciones de su propia gloria, y se relajó. Por supuesto, viniendo de Ganesh Gaitonde, la admiración era diez veces más deliciosa. Manu Tewari se fue relajando poco a poco en el sola, y se tomó otro whisky, y me contó historias sobre cómo hizo su película hijra, cómo tuvieron que convencer a su protagonista acerca de que interpretar a un hijra sin lauda, que llevaba falda, que aplaudía, no iba a lisiar su carrera para siempre. El propio Manu Tewari era de tamaño medio, medio en todos los sentidos. Se le podría considerar como prototipo de todo lo que es mediano en el mundo, no era bajito pero no era demasiado alto, había crecido en Bandra East como hijo de un empleado de tipo II del Ministerio de Economía, y había ido a la Facultad Rizvi y había tenido una trayectoria académica del todo mediocre. Sabía todo esto de él por el informe de antecedentes que había hecho Dheeraj, pero ningún informe podría incluir la demencia que ocultaba en algún lugar profundo de aquel cuerpo común y corriente, que solo dejaba salir cuando hablaba de películas.

2 comentarios

  • ericz noviembre 10, 2020en12:01 pm

    Novelón, bien dicho.

  • Palimp noviembre 15, 2020en1:19 pm

    Lo leí por tu recomendación, gracias 🙂

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