Álvaro Cunqueiro. Viajes imaginarios y reales.

marzo 30, 2020

Álvaro Cunqueiro, Viajes imaginarios y reales
Tusquets, 1986. 338 páginas.

Otra recopilación de artículos de Cunqueiro alrededor de los viajes. Cuanto escribió este hombre y cuanto bueno. Si es que disfrutas de cada página y eso que el género periodístico suele caducar a los tres días. Pero no en este caso, parte porque los temas no son de actualidad sino intemporales, y parte por la excelente prosa que gasta el autor.

El primer fragmento que dejo ya me emocionó del todo. El resto ha continuado con el disfrute. Dejo dos artículos de prueba, hagan la degustación y si les gusta, busquen más libros del autor y disfruten del placer de su lectura.

Muy recomendable.

Estábamos en la segunda queimada cuando comenzaron a caer sobre nuestras cabezas, deslizadas de las amplias hojas de la parra, gruesas gotas. Esto le hubiera gustado a esos eruditos y poetas chinos que yo cito tantas veces, los cuales consideraban que unas gotas caídas de las ramas de los árboles, en verano, tras la tormenta, eran una caricia perfecta para la cabeza de un hombre feliz.
Digo todo esto para que se vea que soy el ser menos imaginativo que ande por ahí, y que lo más propio mío es sumar noticias que muestren lo vario que es el mundo, y lo ricamente, y con cuántas sorpresas, se puede almacenar la memoria humana. Yo, que no desconozco los grandes temas del siglo, y estoy atento a eso que llaman la coyuntura histórica, y acepto la gran patética de mi tiempo y quiero ayudar, en lo que me sea posible y aún bastante más, al hombre de estos días, tantas veces puesto en el filo de la navaja, no me dejo asustar por los profesionales de la angustia, y busco en la gran peripecia humana, tantas veces mágica aventura, tantas veces sueños espléndidos y mitos trágicos, la razón de continuar
De continuar contra la miseria, contra la violencia, contra el terror, contra la mentira. Es el hombre el animal más extraño, que decía el Estagirita, pero también la hierba más débil. Resiste porque sueña, y porque el amor hace olvidar el hambre. Yo no me evado ni ayudo a nadie a evadirse: me enfrento, simplemente, con los tristes, porque creo que la tristeza traiciona la condición humana. Dante encontró a los tristes en el Infierno. Le decían al gibelino: «Tristes fuimos en el dulce aire que del sol se alegra. .». El gibelino y yo vamos, al borde la tiniebla, creyendo que toda hora es alba.


El ánima de Souto de Lires*

Yo conocí a Souto de Lires allá por el año treinta. Tendría él veinte cumplidos. Se llamaba Manuel Berdia González. Su padre era el dueño del molino de Lires. Manuel nació con la cabeza ladeada, el brazo derecho algo más corto que el izquierdo y el pie izquierdo vuelto. Al defecto de la cabeza no le daba importancia. Por entonces había comprado un sombrero gris en Mondo-ñedo, que tras ciertas labores en la horma lograba ponerlo de frente, es decir, en la vertical del cuerpo, aunque llevase la cabeza virada hacia la derecha. A la cortedad del brazo diestro tampoco le concedía mucha atención. Estimaba, incluso, que para cavar, la escopeta y la guitarra, resultaba más cómodo. Quería que yo escribiese algo en «Vallibria» —el periódico de mi ciudad, que dirigía Trapero Pardo, y en el que debutamos Aquilino Iglesia Alvariño, José Ramón Santeiro, Dionisio Gamallo Fierros, Días Jácome y servidor, entre otros—, respecto a las ventajas del brazo derecho más corto.
Habiendo estudiado la cortedad del brazo izquierdo de Guillermo II de Alemania, llegó a la conclusión de que aquél sí que era un defecto. En cambio lo que lo traía disgustado era lo del pie.
—Non mo merezo, home! —me dijo un día.
Lo curioso es que cuando fue a reconocimiento mé-
* De Laberinto v Cía
dico para el servicio militar, llevaba ciertas esperanzas de que lo dieran por útil.
—A cabalo —decía—, non se nota, e pra estar ó pé dun cañón tarnén sirvo.
Le dieron inútil total. Una moza de Sandias le dio calabazas, eso que los Souto de Lires tenían fama de ricos. Entonces, Manuel comenzó a amurriarse, a andar solo por el monte, a pasar semanas en cama. Su pie vuelto era un ataque del orden cósmico, físico y moral. Expulsando Yahvé a Adán y Eva del Paraíso les habían dicho que ganarían el pan con el sudor de su frente, pero no que habría cojos en su descendencia. ¿Y si no lo dijo, pero lo pensó? ¡Vaya chiste! Filosofando, Souto de Lires llegó a un franco ateísmo. Por entonces se le pusieron unos dolores en el pecho que no le dejaban dormir. Los médicos no le acertaban, y Manuel Berdia, alias Souto de Lires, se moría. Llamaron al cura del Seixo, quien tuvo con el enfermo largas conversaciones. Parece ser que quedaron en que en el otro mundo no hay distinciones corporales mayormente, y las cojeras no las hay, o si las hay no se ven. Creo que el señor cura del Seixo, salvando las dificultades, llegó a citar a Orígenes, quien opina que los cuerpos de los bienaventurados en la Gloria toman forma esférica, ya que el estado de suma perfección exige la perfecta forma, y la más perfecta, desde Pitágoras y Platón, es la esfera. Souto se confesó y comulgó. Estaba muy tranquilo. Le dijo a su padre que cuando lo enterrasen que le metiesen en el bolsillo de la chaqueta veinte duros, que a lo mejor había fotógrafo en ultratumba y podía retratarse sin cojera. Ya se arreglaría para mandar dos copias, una para el cura del Seixo y otra para la moza de Sandias. Y un día cualquiera a media tarde, otoño era y volaban las hojas secas en el camino que lleva al molino de Lires, Manuel se murió.
Pasaron dos o tres años. Era por el San Martiño y el señor cura dei Seixo iba al patrón a Texeiro. De una nabega que había a la izquierda del camino, vino un cuervo a posarse en medio del sendero, a dos varas del clérigo. Don Perfecto Illade lo miró con atención porque aquel cuervo le recordaba a alguien. Sí, a Manuel Berdia, a Souto de Lires. Tenía la cabeza ladeada, el ala derecha más corta que la izquierda y la pata izquierda vuelta.
—Qué fas por aquí, home? —le preguntó el cura.
— Voando non hai coxos! —respondió el cuervo.
Y se fue batiendo las alas hacia la carballeira de Mestas. En todo el país se comentó que el ánima de Manuel andaba por allí


El viaje de las cerezas*
Cuando leo que Lúculo trajo el cerezo de la ribera Norte de Asia Menor, de los confines de la Bitinia o de la Paflagonia, allá por el 40 a. de J.C., y sigo la aventura de las cerezas por el mapa del orbe romano —engañosas gotas de sangre por los caminos de la dulzura virgiliana—, me parece que las cerezas se me hacen más sabrosas en la boca y, contemplando los cerezos en las fértiles pendientes de mi valle natal, me entran ganas de saludarlos diciéndoles: «¡Oh, vosotros, cerezos, cuyos padres nacieron en las colinas doradas desde las que se podían ver los altos, coronados y heroicos muros de Troya!». Y seguiría la oración y el laude, con esa tendencia que yo tengo a la patética de Bossuet, hasta llegar a una estampa frívola en la que las marquesas del XVIII de Francia por frágiles escaleras suben a hacer la dulce cosecha de junio —tantas cerezas como besos, tanta cerezas como sonrisas—, y pondría punto final con una laca a la grave manera japonesa: una sola rama con las hojas casi de oro y las menudas cerezas de larguísimo tallo, sobre el oscuro fondo, o con un papel pintado, por ejemplo, con la historia de la familia color cereza maguchi de Lafcadio Hearn. Y en vez de decir «he dicho», recitaría los tres versos de un hai-kai:
«—¡Mira cuantas mariposas colcitarias
se posaron en las ramas de esos árboles!
—No son mariposas: son los sueños del amor
que el viento lleva, y dejan en las ramas
la imagen de los labios de las enamoradas».
Por esta tierra tenemos también cerezas maguchi, redondas, brillantes, de tintas claras, casi pequeñitas manzanas: son las que los franceses llaman bigarreaux, y por aquí garrafales, que me parece sea corrupción de la denominación francesa. Otras son albariñas, blancas, rotundas, avesas, mouras y pedresas. Y aún quedan las guindas para el aguardiente, y con las avesas, de la familia de las acidas cerezas del Doubs, las cerezas de que gustaba mi amigo el señor Rousseau, que las tomaba con agua de canela caliente para activar sus digestiones; con las avesas, digo, podríamos hacer el Kirschenwaser, la roja ratafia de las destilerías borgoñesas. Sería, sin duda, un kirsch aterciopelado, cálido, dulce y perfumado, como aquella centenaria retafia que Stendhal, jovenzuelo, encontró en una vieja bodega de Grenoble: «hizo pasar por mi cerebro ideas a la vez guerreras y alegres. Exaltado, quisiera confundir un enemigo lejano, tan poderoso como imaginario». Quizá ya el mejor Stendhal esté en este delicioso recuerdo de juventud, en este alegre pourlendre embriagado y embriagador.
Doy fe de que me gustan las cerezas: las como con pan, como un labriego de por aquí, metiendo tres o cuatro a un tiempo en la boca y escupiendo de lado los huesos; me gusta verlas en las cestas, enredadas unas con otras, tal como las humanas criaturas entre sí. Ya el señor Maquiavelo usó esta comparación, de la ciudad en la cesta de cerezas, que tirando de un ciudadano vienen con él enredados otros, los del común oficio, bandería o interés, familia, etc.. tal que tirando de una cereza vienen veinte o ciento. Anti-kafkiana condición, que parece que sólo en compañía la cereza y el hombre
se ponen en orden. A los ojos del Todopoderoso, la humanidad, el «gran teatro del mundo», ofrecerá el aspecto de una gigantesca cesta de cerezas, y quizás los sociólogos quitarán más provecho de una meditación ante la cesta de cerezas, que de esos estudios sobre los pueblos primitivos que de siempre son tan caros. Y volviendo a Kafka, allí a la página de su Diario, donde dice: «Toda cosa no es más que imaginación, la familia, el oficio, los amigos, la calle, todo imaginación», tan desesperado y solo como estaba, yo le hubiese regalado una cesta de cerezas blancas, y ante ella le hubiese hecho reflexionar sobre la humana condición, sobre el libre arbitrio y como yo hablo contigo, los trabajos y los días, los siglos y los niños, las lenguas que los hombres hicieron en común y qué es orar. Quizás exista, como dice Brod y otros, una «esperanza kafkiana», y sea desde ella y no desde una «desesperación kafkiana», como haya que leer a Kafka y entenderlo y amarlo. Pero «amar» es un verbo que para Kafka era pura imaginación, y «entender», para el aterrado hebreo de Praga es, simplemente, no sobresaltarse ante el absurdo… Entre los hombres yo, como una cereza entre las cerezas, que tirando de mí sale conmigo una confusa compañía y parentela, a la esperanza, a la esperanza que me atengo no es al orden y sosiego que en mí ponga la desnuda soledad, sino a la remisión de los pecados y la resurrección de la carne, tal y como digo «Credo»…
Y ahora me recuerdo del artillero Flannangan, que habiendo oído pintar con vivos colores a un predicador francés que resucitaremos un día con los mismos cuerpos y almas que tuvimos exclamaba: «¡Será ruidosa romería!». Flannagan no comió cerezas en su Irlanda natal, que solamente en O’Toole había un cerezo y no daba más que una cereza: un año la comía el arzobispo primado de Armagh y otro año un ave que pasaba volando. .
Volando pasaron los cerezos floridos, y volando pa-
san los rojos y dulces frutos, un sabroso tesoro, como en el hai-kai:
«—¿Son cerezas o es un tesoro de piedras
preciosas derramado por el árbol?
—Es el tesoro del cerezo».

Un comentario

  • Francisco H. Gonzalez abril 4, 2020en3:54 pm

    En un viaje a Santiago de Compostela compré un libro de Cunqueiro también de artículos, creo que editado por la editorial Galaxia. Son una maravilla. Los voy leyendo a pequeños sorbos.
    Un saludo.

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