William Gibson y Bruce Sterling. La máquina diferencial.

enero 30, 2013

William Gibson y Bruce Sterling, La máquina diferencial
La factoría de ideas, 2006. 348 páginas.
Tit. Or. The difference engine. Trad. Carlos Lacasa Martín.

Cuando dos grandes de la ciencia ficción unen sus fuerzas en un libro, siempre tengo curiosidad por ver el resultado. En este caso, una novela Steampunk diferente, repleta de acción y buenas ideas.

Este subgénero se caracteriza por adelantar alguna tecnología a la época victoriana, haciendo convivir las máquinas de vapor con algún adelanto de nuestra época. En este caso Babbage ha conseguido fabricar su máquina diferencial y unos rudimentarios ordenadores se utilizan desde para hacer presentaciones hasta en los departamentos policiales. Unas tarjetas perforadas que incluyen un poderoso algoritmo caeran en las manos del paleontólogo Edward Mallory y desencadenarán la intriga.

Con el historial de los dos autores es lógico que en el libro se infiltre una informática a vapor, y que Ada Lovelace sea un personaje clave (aunque en ausencia). La trama es trepidante y el ambiente bien construído. Pero más allá de los detalles curiosos he echado de menos una historia más contundente.

Unabuena reseña aquí: La máquina diferencial

Calificación: Bueno.

Extracto:
Para hacer honor a la verdad, no se trataba de un tipo mal parecido; tenía más de sesenta años, pero los de esa edad podían ser muy gentiles con una chica. Su confesión parecía audaz y varonil, pues él mismo había sacado el tema a colación: el escándalo del divorcio y la carta misteriosa de la señora Houston. No dejaba de hablar de ello, pero tampoco revelaba el secreto. Había capturado la curiosidad de los espectadores… y la misma Sybil se moría por descubrir la verdad.
Se amonestó por ser tan inocente, ya que seguramente se tratara de algo estúpido y simple, ni de lejos tan profundo y misterioso como él fingía. Lo más probable era que aquella chica aristocrática no fuera ni la mitad de angelical de lo que parecía. Probablemente hubiera perdido su virtud de doncella a manos de algún atractivo pretendiente de Tennessee mucho antes de la llegada de Cuervo Houston. Los hombres imponían estrictas reglas a sus novias, que a su vez ellos ignoraban.
Lo más probable era que Houston hubiera sido el responsable de todo. Quizá tenía ideas viles y bestiales acerca de la vida marital, al haber vivido entre salvajes. O quizás había machacado a su esposa con los puños: por lo que Sybil veía, se trataba de un hombre sólido como una roca.
El quino cobró vida con unas arpías que pretendían simbolizar a los difamadores de Houston, aquellos que habían restregado su precioso honor con la tinta de una imprenta cochambrosa. Eran criaturas desagradables y de lomo encorvado que atestaban la pantalla con unos diabólicos tonos negros y rojos. Mientras la pantalla ronroneaba de forma constante, las arpías agitaban sus pezuñas hendidas. Sybil jamás había visto nada parecido; algún artista de las tarjetas perforadas de Manchester había accedido sin duda a todos los horrores de la ginebra. Ahora Houston peroraba acerca de los retos y el honor, con lo que se refería a los duelos. Los americanos eran afamados duelistas a los que les encantaba dispararse los unos a los otros a la mínima ocasión. Houston insistió vociferante en que habría matado a algunos de aquellos truhanes chupatintas de no haber sido gobernador, para así proteger su dignidad. Así que lo que había hecho había sido poner las cartas sobre la mesa y regresar a la vida entre sus preciados cherokees. Casi se podía ver el humo que le salía por las orejas, pues el orador se había ido calentando hasta resultar casi aterrador. La audiencia estaba de lo más interesada, rota toda reserva por los ojos hinchados y el cuello venoso del texano. Nadie parecía ni mucho menos disgustado por el espectáculo.
Quizá el secreto consistiera en algo realmente terrible que él mismo había hecho, pensó Sybil mientras se frotaba las manos dentro del manguito de piel de conejo. Quizá fueran fiebres femeninas, o quizá él le había pegado a ella la sífilis. Algunos tipos de sífilis eran horribles y podían volverte loca, o ciega, o impedida. Quizás aquel fuera el misterio. Mick lo sabría. Era muy probable que Mick lo supiera todo al respecto.
Houston explicó que había dejado los Estados Unidos con gran disgusto y que se había marchado a Texas, y ante aquella última palabra apareció un mapa que mostraba una zona en el centro del continente. El general aseguró que había marchado allí en busca de tierra para sus pobres y sufrientes indios cherokees, aunque todo resultó un tanto confuso.
Sybil preguntó la hora al tipo con pinta de truhán que tenía al lado. Solo había pasado una hora. Ya había transcurrido un tercio del discurso. Se acercaba su momento.
—Deben imaginar una nación muchas veces más grande que sus islas natales ■—dijo Houston—, sin más carreteras que las trochas de los indios entre la hierba. Carente en aquella época de una sola milla de ferrocarril británico, carente de telégrafo e incluso de máquinas de cualquier clase. Como comandante en jefe de las fuerzas nacionales texanas, mis órdenes no disponían de correo más veloz y fiable que el explorador montado, cuyos recorridos se veían amenazados por los comanche y los karankawa, por los grupos armados mexicanos y por los diez mil peligros ignotos de las tierras salvajes. No es de extrañar que el coronel Travis recibiera mis órdenes demasiado tarde, y que pusiera su confianza, trágicamente, en los refuerzos liderados por el coronel Fannin. Rodeado por una fuerza enemiga que lo superaba en una proporción de cincuenta a uno, el coronel Travis declaró como su objetivo la victoria o la muerte…, sabiendo de sobra que el indudable destino sería el segundo. Los defensores de El Álamo perecieron hasta el último hombre. El noble Travis, el intrépido coronel Bowie y David Crockett, una auténtica leyenda entre los hombres de la frontera —los señores Travis, Bowie y Crockett ocuparon cada uno un tercio de la pantalla del quino, sus rostros extrañamente cuadrados por la reducida escala de la representación—, proporcionaron un tiempo precioso para mi estrategia fabiana.
Más chachara soldadesca. En ese momento, Houston se retiró un paso del atril y señaló el quino con su pesado bastón pulimentado.
—Las fuerzas de López de Santa Ana estaban dispuestas como ven aquí, con los bosques en su flanco izquierdo y los ríos pantanosos de San Jacinto a su espalda. Sus ingenieros de asedio habían establecido una línea defensiva alrededor del tren del bagaje, con emplazamientos de troncos afilados, aquí representados. Sin embargo, las marchas forzadas a través del vado de Burnham permitieron a mi ejército de seiscientos hombres alcanzar las orillas boscosas del brazo del río Buffalo, algo que el enemigo desconocía. El asalto comenzó con un rápido fuego de cañón desde el centro texano… Ahora podemos contemplar el movimiento de la caballería ligera texana… El impacto de la carga de infantería sumió al enemigo en la confusión y le hizo retirarse, por lo que su artillería, que aún no había sido enganchada a los armones, quedó totalmente desbaratada.
Los cuadrados y pastillas azules del quinótropo perseguían lentamente a los regimientos rojos mexicanos en desbandada a través del damero verde y blanco que representaba bosques y marismas. Sybil se removió en su asiento, tratando de evitar que se arrugara su falda de aro. La sanguinaria jactancia de Houston por fin alcanzaba el climax.

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