Vivian Gornick. Apegos feroces.

febrero 15, 2019

Vivian Gornick, Apegos feroces
Sextopiso, 2017. 200 páginas.
Tit. Or. Fierce Attachments: A memoir. Trad. Daniel Ramos Sánchez.

Memorias de la autora donde recorre su infancia en el Bronx, centrada en la relación con su madre y cómo esto ha marcado sus relaciones futuras, la manera de entender el amor y su profesión. Una relación marcada por un péndulo amor-odio que no me ha resultado extraño sino más bien familiar.

Todo el libro respira verdad e inteligencia. Las relaciones con nuestros padres nos marcan, muchas veces de por vida, en una maraña de ataque y defensa de la que es muy difícil escapar -frecuentemente, porque no queremos hacerlo. Esto influye en el camino que tomamos en nuestras relaciones amorosas.

Retrato de una época, inestimable en sus viñetas de apartamentos pequeños, de camaradería vecinal y de protesta ciudadana. Desnudez emocional sin redención al final. Este libro se publicó en 1987 y han pasado 30 años hasta que se ha editado aquí, con bastante éxito porque el libro que estoy leyendo es la tercera edición.

Muy recomendable.

Suena el teléfono nada más entrar en mi apartamento. Es Marilyn.
—¿Te ha llamado?
-No.
—Bueno… —comienza a decir.
—Le he escrito una carta —le digo.
—¿Una carta? ¿Para qué?
—Primero, para poner ñn a esta pasividad. Esta espera inútil es horrible. Y también porque quiero que sepa lo que pienso de todo esto. Debo decir que lo que he escrito es brillante.
—¿Sí? —recela Marilyn.
—Sí —le contesto. Procuro obviar el tono circunspecto de su voz—. ¿Quieres oírlo? Recuerdo partes enteras.
-Vale.
—Pues bueno, he empezado diciéndole que aunque me ha dolido mucho que sus sentimientos no hayan durado más de diez minutos en el mundo real, puedo asumirlo y vivir con ello. Pero que lo que no asumo es que nos haya hecho volver a caer en la crueldad de la desfasada dinámica hombre-mujer, convirtiéndome en una mujer que espera una llamada que nunca llega y a él en un hombre que debe evitar a la mujer que espera. Le he dicho que pensaba que éramos amigos con un interés mutuo en ser personas civilizadas, personas en las que se podía conñar aunque estuviesen enamoradas.
—Está bien —opina Marilyn con reserva—, pero que muy bien.
—Ahora viene la parte brillante. Le he preguntado cómo es posible que no haya sido capaz de ponerse en mi lugar, de imaginar el dolor y la aprensión que he sentido, de no experimentar la necesidad de coger el teléfono aunque sólo fuera para decir: «Mira, no quiero seguir con esto». Que ha sido concretamente eso lo que me ha parecido ofensivo, incluso aterrador. Escucha bien. Le escribí: «Ese fracaso de la imaginación compasiva, cuando se da entre dos personas que han intimado, se me asemeja a un desastre natural. Me invade de
asombro y temor. El mundo parece entonces un lugar salvaje, sin esperanza de tierna estima». ¿No me ha quedado genial?
Silencio. Un largo e inesperado silencio. Después, Marilyn suspira.
—Eres igualita a tu madre —dice.
-¿Cómo? -chillo-. ¿A qué viene eso?
—Sigues eligiendo a tipos marginales como éste, idealizándolos y luego no te entra en la cabeza que no sepan a lo que están. Te asombra que te hagan esto a ti. ¿No se dan cuenta de que deberías sertúla que los dejara a ellos, no ellos ati? Ylue-go actúas con superioridad.
-¿Y en qué se parece eso a mi madre?
-Tu madre idealizó un matrimonio y cuando éste la dejó… Rellena tú el espacio en blanco.


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