Víctor García Antón. Nosotros, todos nosotros.

marzo 11, 2009

Gens, 2008. 112 páginas.

Víctor García Antón, Nosotros, todos nosotros
Genealogía del deseo

Matías me recomendó hace tiempo Amor del bueno, el primer libro de relatos de Víctor García Antón. Lo tengo leído e incluso reseñado, pero todavía no he colgado el texto. Todo se andará.

En la última Bitácoras y libros -hay que organizar otra pronto- tuvimos como invitado de excepción a Sergi Bellver que me trajo este libro, una de las últimas publicaciones de Gens. Ya he comentado por aquí el libro Parábola de los talentos y elogiado la valentía de apostar por jóvenes promesas. Publicar cuento -tabú- y joven es temerario, pero necesario.

Sobre todo si el autor es de la calidad de Víctor García Antón. Un escritor que domina el lenguaje, la atmósfera y las situaciones más peregrinas engarzadas en una fina arquitectura. En este libro encontramos los relatos siguientes:

Nosotros, todos nosotros
El método Shomsky
Sección contactos
La estela de las mujeres
Un tigre de Bengala
Cinco estaciones
El gobierno del solar
Canasta
Últimas palabras a mi padre
En lo alto de la higuera

Los hay crudos, como Sección contactos. Alucinados, como Cinco estaciones. Sinceros, como Últimas palabras a mi padre. E incluso se atreve a crear un buen cuento de un chiste, Un tigre de Bengala. Pero todos comparten características comunes. Una descripción de un mundo dónde la lógica es diferente, pero existe. Algo que va más allá del surrealismo y que comparte con los mundos de Candeira. Los dos han visitado, han vivido en ese otro lado y nos lo cuentan como si fuera lo más normal del mundo.

También comparten la pulcritud de la escritura, trazada con tiralíneas de profesional, contruyendo un edificio impecable pero con alma. Una casa acogedora donde da gusto vivir.

La narrativa oficial en este país no vive su mejor momento. Hay escritores decentes, pero pocos excepcionales. No importa. Al margen de todo eso hay gente escribiendo buena literatura. Gracias.


Extracto:[-]

Como una renuncia. Cortarle el pelo nos parecía como si ella renunciara de momento a ser mujer, a ser mayor, a tener fuerza. Dejarse cortar el pelo de ese modo tan obsceno era en parte una promesa. Y nosotros oficiábamos aquel sacrificio, quizá con cierto placer escondido que, sólo ahora, en este momento delicado, nos sentimos capaces de admitir. Cortar su pelo era como meterla en casa, como cortarle las alas. Era sin duda perder, y en ese de menos la volvíamos pequeña, menguante, frágil. ¿Te parece bien así?, le preguntábamos. Y ella se miraba detenidamente al espejo, giraba la cabeza a un lado y a otro, y nos decía aún no, aún necesito un poco más, y señalaba una sombra mal igualada, un desliz indiscreto. Cortarle el pelo era como aplazar las cosas. Como dejar para dentro de un tiempo lo que algún día habría de ser. Algo para lo que nos preparábamos y sin embargo no hacía ninguna falta que llegase. Y era como marcarla, como hacer su cuerpo un poco nuestro y llevarlo de la mano para que no se marchara. Un poco.

Que fuera yo, maestro peluquero, el responsable de estas tareas suponía casi un dolor y a la vez un cierto orgullo. Por eso nos ha molestado tanto que se haya encerrado en el baño así, sin avisar ni decir nada.

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