Sven Ortoli y Jean Klein. La superconductividad.

diciembre 11, 2017

Sven Ortoli y Jean Klein, La superconductividad
Salvat, 1993. 144 páginas.
Trad. Fernando E. Mateo.

Historia del descubrimiento de la superconductividad, desde los orígenes de la mecánica cuántica hasta las últimas aleaciones superconductoras. Está narrado casi como si fuera una novela, y además intercala cuentos al estilo de otros en el que aparecen como trasfondo conceptos que se explican en el texto.

Todo comienza con el intento de conseguir llegar a temperaturas cercanas al cero absoluto, donde aparecen los fenómenos de superconductividad (corriente eléctrica sin rozamiento) y superfluidez (desplazamiento sin rozamiento). Para explicar este comportamiento tenemos que recurrir a la mecánica cuántica, que abre la puerta a una concepción extraña de la naturaleza. La superconductividad se explicará porque los electrones se aparean creando una extraña partícula con spin entero y la superfluidez porque el gas se comporta como un condensado Bose-Einstein, un conjunto de partículas macróscopicas con propiedades cuánticas.

Muy bien explicado, la única pena es que tenga 25 años y no incorpore los últimos descubrimientos, aunque de las previsiones optimistas que se tenían entonces no se ha cumplido ninguna.

Muy recomendable.

Kapitza llega allí durante el verano con una idea muy precisa acerca de su destino final: quiere incorporarse al célebre laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge, dirigido por el no menos célebre Rutherford. Una anécdota, sin duda apócrifa, quiere que Rutherford haya rechazado en un primer momento la candidatura del joven soviético arguyendo que tenía demasiado gente en su laboratorio. Sin alterarse, Kapitza le habría preguntado entonces a Ruthertord la cantidad de investigadores que tenía en su equipo; el futuro lord le respondió que serían unos treinta, y Kapitza le preguntó entonces cuál era la precisión habitual de sus experimentos. Alrededor del 2 ó 3 por ciento, respondió Rutherford. En esas condiciones, replicó Kapitza, ¡un investigador más o menos no se notará!


Se sabe, sobre todo después de Hiroshima, que esos mismos físicos detentan secretos aterradores. Por otra parte, algunos cuentan con ver su imagen deslucida ante la opinión pública. Dirigiéndose a Oppenheimer, Kenneth Bainbrid-ge, el responsable de la primera prueba nuclear en Alamogordo, exclama apenas después de la explosión: «Ahora somos todos unos hijos de puta.»
Pero la Norteamérica profunda se burla claramente de esos remordimientos tardíos y de las superposiciones de los créditos militares en la investigación fundamental. Los físicos se han convertido en los nuevos superhombres que custodian las fronteras del imperio norteamericano.
Incluso hacen más que eso. Ya en 1869 el astrónomo Benjamin Gould exclamaba: «¡Hay que preparar el tiempo en el que los Estados Unidos conducirán la ciencia mundial!». En la aurora de la década de 1950, su profecía parece realizada. De la física del sólido a la física de las partículas, los científicos norteamericanos vuelan de éxito en éxito. Y, exceptuado el maccarthismo, ésta es para ellos una época feliz: «No hay cena con éxito sin un físico para explicar la naturaleza de la nueva era en la que vivimos, comenta un cronista de Harper’s.» Se les llama de todas partes, desde los Wornen’s Clubs hasta el Consejo Nacional de Seguridad. Son 21.000 en 1955, de los cuales las 2/5 partes están empleados en la industria. Los físicos de los sólidos son más particularmente solicitados por los laboratorios privados que se quedan con lo mejor de las nuevas posibilidades de la electrónica y de la informática.

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