Sergio Parra. Jitanjáfora (Desencanto).

octubre 31, 2011

AJEC, 2011. 334 páginas.
Sergio Parra, Jitanjáfora (Desencanto)
Temperando

Hace ya cuatro años que reseñé Jitanjáfora. En ese tiempo sólo había leído los artículos que Sergio cuelga en Papel en Blanco, bitácora que sigo por haber colaborado en ella y, en gran medida, por los susodichos artículos. Aunque muchas veces no estoy de acuerdo con el autor, siempre es interesante leer sus reflexiones, y siempre he pensado que tomar un café con él daría lugar a una conversación interminable.

Tenía ganas, pues, de leer esta segunda parte de la escuela de hechiceros. Si el primer libro era una parodia oscura de Harry Potter, aquí el personaje de Conrado ha madurado y, además de unos cuantos giros argumentales sorpresivos que no voy a desvelar, se embarca en una misión para descubrir qué se esconde detrás del ‘Huevo de Pascua’, un plan de los hechiceros de la luz. Pero eso sólo será la punta del iceberg…

La trama es trepidante -me enganchó desde el comienzo- e incluye unas cuantas escenas de acción dignas de la mejor película del género. Todo con un trasfondo mágico que incluye, además de los hechiceros de la luz y la oscuridad, a unas brujas cuya principal arma es la belleza y el sexo y al Directorio Caligari, duendes amantes del arte y los excesos, capaces de las más abyectas aberraciones para subvertir los sentidos.

Todo esto trufado de disquisiciones varias que demuestran una erudición en temas muy dispares, desde el origen de Una copita… de Ojé, hasta el valor de las predicciones de las masas de personas (Predictify). Excursos que, si bien he leído con agrado y en ocasiones poniendo a prueba mis propios conocimientos, creo que son excesivos. Y aquí hago como los críticos a los que se critica en la novela, que acusan de ‘excesiva adjetivación’ y nunca de lo contrario, pero me parece que una poda hubiera redundado en un texto mejor.

En cualquier caso una novela trepidante y muy diferente de la magia de moda.

Calificación: Bueno.

Un día, un libro (61/365)

Extracto:
Borges mantenía que sólo es posible contar cinco tipos de historias. Esto lo sabía Uriel porque sus tutores se lo habían explicado, pero no sabía que fue Borges quien lo mantuvo y que sus tutores se habían limitado a transmitirle el mensaje de Borges, convenientemente procesado y manipulado, como habían hecho con aquel libro de una sola página y un solo párrafo de Tolstoi. Tampoco sabía Uriel que su historia podía incluirse en el mismo conjunto borgiano a la que pertenecía Macbeth. Una historia de ambición.
Porque, aparte de sus tutores, profesores y otros habitantes de Mundo, que sumaban catorce ciudadanos, Uriel no conocía a nadie más, así que tampoco sabía que podía ambicionar el conocer a otras personas. En Mundo se podían contar catorce, así que en el mundo de Uriel también se contaban catorce. A su entender, ni siquiera era posible retroceder por el árbol genealógico más allá de los catorce habitantes de Mundo y los ciudadanos fallecidos pertenecientes a su segunda línea de consanguinidad. Porque Uriel también desconocía lo que era un manual de heráldica, que quizá le habría puesto en la pista de su verdadera naturaleza.
Aquella mañana, pues, ignorante de que pronto comenzaría su historia de ambición, ambición por otros mundos y por otras realidades, Uriel continuó con sus hábitos cotidianos. La mañana era soleada y tibia, algo poco corriente, así que Uriel, antes de acudir a sus clases, se permitió romper la rutina de Mundo lanzándose a plomo desde el mástil más alto de la estructura metálica. Su zambullida en el mar originó un penacho blanco que ascendió hasta que la gravedad le obligó a desplomarse sobre sí mismo como un edificio que ha sido demolido. Cuando la espuma se disolvió, la cabeza de Uriel emergió unos metros más allá, sólo unos metros, y por un instante a Uriel le asaltó el desafío de seguir nadando hacia el horizonte, muy lejos, hasta que Mundo se empequeñeciera por la distancia, hasta que Mundo, incluso, desapareciera de la vista. Pero Uriel siempre terminaba reaccionado de igual forma frente a aquel prurito de ambición: volvía a sumergirse para aclararse las ideas entre el borbolleo de los remolinos del agua, buceaba unas brazadas, rodeando siempre la estructura de Mundo al igual que lo haría un asno atado a una noria, y finalmente ascendía por la escalinata para regresar a cubierta.
El suelo de la cubierta era de metal, un piso recalentado por los rayos del sol matutino, así que las huellas que dejó Uriel en dirección a su camarote no tardaron en ir menguando hasta evaporarse del todo. El olor a hierro húmedo siempre le hacía sentir un sabor metálico en la boca, como si mascara a Mundo.
Se secó su aleonada mata de pelo negro con una toalla, que luego se enroscó al cuerpo para cubrir su desnudez pubescente, y se tumbó de nuevo en la cama para esperar que una de sus madres viniera a darle los buenos días y le acompañara a su primera clase, en la tercera planta. Disfrutaba sobremanera con las clases en la tercera planta, pues a menudo consistían en ejercicios físicos y no en ejercicios intelectuales, que tanto le abrumaban la mente. Aunque donde más a gusto se sentía Uriel era en su camarote. Con la puerta cerrada. Totalmente solo. Rodeado de sus cosas, en un pequeño mundo dentro de Mundo.
Era paradójico que por un lado anhelara marcharse bien lejos y por el otro necesitara refugiarse de vez en cuando en aquella pequeña madriguera de dos por tres metros, repleta de libros con una, dos o hasta tres páginas, con sus cuadros, con su música, con su escritorio de madera de nogal, con el espejo que creaba el efecto óptico de que la habitación era el doble de espaciosa, con sus pequeños fetiches, como aquel reloj de oro cuyo cuerpo estaba grabado con un boscaje de arabescos y que siempre había permanecido parado. Aunque, cuando más acogedor resultaba su camarote era cuando llovía, cuando llovía muy fuerte, y las ráfagas de viento lanzaban contra el ojo de buey una lluvia desabrida. Entonces se sentía protegido por Mundo y Mundo dejaba de ser opresivo.
Una de sus madres, Lizbeth, abrió la puerta de su camarote con su llave maestra. Le sonrió desde la jamba de la puerta al comprobar que ya estaba despierto. Le dijo que ya era hora de ir a la planta tercera, que hoy le esperaban muchos ejercicios cinestésicos, que iba a practicar con uno de sus padres, Asan, el ciudadano con la musculatura más poderosa de Mundo. Y antes de marcharse, Lizbeth le dejó en prenda de su ausencia aquella sonrisa que sólo Lizbeth era capaz de esbozar. Los labios de Uriel, sin embargo, no devolvieron la sonrisa sino que se adelgazaron en una fina línea de inquietud. Ante la perspectiva de una mañana consagrada a acendrados ejercicios impartidos por su padre Asan no tenía nada que objetar, pero por un segundo sintió que su vida no le pertenecía. Por fortuna, fue una sensación pasajera y Uriel no tardó en descender por la escalera interior de Mundo hasta la planta tercera.

Un comentario

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.