Rodrigo Rey Rosa. La orilla africana.

marzo 27, 2018

Rodrigo Rey Rosa, La orilla africana
Seix-Barral, 1999. 159 páginas.

Relato sobre las relaciones entre un pastor adolescente árabe y un colombiano que está de visita en el chalet de una amiga.

Una prosa exquisita, delicada y somnolienta como el efecto del kif y una historia tenue. Pero personalmente no conseguí entrar en tan sugestivo mundo.

Una reseña buena: La orilla africana.

Había comenzado a fumar kif desde pequeño. Su abuela Fátima, que procuró quitarle el hábito por todos los medios, llegó al extremo de rociar un poco de orina sobre el polvo de hierba, pero el procedimiento mágico no había surtido efecto. Hamid, el ya difunto padre del niño, había reído el día que Fátima le contó que había sorprendido a Hamsa en más de una ocasión cuando, mientras él dormía, tomaba una pizca de kif de la vejiga de carnero donde lo guardaba.
—De tal palo —dijo— tal astilla.
Hamsa seguía fumando kif todos los días, mientras cuidaba las ovejas de Si Mohamed M’rabati, que poseía muchísimas y se complacía en saber que pastaban en las laderas de Agía, que están entre Tánger y el cabo Espartel. Sentado en una roca plana mirando al mar en la boca del Estrecho, tocaba una lira para descansar la pipa del kif. A veces bajaba hasta el Sinduq, una peña con forma de cofre semihundida en el mar, para ver el agua azul y cremosa que subía y bajaba entre las piedras color miel y canela con las que se había hecho la orilla. Pero aquí, a menos que fuera un día sin viento, no po-
día fumar kif. El viento del Este o del Norte se lo llevaban siempre y lo dejaban caer sobre el agua, para que el polvo excitara a los seres temerosos que vivían bajo las olas. Te quitaban la suerte. Enfermabas y tenías pensamientos impuros. Como cuando Hamsa tuvo que pasar una noche en la coba de Sidi Mesmudi, que está en el Monte Viejo, porque le había dado tifus, y por la mañana había visto a una mujer que le entregaba un gallo negro a un anciano con turbante amarillo, quien se sacó un cuchillo de debajo de la ropa, invocó a Dios, y, poniéndose en cuclillas junto a la fuente del santón, le cortó el cuello al animal; o como cuando corrompió con una oveja, oculto tras el cobertizo de lona negra, deseando todo el tiempo que se convirtiera en mujer, pero agradeciendo que Dios hubiera dispuesto las cosas de manera que la oveja no pudiera quedar preñada; o como cuando había hundido el sexo en un montoncito de excrementos de burro, para que le creciera todavía más.

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